Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de julio de 2011 Num: 853

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Francisco González León, modernista a solas
Leonel Alvarado

La inercia del lenguaje
Ricardo Venegas entrevista
con Evodio Escalante

Migración en Europa: ningún ser humano es ilegal
Matteo Dean

La dictadura de la transparencia
Fabrizio Andreella

El poder de la música
Julio Mendívil

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Francisco González León,
modernista a solas

Leonel Alvarado

George Rodenbach y Ramón López Velarde, Mariano Azuela y Carlos Pellicer tuvieron que ver con la obra y la persona de este poeta no de México, ni aun de Jalisco, sino de Lagos de Moreno. El simbolista belga se carteó con él; López Velarde se empeñó, junto a Pedro de Alba, en publicar su poesía y después le pidió disculpas por “haber violado sus retiros, por presentarlo a la ponzoñosa celebridad”; Azuela formó parte de su grupo literario, en el que, entre 1903 y 1910, se publicaron revistas, se organizaron juegos florales y se seguía creyendo en el modernismo en vísperas de la revolución; por su parte, Pellicer gestionó ante el gobierno de Manuel Avila Camacho la asignación de una modesta pensión vitalicia que llegó tarde, pocos meses antes de la muerte del poeta.

Fue Allen W. Phillips quien, persiguiendo a López Velarde, descubrió a Francisco González León y lo bautizó como el “poeta de Lagos”. A pesar de su esencialismo, el libro de Phillips tiene el mérito de ser el primer texto que se ocupa con seriedad de una obra que permanecía dispersa.

La crítica coincide en establecer una relación entre la obra de González León y la de López Velarde; el punto de confluencia es un tema esencial en ambas: la provincia. Sin embargo, hay marcadas diferencias en cuanto a la actitud frente la provincia, como experiencia estética y personal, y lo provinciano, compuesto por la ritualidad de las costumbres. De entrada, no hay en González León un “retorno maléfico”, es decir, esa tensión que sacude los textos de López Velarde. No hay, en realidad, retorno porque no hubo salida. En cambio, en López Velarde ocurre un desplazamiento entre provincia y ciudad que no está presente en González León.

Mientras el de López Velarde es un mundo escindido, un “edén subvertido”, en el de González León se busca la reconciliación; aunque pronto se advierte que ésta es sólo una forma de resignación. Ser de una pequeña ciudad de Jalisco y nunca haber salido de allí es una fatalidad que sólo la poesía le permite remediar al farmacéutico que nunca quiso serlo. Lo que sucedió fue que González León encontró en las tertulias y en el hacer poesía “por hacer algo” una forma de reconciliarse con su estado de sitio. Al volver de Guadalajara, con su título de farmacéutico, se vio literalmente obligado a hacerse cargo de su familia. Según sus palabras: “Al poco tiempo de terminar mis estudios de farmacia en Guadalajara, cuando apenas había regresado a Lagos, murió mi padre y tuve que hacer frente a compromisos de familia. Me resigné entonces a la penumbra, a esta sordina, a las costumbres inalterables de mi pueblo.”

Esa resignación se transforma en una gran melancolía, que hace pensar en la fatalidad que condena a los personajes de Rulfo; Lagos de Moreno es, entonces, la tierra “dada” al jalisciense González León. Los puntos de contacto entre González León y Rulfo vienen fundamentalmente del origen jalisciense de ambos. Además, esa sobriedad clausular de Rulfo, esos diálogos que son intercambios de refranes, de fórmulas explosivas, no están alejados de la aparente sencillez con que González León cuenta las cosas; después de todo, es el mismo mundo sacudido por la revolución y la guerra cristera. González León elige no hablar de los estragos que lo rodean, aunque los deja ver en su melancolía cuando se lamenta de la pérdida de las cosas viejas. El pueblo, o “edén subvertido” por las guerras que lo tienen sitiado, se vuelve un mundo de murmullos, de constantes rumores rulfianos en los que se escuchan los crujidos de los seres y las cosas: “Y el viejo mueble que cruje/y las sombras en derroche./ El viento entre las rendijas: Rumores de media noche!” (“Rumores”)

Aunque los dos primeros libros de González León no superan el modernismo apegado a lo aristocrático y lo exótico –lo que le valió una tremenda sacudida de la crítica, que lo confinó al silencio por mucho tiempo–, lo que sobrevive en Campanas de la tarde y en los textos posteriores es una refinada melancolía que no lo aleja del modernismo. Precisamente, este apego no sólo a una estética sino también a una actitud, hizo que, a pesar de la turbulencia que lo rodeaba, González León no renunciara a un discurso individualista de corte romántico en el que conviven la nostalgia y la felicidad de revelar el lado extraordinario de lo sencillo: “La arruga/que en el agua dejaba la tortuga.” Imágenes así hacen pensar en el Tablada fascinado por la epifanía. Dice González León: “La noche quiere acostarse/e improvisa con la luna/ la mecha de una estrella.” (“Lecturas”); “La luna es una/ lámpara japonesa.” (“Januarius”); “Las estrellas son pecas/ de plata.” (“A cero grados.”) La afinidad con Tablada no es puramente formal, pues deriva en la celebración gozosa de lo sencillo.

A pesar de su aislamiento, González León está en diálogo no sólo con López Velarde, sino con Nervo, Tablada, Azuela, González Martínez y Gorostiza (y los Contemporáneos); con ellos comparte una comunidad de temas y una estética que vienen del modernismo. Sin embargo, el mundo de González León se queda en la periferia de la modernidad. Su conflicto es más bien estrictamente personal, pues está lejos del exhibicionismo modernista que obligaba a los poetas a fabricarse una pose. Su poesía carece del ritmo vertiginoso del modernismo, pero es la expresión del vértigo de un hombre que vive su estética y su ética a solas. Quizá por ello, López Velarde definió la poesía del laguense como “una simplicidad con paréntesis laberínticos”. La serenidad resignada de esta poesía tiene, en efecto, sus laberintos: “Marcho de puntillas/ por la calle inerte; marcho tenebroso/ de que algo despierte.”

En algún momento, Azuela y Phillips coinciden en señalar que González León acogía los aspectos mínimos de las cosas con fraternidad franciscana; esto le permitió, sitiado en su Lagos jalisciense, apartado de estridentistas y contemporáneos, seguir haciendo su modernismo a solas.