Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de febrero de 2011 Num: 834

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Lobos
Laura García

Atauriques
Ricardo Yáñez

Reinventar la frontera
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Luis Humberto Crostwhite

Dos poemas
Bernard Pozier

Fantasmas del pasado:
quema de libros en Italia

Fabrizio Lorusso

José María Arguedas: todas las sangres de América
Esther Andradi

Llueve en Coyoacán
Waldo Leyva

Ricardo Martínez a dos años de su muerte
Juan Gabriel Puga

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ana García Bergua

La señora que roba piedras

Una de las cosas que alegran mi vida es vivir en una calle empedrada y que, hasta el momento, a nadie se le haya ocurrido ponerle adoquín, ni asfalto, ni nada que se le parezca. Trabajo mirando el paisaje del empedrado, al que bordea un trozo del muro de ladrillo de la mansión de al lado (el muro perteneció a la fábrica de papel de Coyoacán), y así disfruto de las materias nobles de que puede estar hecho el mundo. No es que mi calle sea muy bucólica, pero por lo menos los innumerables coches que en ella se amontonan tienen que adaptarse al empedrado y no al contrario: ni una piedra se sacrifica a la histeria automotriz y si algunos arriesgan la suspensión corriendo por el empedrado como si fuera el Periférico, pues allá ellos.

Lo que nunca imaginé fue que no serían los autos quienes amenazarían el hermoso empedrado, sino una simple señora, una de esas señoras que andan con su camioneta por la ciudad sin que uno imagine que la lámina alberga un monstruo. Aquella señora nada ejemplar detuvo casi frente a mi ventana una gran camioneta plateada y bajó de ella con la decisión de quienes tienen una idea peligrosa. Luego abrió la cajuela, se arremangó la blusa y se dispuso a llevarse las bonitas piedras de río que pavimentan mi calle, grandes y redondas, y que indefectiblemente, por algún problema del terreno, se sueltan en un punto por donde pasan los coches. Será que ahí abajo no hay tierra que sustente el cemento que las une y así se forma un hoyo que las propias piedras suelen recubrir, amontonadas, permitiendo a los autos pasar y a nosotros soñar con los antiguos manantiales que animaron el barrio de la Conchita en otros siglos. La señora –indumentaria práctica, mona, cola de caballo, pinta de soccer mom– estudiaba cada piedra, la zafaba, la cargaba con esfuerzo y la echaba a la cajuela con singular entusiasmo. Se la veía poseída de una rara determinación, como si en la mente tuviera una obra, una idea. Yo la miré por la ventana, primero sin creerlo, pues era la primera vez en mi vida que veía a alguien robar piedras. Pero pronto hubo algo que me molestó terriblemente, además del hecho de que desbaratara nuestro paisaje de lecho de río: cierto talante cínico, utilitario. No mostraba la actitud furtiva de quien sabe que está haciendo mal. Por el contrario, estudiaba cada piedra con calma, medía el peso, el tamaño, a ver si se adecuaba a sus fines: ¿una pequeña carretera casera?, ¿un estanque para cocodrilos? (seguro tenía cuatro), ¿una pirámide para colocar algún gigante de Tula robado con la misma desfachatez?, ¿una fogata para quemar vivos a sus vecinos? Luego de enfurecerme mirándola y de tratar inútilmente de sacarle comprometedoras fotos con mi celular, llegué a la conclusión de que debía decirle algo, o por lo menos hacerle ver que esas piedras no son suyas, ni de nadie, sino de la calle y la comunidad. Al salir me encontré con mi vecina y le conté que una mujer estaba robando las piedras. ¡Pero si no son suyas!, exclamó, igual de pasmada que yo. Cuando le dije que pensaba detenerla, me aconsejó que no lo hiciera. No es bueno enfrentarse así como así a alguien que roba piedras, puede ser peligroso. Es verdad, pensé, te puede aventar alguna, como mínimo. Y ha de ser doloroso. De todos modos no fue necesario. Nuestro portero había tratado de detenerla y ella se escapó, miserablemente, con nuestros cantos rodados y robados. El portero nos dijo que era la segunda vez que cachaba a la ladrona de piedras. La había acechado, sigiloso, escondiéndose tras los arbolitos para pescarla, pero la muy ladina lo vio y huyó con rapidez en la camioneta plateada. Otra vez el maldito temperamento práctico: no pensaba gastar un minuto en rogar, en discutir, déjeme llevarme una, ándele. Nada: seguro piensa regresar a por más.

Yo me imaginé a la mujer, más tarde, mirando orgullosa el montón de cantos rodados que nos esquilmó a los coyoacanenses y a los que caminan por Coyoacán, a los que disfrutamos del empedrado. Pensando, quizá, que le faltan cinco o seis más para adornar su charco para víboras, su cueva rústica, su pecera para tiburones, su infierno empedrado de malas intenciones. Y sin pensar que está robando algo de la comunidad, o que no le importa. Pensé en los que, hace años, se robaron una noche la cruz de la iglesia de la Conchita, obligándonos a convivir con un simulacro; seguramente se pudre en el jardín de una señora similar, que está segura de que su casa es de muy buen gusto.