Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 15 de mayo de 2011 Num: 845

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova

Justicia de la poesía
Ricardo Venegas entrevista
con Ámbar Past

Irvine Welsh, el mudo irreverente
Ricardo Guzmán Wolffer

Kavafis, Arlt y la imposibilidad de huir
Sonia Peña

Temple y temblor de Onetti
Rodolfo Alonso

Arlt y Onetti: los siete locos y el viento
Matías Cravero

El interés vuelto asombro
Miguel Ángel Muñoz entrevista con Ana María Matute

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Columnas:
Galería
Alejandro Michelena

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Chaca-chaca para el Ariel (I DE II)

El pasado sábado 7 de mayo, en el programa radiofónico Kinestesias –que todas las semanas en el 107.9 de efe eme dirige el colega y buen amigo Roberto Garza, mismo en el que este sumaverbos tiene el honor de participar cada quince días–, conductor e invitados hablaron en torno al premio Ariel, que todos los años otorga la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) y, palabras más, palabras menos, aparte de hacer explícitas sus intuiciones acerca de quienes podrían ser ganadores este año –la ceremonia fue celebrada esa misma noche–, concluyeron con lo que de un tiempo a esta parte pareciera ser una verdad no sólo indubitable sino también inmutable, a saber, que el Ariel sirve de muy poco, si no es que de plano su utilidad es igual a cero.

Sin violentar la definición y sin extender ésta demasiado, vale decir que un premio cinematográfico es, en primera instancia, de los que se otorgan entre pares, concedido por un gremio o mínimo un grupo de especialistas a uno de sus miembros (a diferencia, por ejemplo, de los reconocimientos que en estos días fue a recoger a Nueva York, a título de logros medioambientales que nadie acá puede identificar ni nombrar a la primera, el sujeto ése porfiado en seguir engrosando nóminas de camposantos con cuerpos de personas que pelean una guerra insensata, inganable e insostenible). En este sentido, y evocando un antiguo anuncio comercial de un detergente que se llamaba exactamente igual, el Ariel sí tiene chaca-chaca, pues desde luego cumple ese primer cometido consistente en hacer que, entre colegas, se sepa cuál de ellos tuvo mejor desempeño durante cierto período de tiempo.

La cosa es que el propósito de un premio –cinematográfico o de cualquier tipo– no consiste sólo en lo anterior sino, como parece saberlo Todomundo, radica sobre todo en que de su existencia, de la búsqueda y el deseo del mismo, así como de su final otorgamiento, sepan o estén ansiosos por saber precisamente todos aquellos que no forman parte del gremio o grupo que concede el tal premio. Y no para ahí la cosa, pues también se supone que la posesión de un premio de éstos debe tener una utilidad a posteriori, consistente en convertirse en facilitador del acceso a más y mejores chambas para el poseedor del premio.

Se dijo en Kinestesias el 7 de mayo y se ha dicho machacona y cansinamente en muchos otros lugares desde hace muchos ayeres: el estadunidense Oscar, por ejemplo, significa por lo menos dos beneficios dos: primero, la incorporación de uno que otro cero a la derecha en los cheques con los que se les ha de pagar no sólo a quienes ganan un premio de ésos, sino inclusive a quienes en algún momento fueron aspirantes y en eso se quedaron; y segundo, que tan pingüe condición suceda con deliciosa frecuencia. En cambio, y hasta donde sabemos los legos, el mexicano Ariel no le ha representado nada semejante a uno solo de sus poseedores.

Antes de preguntarse: ¿por qué han de ser así las cosas?, quizá conviene averiguar: ¿podrían ser de otro modo?, para lo cual puede que convenga reformular las preguntas o incorporarles ciertos elementos, digamos que del modo siguiente: si el Oscar no es nada más que un engrane –eso sí, utilísimo y eficientísimo– que forma parte de una maquinaria industrial ídem, ¿cómo puede el Ariel cumplir labores de consiguechamba, si acá no tenemos ni la sombra del monstruo cinematográfico estadunidense? De botepronto vienen a la memoria Damián Alcázar, actor, y Antonio Diego, sonidista, tan multiarieleado uno como el otro, y surge otra pregunta: ¿tendrán mucho y buen trabajo porque han ganado hartos Arieles, o al revés?

Y para que las cosas fueran de otro modo, pero sin olvidar que ni ahora, ni en el futuro inmediato, ni en el mediato, ni en el lejano, habremos de tener una industria cinematográfica que le saque la lengua a los gringos, ¿no convendría plantearse algo distinto al simple y mero anhelo de parecerse a aquello? Podría empezarse, por ejemplo, quitándole al Ariel ese aire no sólo intensamente localista con el que ha vivido desde hace tanto, sino también ese otro como de clandestinaje por culpa del cual, fuera de quienes de un modo u otro pertenecen al gremio cinematográfico mexicano, casi nadie se entera de que el Ariel será entregado antes de que esto suceda y, en consecuencia, realmente muy pocos se enteran también después de que ha sucedido.

Aparte, claro, de asegurarse primero de que el Ariel pueda seguir existiendo, cosa que hoy no es segura, de acuerdo con lo expresado por Carlos Carrera, flamante director de la AMACC el pasado domingo.

(Continuará)