Opinión
Ver día anteriorDomingo 6 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Oración inatendible
A

cabo de descubrir a Mariana Frenk-Westheim y quisiera nombrarla como una de mis influencias determinantes, a pesar de lo consciente que estoy del absurdo de mi deseo, pues la acción de influir no es voluntaria en ninguno de sus sentidos, el pasivo, de ser influido, y el activo, de influir.

La conocí hace unas cuatro décadas pero no la leí hasta ahora, aunque publicó su libro en 1992, a sus 97 años de edad, algunos antes de que muriera, a los 104, aquí, en la ciudad de México, a donde había llegado huyendo del nazismo en Alemania, su país natal, acompañada por su primer esposo y el hijo y la hija de ambos. Sabía de Mariana como la traductora al español del crítico de arte Paul Westheim, y al alemán de Pedro Páramo. También estaba al tanto de que era la mamá de Margit, figura muy presente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional, donde yo estudiaba, y a quien, entre otros encuentros más informales y amistosos, oí cantar jarchas mozárabes con una voz muy fina que me impresionó, pero no porque ella fuera de una constitución física que contrastara con la delicadeza de aquel canto, sino porque ella me imponía, como suele imponerme la gente culta y mayor que yo que da por sentado que yo también lo soy. Mi vida se ha prestado a que así lo pareciera, por tanto tiempo que viví al lado de Augusto Monterroso, y por mi vida ahora al lado de Vicente Rojo, quienes, ellos sí, han tenido con qué respaldar aquel peso de cultura del que hablo y el de la experiencia, por no decir que los dos han sido amigos cercanos y permanentes, incluso colaboradores, tanto de Mariana como de sus hijos y nietos.

Estas convivencias mías, si no lograron o no han logrado hacerme culta, en cambio me han permitido observar con todo el detenimiento de mi voraz e insaciable avidez de serlo a personas que lo son de forma extraordinaria, como lo fue Mariana Frenk.

Sabía que Mariana era abuela de Luz María, chelista, y del autor de Triptofanitos, a quien, si no lo conocí en persona sino mucho después, y por otros caminos, tenía en alto por haber escrito ese libro, sin contar que no me imponía como su abuela o su tía, no porque no fuera culto, sino porque era de mi edad e incluso más joven, lo cual me otorgaba a mí por lo menos la ventaja de llevar en el mundo de la cultura más años que él.

Es natural que lamente no haber leído a Mariana hasta hoy, cuando ya no es posible desembarazarme de la inhibición que tanto me paraliza, y buscarla de forma directa, sin parapetarme detrás de mis parejas, para observarla detenidamente, para atreverme a platicar con ella de manera natural como, sólo después de haberla leído, sé que ella era capaz de hacer, sobre temas cotidianos para los que es más necesario ser sensible que culto, característica la de la sensibilidad que, para bien y para mal, yo sí podría casi hasta vanagloriarme de ser, o de padecer.

... y mil aventuras, el título del libro de Mariana que me hizo descubrirla, combina la sabiduría del autor apto para escribir aforismos, por una parte, y por otra, con el descuido del verdadero artista, como Mariana, que está dotada para tocar las emociones del lector incluso con los descuidos de lengua de un escritor que escribe en un idioma que no es el suyo de nacimiento, como si hablara por escrito con acento. Sé que se puede sostener lo contrario. Que un escritor que adopta como medio de expresión artística un idioma ajeno a él, lo puede conocer mejor que un hablante genuino de esa misma lengua o nivel cultural; pero también sé que por lo mismo, por dominarla de veras, puede delatarse como extranjero o como parlante hechizo de esa lengua o nivel de lengua (pienso en Eliza Doolittle). Así que aun con desfachatez sostengo lo que digo de ciertos descuidos lingüísticos de Mariana, y porque a mi oído o a mi sensibilidad particular esto le resulta un rasgo particularmente atractivo, que me gusta, quizá porque me permite identificarme más con el escritor que lo tiene que con el que carece de él, me hace más susceptible de recibir su influencia (inflúyeme, Nabokov).

Y de Mariana quiero su conciencia de ser mujer y su orgullo de ser femenina y hasta vanidosa, pero lo que ruego que me sea otorgado es su buen ánimo, que le permite, aun víctima de la persecución como ella lo fue, tanto saber pedir peras al olmo como, regida por igual distracción, obtenerlas.