Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de julio de 2011 Num: 854

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Patrick Modiano: esas pequeñas cosas
Jorge Gudiño

Memorias de Jacques Chirac
Vilma Fuentes

La sal de la tierra
Sonia Peña

Flann O’Brien, el humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

Aute a la intemperie
Jochy Herrera entrevista con Luis Eduardo Aute

Ramón en la Rotonda
Vicente Quirarte

Vicente Quirarte y los fantasmas de Ramón López Velarde
Marco Antonio Campos

Kubrick, el ajedrez y el cine
Hugo Vargas

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Flann O’Brien,
el humorista

Ricardo Guzmán Wolffer

Flann O’Brien (1911-1966), uno de los seudónimos de Brian O’Nolan, es uno de los escritores más importantes de Irlanda, hermanado con James Joyce y Samuel Beckett. Entre los seguidores de Flann está el propio Joyce, Jorge Luis Borges, Anthony Burgess, Dylan Thomas, Graham Green y otros.

Para los contemporáneos de Flann, una parte importante de su obra era el humor. Y sigue funcionando así: puede ser una sonrisa extraída del sin sentido, como un escritor satírico. En La vida dura las disquisiciones escolásticas, las críticas a los funcionarios públicos o la burla de los formalismos académicos son un claro ejemplo. Ese humor también aparece por contraste. En El tercer policía, a través de una pequeña ventana (como la pequeña puerta de Alicia), pasamos de un terrible asesinato a un mundo onírico donde los personajes inician una espiral al desatino. Estamos entre Lewis Carroll y Pirandello, donde el juego de palabras y lo absurdo de la situación hacen risible el desarrollo de la trama. Incluso para los personajes hay una parte de esa realidad que no es comprensible: les asusta o les sorprende. Y el lector sonríe, ante esos inútiles intentos cognoscitivos, donde pronto se ve que el esfuerzo mismo es inútil ante la falta de referencias con la propia percepción de lo cotidiano, de lo “normal”. Y vivir en la irrealidad sólo puede llevar al desamparo o a la inercia, como sucede al asesino de El tercer..., quien se pierde en las divagaciones, a veces sublimes, del par de policías que nos recuerdan a los hermanos gordos de la Alicia,de Carroll. La escenografía del mundo se convierte en una fantasía contada entre silenciosas sonrisas. Y como las tramoyas se moldean a capricho, las leyes del mundo que habita el asesino del viejo Mathers se trastocan al grado que incluso la materia se mezcla con los objetos con los que tiene contacto: así, los usuarios de bicicletas terminan por asimilárseles y pierden su humanidad en beneficio de la bicicleta; o los inmuebles cambian de dimensiones y dejan de ser habitables. ¿En qué momento lo improbable se hace imposible y el mero atisbo de su existencia nos sugiere que atrás de lo inasible está lo maligno? En un viaje onírico que bien puede ser la antesala de la muerte, establecemos que ese personaje que contempla lo terrible con envoltura de broma viaja guiado por un Virgilio con disfraz de sombrerero loco, que ha leído El Aleph de Borges y nos plantea enigmas físicos para establecer que todo fenómeno tangible tiene una implicación filosófica cuya sola representación mental tiene consecuencias en nuestra persona y nuestro entorno: un juego de cajas llega al extremo de contener cajas invisibles e intocables por pequeñas, pero que deben estar ahí: un dardo tiene tan delgada la punta, que es invisible, pero hiere. Los personajes habitan un lugar donde “puede decirse cualquier cosa y será cierta y habrá que creérsela”. Incluso la vista de ciertos colores puede llevar a la locura. Pero el humor de lo absurdo puede llevar un tono sutil: La vida dura radica en la mera posibilidad (ahí cumplida) de que el truhán que engaña con cursos por correspondencia logre tener una audiencia privada con el Papa, para que su tutor hable sobre las “comodidades” femeninas (para hacer sus necesidades).

Uno de los logros de O’Brien en El tercer… es esconder el humor en una trama con asesinato al inicio y al final. Cuando el viejo es golpeado, el personaje central supone que sus últimas palabras sonaron como a “no me importa el apio”.

Parte de ese humor deviene de la invención del filósofo inexistente, De Selby, quien lo mismo habla de arquitectura que de filosofía o de átomos, o afirma que la tierra tiene forma de salchicha. El lector termina por percibir la broma consistente en hacernos creer que esas divagaciones, a veces disparatadas, han sido la aportación a la historia de un hombre en apariencia muy importante para la ciencia, y quien lo mismo es capaz de romper la continuidad temporal que hacer whisky en una semana.

El personaje de El tercer… dialoga con su voz interior (“Joe”) y por consejo de ésta, le aclara que no puede ahorcarlo sólo por estar en la comisaría cuando se requería un culpable para un crimen irresoluto, pero, sobre todo, porque si va de incógnito y no tiene nombre, prácticamente no está ahí. El policía revira diciendo que si no está ahí no será un ahorcamiento, cuando mucho “una insalubre abstracción… un ejemplo de nulidad negativa neutralizada ya vaciada por asfixia”. Además, la plática con Joe logra la consistencia corpórea del personaje. El manejo de esa voz de conciencia puede darse entre los personajes, como los hermanos de La vida dura, donde el mayor es capaz de inventar desde un manual para caminar sobre alambres, hasta una universidad de la que brotan libros para enseñar los más dispares oficios, y el hermano es quien lo confronta, sabedor del timo.

El humor de O’Brien no aparece sólo en la trama, sino también en el manejo del lenguaje. En La vida dura, los personajes tienen nombres tal vez burdos, pero sin duda divertidos, por afinidad fonética: el cura se llama Fahrt (flatulencia), el bebedor es Collopy (bocadillo), el amigo Crotty (entrepierna), Cruppy (nalgas), Finbarr (excelente bar), y otros. Esa agilidad creativa lo catapultó a la fama con En Nadar-dos-pájaros, prodigiosa obra donde la narración es interrumpida reiteradamente para mostrar los apuntes del autor sobre temas, palabras e incluso opiniones de los personajes; con ello logra un efecto que ahora nos suena cinematográfico, cuando los actores le hablan a la cámara para involucrar al espectador en una suerte de interlocutor mudo que escucha la versión más intima del personaje sobre lo que está pasando, generalmente para añadir información conceptual no perceptible a primera vista.

El humor delirante e “irlandés” de Flann funciona por desatar en cualquier latitud los mecanismos básicos del preconsciente y del onirismo verbalizado. Ahí nadie se salva de la broma.