Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de febrero de 2011 Num: 834

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Lobos
Laura García

Atauriques
Ricardo Yáñez

Reinventar la frontera
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Luis Humberto Crostwhite

Dos poemas
Bernard Pozier

Fantasmas del pasado:
quema de libros en Italia

Fabrizio Lorusso

José María Arguedas: todas las sangres de América
Esther Andradi

Llueve en Coyoacán
Waldo Leyva

Ricardo Martínez a dos años de su muerte
Juan Gabriel Puga

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Del trato vejatorio

Los escándalos mediáticos llevan a ondear, según cada quién, patrióticas oriflamas o patrioterismos soflameros. Que si las sandeces de los conductores de Top Gear. Que si las declaraciones de funcionarios del imperio vecino, la Clinton, la Napolitano, esas arpías, o el gordito fofo Westphal, el subsecretario de la defensa al que se le queman las güeras habas por invadir México con hordas de marines. Que si el chaparrito insufrible Sarkozy, haciendo de las execrables puestas en escena de Genaro García Luna causa de reivindicación del expansionismo francés, para poder dictar acá las leyes de allá sin parar mientes en las víctimas de la brutalidad de una francesita de carita angelical y diabólicas costumbres. Es cierto: a las potencias se les olvida que un país, vecino o lejano, aunque sea pobre, jodido y esté poblado por los que ellos consideran algo así como salvajes sofisticados es eso, un país ajeno, donde no deberían tener vara ni voz ni voto y, si acaso, apenas muy comedidas maneras de pedir las cosas o de ofrecer su visión, casi siempre distorsionada, de la realidad de ese país lejano, aunque esté apenas al otro lado de un muro, atrasado, exótico que mueve a morbo sazonado con estereotipos manoseados hasta el aburrimiento: que si salvajes, que si panzones, que si huevones ensombrerados.

Pero con qué cara ponemos el grito en el cielo, si México mismo es el infierno. Que lo digan cientos de miles de centroamericanos que a su paso por este país, buscando llegar a nuestra frontera norte, dejan en el camino el pellejo, la dignidad, la libertad y la ilusión. De eso poco o nada en los noticieros de Televisa y TV Azteca, ninguna imagen en los estúpidos promocionales de turismo en México, donde en cambio todo es colorido, sonrisas, bellos paisajes y chiles en nogada, con sus rubíes de granada encima.

México es también un espinoso territorio de grosería, desencuentro y vulgaridad. La convivencia entre la gente suele ser áspera en las calles, no se diga en el tráfico saturado del Distrito Federal, en Guadalajara, en Tijuana o en Xalapa; mentadas de madre, frenazos, claxonazos, leche agria. El medio urbano mexicano es la jeta de la degradación, mientras los medios masivos parecen dedicados a tugurizar la información y el entretenimiento, en pos de una consigna y una sola: hacer dinero a costa de lo que sea, aún de emporcar el pensamiento colectivo.

Hay basura regada por todos lados, en calles, carreteras, el campo. La mayoría de las calles incuban baches, los asfaltos son de tercera, las aceras suelen estar rotas, incompletas, incómodas. Si no planeamos prácticamente nada para los peatones –siempre hacen falta puentes peatonales y donde los hay los cruzamos por abajo, a lo pendejo, aunque en ello nos vaya la propia vida–, entonces ni de lejos esperar vialidades para discapacitados, si basta ir a cualquier almacén, a cualquier centro comercial del país para ver a una gorda vacuna, a un júnior cagón estacionando su camionetota lujosa en el sitio reservado para personas con necesidades especiales.

Ni siquiera protestamos cuando el trato vejatorio nos es administrado en dosis diaria, convertido en cosa de todos los días en una oficina de gobierno, en un banco, en una clínica del Seguro Social o en una escuela federal. Ni cuando pagamos un consumo protestamos por las vejaciones a las que suelen someternos, por ejemplo, los detestables cadeneros de los centros nocturnos, esos simios que con criterio cromañón y racista deciden quién entra y quién no. O en almacenes donde vamos a gastar dinerales, como Sam’s Club, Costco y Home Depot, todos de origen gringo, todos culpables de la ruina de miles de pequeños comerciantes en el país, donde a la salida, a pesar de haber pagado –y caro, muy caro– lo que compramos, invariablemente son revisadas nuestras mercancías, no sea que les hayamos robado algo. Y si protesta uno, los achichincles, siempre socorridos por micos con uniforme y sin criterio, argumentan idioteces como afirmar que la revisión es en bien de uno, el que consume y paga, para ver “que le hayan puesto lo que compró”, como si uno mismo fuera tan estúpido que es incapaz de reconocer la propia compra. Imbéciles.

Lo vejatorio está en todos lados. Tratamos mal y somos maltratados casi todo el tiempo. Pero esa es la mueca oculta de una sociedad que se mesa los cabellos y rasga los vestidos, porque simplemente la discordia es tanta que de vez en vez se asoma y se refleja en la mirada extranjera. Aunque la maquillemos, dialécticamente tontos.