Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de junio de 2011 Num: 850

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gonzalo Rojas revisitado
Juan Manuel Roca

Un café en España con Enzensberger
Lorel Manzano

Juan Rulfo en Cali
Eduardo Cruz

El Guaviare. ¿Dónde concluye y comienza
La vorágine?

José Ángel Leyva

Con los ojos del paisaje
Ricardo Venegas

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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El aburrimiento del héroe (I DE II)

Es claro que uno puede sensatamente desconfiar de aquellas tramas cinematográficas cuya textura consiste, de tiempo casi completo, en una “aventura” tras otra y otra y otra más, configurando algo que podría ser llamado Síndrome de James Bond, según el cual si el personaje se queda quieto, así sea durante un minuto, es un mal personaje y no vale la pena verlo. Es claro también que del enhebrado abrumador de las referidas “aventuras”, o “desafíos” si así quiere llamárseles, depende no sólo la estructura narrativa entera de ciertos filmes sino la suerte que, de cara al público, han de tener las películas catalogadas como “de acción”; de hecho, la propia definición deja nulo sitio a la duda. Es claro, por otra parte, que cientos y miles de filmes no obligadamente clasificables dentro del referido rubro han hecho suyo el dictum y lo han puesto en práctica, amparados en la convicción, posiblemente falsa, de que si así no lo hicieren, el grueso del público acabará concluyendo que la película fue “lenta”,  “aburrida”, que en ella “no pasaba nada” y que, mexicanamente dicho, estuvo “de güeva”.

De seguro sin saberlo pero al mismo tiempo sin que les importe medio bledo ignorarlo, tanto quienes elaboran sus películas bajo las órdenes imperiosas del tic histérico según el cual siempre tiene que estar “pasando algo” para que el espectador no se aburra, como quienes miran esas películas esperando precisamente que en la pantalla no quede resquicio alguno por donde pueda colarse lo que ellos y aquéllos consideran tedio; sin saberlo ambos, pues, lo único que en el fondo están poniendo en práctica es una exacerbación –mejor dicho una hipertrofia, de suyo deformante y por ende monstruosa–, una elongación mercantilizada, vuelta simple pastura de consumismo, de lo que Elias Canetti definió como la tarea del héroe. A éste, para decirlo metafóricamente y a diferencia de lo que Canetti explicita como parte indispensable de aquello que el héroe simboliza, jamás se le da un respiro, ni siquiera para que vele sus armas. En chinga sempiterna, el héroe, tal como es entendido y representado en el cine contemporáneo, no lo es por ninguna razón diegética, es decir por nada que pueda ser visto dentro de la trama, sino que ya lo era desde un principio, y casi se diría que nomás por las purititas pistolas del guionista: lo mismo Harry el mago adolescente que Po el oso panda, el automovilista furioso Dominic Toretto que el X-freak Magneto, más la pléyade interminable que el lector es capaz de añadir por su cuenta, todos sin excepción aparecen, de entrada y sin causa, explicación o justificación, ocupadísimos en sus tareas de héroe, como para que no haya duda alguna de que en efecto son lo que guionista y director dicen que son.

No vale, como podría hacerse desde un simplismo enceguecedor, considerar que se convierten en héroes sólo a partir del momento en que comienzan a chocar coches, repartir guamazos o salvar planetas; ni siquiera a partir del instante, melodramáticamente inaugural, en que se descubren en posesión de algún talento inédito, tipo Peter Parker muy asustado echando telaraña sin querer en su recámara o como el Karate Kid en el jardín de su sensei, aprendiendo laboriosamente el toque de la grulla. No vale, porque antes de que esas cosas sucedan ellos ya están de tiempo completo atribulados, emproblemados, atareados resolviendo entuertos quizá de menor cuantía que los consistentes en retroceder el tiempo –Supermán– o evitar guerras nucleares –el 007–, pero no por coincidencia siempre referidos a la lucha de los buenos –ellos, desde luego– contra los malos, como Potter versus sus familiares que lo escorchan, minimizan y ningunean, hasta que los sustituye por algunos compañeros de la escuela de magos que, oh sorpresa, lo escorchan, minimizan y ningunean, y más tarde por antagonistas de mayor calibre que hacen exactamente lo mismo.

El Complejo de Mario Bros

Síndrome de James Bond, como se dijo antes, o Complejo de Mario Bros –por aquello de que el personaje en cuestión va por la pantalla superando un escollo tras otro, sin que en el fondo importe la naturaleza de lo que busca detener la marcha del muñequito–, lo que aqueja al cine llamado de acción y, tal vez peor y de más lamentables consecuencias, contamina al resto, es esa creencia irreflexiva según la cual en una trama siempre debe estar sucediendo algo, donde “algo” por fuerza significa algo llamativo, tremendo, espectacular, portentoso, increíble, fundamental, etecé. Uno acaba preguntándose, no sin laconismo, dónde habrá quedado la realidad, o si será que ésta no tiene cabida en una pantalla de cine.