Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 10 de julio de 2011 Num: 853

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Francisco González León, modernista a solas
Leonel Alvarado

La inercia del lenguaje
Ricardo Venegas entrevista
con Evodio Escalante

Migración en Europa: ningún ser humano es ilegal
Matteo Dean

La dictadura de la transparencia
Fabrizio Andreella

El poder de la música
Julio Mendívil

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jair Cortés
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La tinta invisible de la Revolución

Hay dos vertientes que se desprenden de la escritura: poder y libertad. El poder implica una serie de mecanismos que buscan la manipulación en una sociedad a través de ideas impuestas y difundidas como verdades absolutas (las leyes civiles y religiosas, por ejemplo), mientras que la libertad es la voz del individuo que habla desde sí mismo y que no siempre coincide con la visión general de la llamada “realidad”. Antonio Castillo Gómez, en su libro Entre la pluma y la pared,a propósito de la escritura en la cárcel en los Siglos de Oro, advierte: “En la medida que el encarcelamiento tenía por objeto la confesión del reo, la incomunicación formaba parte del procedimiento coercitivo puesto en marcha.” En el espacio carcelario se puede ver con mayor claridad la lucha entre poder y libertad; más allá de la culpabilidad o inocencia, lo que se debate en esta lucha es un asunto de supervivencia física, mental y espiritual. Pero la respuesta ante el aislamiento ha sido siempre la imaginación: los internos, elaborando un complejo código para comunicarse entre ellos o con el exterior, se apoyan en textos cifrados, señas, gestos y sonidos. Al respecto, Castillo Gómez dice: “El carácter secreto y clandestino de estos escritos llevó a los presos y a sus corresponsales a emplear tintas invisibles o a ocultar los mensajes en los recovecos más insospechados.” “Tintas invisibles” como el jugo de limón que siglos después utilizaría Fidel Castro, después de ser aprendido en el asalto al Cuartel Moncada, en 1953, para redactar “La historia me absolverá”, famoso discurso que es, en palabras de Carlos Montemayor, “la defensa constitucionalista en América Latina más firme de las rebeliones civiles, de las insurrecciones de nuestros pueblos”, y que, desde su primer párrafo, alude al aislamiento: “…como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales”. El documento pudo ser enviado clandestinamente, en el lapso de varios meses, en cartas dirigidas a Melba Hernández, Haydée Santamaría y Lidia Castro (esta última junto con su padre fueron los encargados de mecanografiarlo). Castro estaba consciente de que existía el riesgo de que el manuscrito fuera descubierto dentro de su celda, por lo que decidió memorizarlo por completo para pronunciarlo el día de su defensa. En el caso de Castro, quien fue acusado y abogado defensor de manera simultánea (de ahí que se refiera a sí mismo en tercera persona), la escritura fue un manifiesto que desembocó, años más tarde, en la revolución de un país.

Así, la historia demuestra que memoria y escritura se convierten en las fuerzas imprescindibles para combatir al olvido y al poder. En su más mínima expresión la escritura puede ser la chispa que anteceda, incluso desde la cárcel, a un movimiento de renovación social e ideológica.