Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de julio de 2011 Num: 854

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Patrick Modiano: esas pequeñas cosas
Jorge Gudiño

Memorias de Jacques Chirac
Vilma Fuentes

La sal de la tierra
Sonia Peña

Flann O’Brien, el humorista
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Aute a la intemperie
Jochy Herrera entrevista con Luis Eduardo Aute

Ramón en la Rotonda
Vicente Quirarte

Vicente Quirarte y los fantasmas de Ramón López Velarde
Marco Antonio Campos

Kubrick, el ajedrez y el cine
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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

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Juan Domingo Argüelles

Armando González Torres: contra la peste escrita

Inspirado, en parte, en los Diarios de Samuel Pepys, La peste (El Tucán de Virginia/Conaculta, 2011), de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964), es un libro de poemas que mantiene un espléndido equilibrio en la cuerda tensa del verso y la prosa. Poema narrativo dividido en seis secciones, La peste admite, sin embargo, varias posibles lecturas: histórica, escatológica, picaresca, erótica, filosófica y, sobre todo, alegórica y simbólica.

Pepys se vanaglorió de aquellos tiempos trágicos: “Nunca he vivido tan dichosamente (y, además, jamás gané tanto dinero) como en esta época de la peste.” Como bien señala González Torres, en un ensayo, los cientos de muertes cotidianas son, en los Diarios de Pepys, “sólo apuntes incidentales, ráfagas de preocupación sobre la volubilidad de la fortuna”. Y hace notar también que a la sombra de la peste prosperan muchas cosas, entre ellas el afán de gozar, el paroxismo del sexo, el frenesí del placer.

Lo que nos dejó la peste, a lo largo de su larga historia, es, como bien lo advirtió Susan Sontag, un cúmulo de metáforas sobre la enfermedad, pues “como cualquier situación extrema, las enfermedades temidas sacaban a relucir lo mejor y lo peor de la gente”. En las crónicas de las epidemias y las pestes no sólo se registran los estragos de la enfermedad sobre las víctimas, sino el derrumbe de la moral y las costumbres, el placer del momento, y la corrupción –dice Sontag –“hasta del mismo lenguaje”.

Todo se apesta, hasta la escritura, y ésta es una estupenda aportación crítica, desde el punto de vista poético, que encontramos en el libro de Armando González Torres, pues contra lo que supone Roland Barthes, cuando en Sade, Fourier, Loyola afirma que “la mierda escrita no huele”, durante la peste todo se llena de bubas, purulencia y mierda, y hay que cuidarse de los efluvios que emanan de la inmundicia del lenguaje hablado y escrito.

En la sección De cómo la peste infectaba el lenguaje, González Torres escribe: “Erísticas carroñas competían/ sabandijas dialécticas mostrábanse/ sagaces en el arte del ultraje/ los libelos libaban en la escoria/ los letrados presumían la ignominia/ y sin cesar manaban los agravios.” Pero no sólo esto; también otras secuelas: “¿Sabe? uno puede matar con una simple frase/ una cruenta epidemia corroe nuestra sintaxis/ una letal retórica infecta a los más débiles/ y tiñe las palabras con su lepra invisible.”

Esta lepra invisible es enfermedad que se contagia al entrar por los ojos y los oídos, y lo vuelve todo un pudridero de palabras. Al referirse a los presagios y a las sospechas, González Torres escribe: “Dicen que la epidemia germina en los cuerpos más delicados y que ofende de pronto los olfatos con una saliva pestilente surgida de los labios allegados.” Lo que hiede, hiere; lo oloroso es doloroso, pues es triste olor de exhalación feroz.

La peste nos ha dejado sus metáforas. Hay acciones que son una peste, programas que son una peste, políticos que son una peste, gente que es una peste, televisión, literatos, diputados, libros, discursos, etcétera, que son una peste, y su hedor nos hiere, porque, contra lo dicho por Barthes, la mierda escrita sí huele.

En su Historia de la mierda, Dominique Laporte nos recuerda unos versos de Paul Eluard donde la lengua habla así: “¿Por qué soy tan bella?/ Porque mi maestro me lava.” Cada uno debe limpiar la puerta de su casa, dice el proverbio, y cada uno debe limpiar su lengua, para que la boca no sea cloaca. La historia del desarrollo humano no miente, explica Laporte: “De la promiscuidad se pasa al pudor y éste no se da sin que se afine el olfato.” La lengua lavada es indispensable para no hablar mierda.

En uno de sus aforismos de Eso que ilumina el mundo, Armando González Torres sentencia: “¡Hay tantas novelas obesas que te dejan un escurrimiento de grasa en las pestañas!” Así también tendríamos que decir: hay tantas novelas infectas que, al leerlas, te escurre su peste por los ojos.

González Torres escribe: “Insomnes afecciones se solazan/ en urbes habitadas por mentiras/ una espuma prospera entre sus frases/ una fiebre ceñida en su gramática/ una furia escondida en sus licencias./ Pero no temas, amiga, estamos protegidos/ por tu trato veraz con las palabras.”

“Por tu trato veraz con las palabras.” Afortunado verso. Esta veracidad admite también la limpidez de la visión cuando, como dijera Gabriel Zaid, leer limpia los ojos. Así, de acuerdo al trato que se le dé al idioma y a la poesía, serán su verdad y su limpidez: por tu trato, verás con las palabras.