Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de junio de 2011 Num: 849

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Entre el corrido y
la lírica popular

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Margit Frenk

Un muralista en la UAEM
Óscar Aguilar

Borges y el jueves
que fue sábado

Ricardo Bada

Con Borges en Ginebra
Esther Andradi

Borges en catorce versos
Ricardo Yáñez

Los halcones, cuatro décadas
Orlando Ortiz

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Alonso Arreola
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Y el ganador es…

50 mil euros y una escultura de Joan Miró. Eso recibirá Leonard Cohen tras obtener el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011. Aunque en una próxima edición de este suplemento hablaremos a fondo sobre la obra del canadiense, no podíamos comenzar nuestra columna sin aplaudir el valor del jurado español, pues se atrevió a hacer algo que los suecos no intentarían con el Nobel: darle su máxima presea a un poeta-músico. Dos profesiones que no suelen ser las más consideradas al momento de desenmarañar una industria, la literaria, dominada por novelistas fabricantes de ladrillos. Claro que la de la música no se queda atrás, pues también sobran quienes producen discos y canciones a la caza de reconocimientos que los expongan a la gran masa, olvidando todo compromiso con sus orígenes.

Habiendo dicho eso, hoy se nos antoja hablar superficialmente de premios musicales; de esa conveniente necesidad del mercado de otorgar reconocimientos para inflar, alabar o enriquecer a ciertos creadores estableciendo jerarquías. Ahí una de las peores consecuencias de esta inevitable actividad humana de alabanza y sacrificio: donde hay ganadores necesariamente hay perdedores, incluso cuando en contextos artísticos resulte riesgoso descalificar a unos por otros. Y es que a la luz de los premios musicales el aire se vuelve puro y llano entretenimiento. Gracias a ellos se disparan las ventas de un álbum y los productores aseguran su trabajo futuro. A través de ellos las grandes audiencias confirman sus gustos y se dejan conducir cómodamente por las aguas de una variedad incontrolable, enloquecida y siempre cambiante. Ahí la importancia de galardones institucionales votados por jurados sabios, sin ataduras o intereses personales.

Desde luego los premios musicales más famosos son los Grammy. Se consideran los Oscar de la música. Actualmente contemplan 105 categorías en treinta géneros, mientras que la versión latina cumple once años con cincuenta categorías. Polémicos por naturaleza, vale la pena recordar lo que pasó en 1989 con Jethro Tull, banda de progresivo galardonada como la mejor de hard rock-heavy metal, ganándole a Metallica. Los miembros del grupo no asistieron a la ceremonia y los organizadores fueron duramente criticados por su falta de conocimiento, pues es impensable que la flauta se considere dentro de la música pesada.

Destacan también los premios de la revista Billboard, que publicó su primer listado de popularidad hace setenta y un años. Igualmente se divide entre los productos anglo y los latinos. Otros premios que por años gozaron de prestigio aunque se abocaran exclusivamente a los proyectos más visibles, fueron los MTV Music Awards. Con su respectivo hermano latino, su objetivo fue poner en la palestra a quienes fugazmente se posicionaban en pantalla chica con videos y conciertos. Claro que hoy, con la caída del disco y generaciones hipnotizadas en internet, sus ceremonias se han vuelto un espectáculo de valía más que dudosa.

Uno que en Estados Unidos es importantísimo, pero que no hace eco más allá de la zona, es el American Music Award. En Canadá el equivalente al Grammy es el Juno. En Inglaterra el Brit Award se ha consolidado como uno de los más importantes y respetados del mundo. Instaurado a finales de los setenta, en ellos se ha reconocido a grandes artistas, entre los que se hallan los Beatles, Michael Jackson, Prince, Peter Gabriel y Queen, cuyo cantante, Freddie Mercury, apareció por última vez en público en su tinglado. En España están los premios Ondas del poderoso grupo prisa, que desde el año 1954 reconocen lo “mejor” de la península. Los premios Lo Nuestro son otra variante de los múltiples reconocimientos entregados por medios de comunicación hispanoparlantes, en este caso Univisión. No hay mucho que decir al respecto. Tampoco vale la pena profundizar sobre lo que ocurre en México con las Lunas del Auditorio Nacional, los premios Oye y, más recientemente, los  IMAS a la música independiente.

De entre todos estos reconocimientos (apenas una muestra mínima de los que existen, pues casi cada país los tiene), hay uno que supera por mucho a la media. Se trata de ése que da acceso al Olimpo de la música, no necesariamente de rock, y que anualmente organiza una inducción pomposa y llamativa. Hablamos del ingreso al Salón de la Fama del Rock and Roll. Los accesos más recientes fueron los de Alice Cooper, Neil Diamond, Doctor John, Darlene Love, Tom Waits y Leon Russell. Quienes quedaron a la espera y luchando por votos son Kiss, Beastie Boys, Donna Summer, Red Hot Chili Peppers, Donovan, Bon Jovi y ll Cool J.

Incentivos valiosos, medios de subsistencia pasajera, espaldarazos de amigos y fanáticos, los premios vivirán y morirán con el hombre. A veces los aplaudiremos, a veces no. En cualquier caso, siempre serán gasolina para que la música llegue a nuestro encuentro. Eso lo sabe Leonard Cohen, pues en este momento sus obras se han vuelto a vender como pan caliente. Y qué bueno, porque lo son.