Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de febrero de 2011 Num: 832

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La escritura al margen
Adriana Cortés entrevista con Clara Obligado

Los secretos revelados del romano Palacio Farnesio
Alejandra Ortiz Castañares

Remedios Varo:
poesía en movimiento

Guadalupe Calzada Gutiérrez

In memoriam (1975)
Héctor Mendoza

Héctor Mendoza,
la espiral y el laberinto

Miguel Ángel Quemain

El quehacer escénico de Héctor Mendoza
Juan Manuel García

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Cajuelas

La mujer que nos quiere vender un coche pondera sus cualidades: el tamaño, la velocidad, el ahorro de gasolina, el precio casi difuminado en miles de pagos módicos que se eternizan por años y años. Anímense, insiste, y nos lleva a verlo a la azotea de la concesionaria. El coche es tan plateado que parece azul, tiene seguros automáticos, manera de ser localizado por satélite en caso de que lo roben y un detalle muy llamativo: se puede abrir la cajuela desde adentro. Si tiene usted la mala suerte de que lo encajuelen, señala, se puede liberar. Nosotros nos quedamos helados. Nos despedimos lo más amablemente que podemos. Ese coche, sin duda, atrae la mala suerte.

Estoy segura de que ahora mismo, mientras escribo, bastantes personas en México se encuentran encerradas en una cajuela, a la espera de que otros decidan si las liberan, si las dejan ahí para siempre, si hacen como James Cagney en una película de los años veinte o treinta en la que el gran actor encarnado en gángster disparaba con displicencia a la cajuela de un enemigo secuestrado, mientras comía un sándwich. No sé cuántos encajuelados sobrevivirán a los designios de sus victimarios y podrán, al final, abrir la cajuela desde dentro y salir a parajes desconocidos para pedir socorro.

También pienso en Axkaná González, uno de los protagonistas de La sombra del caudillo, la gran novela de Martín Luis Guzmán que en estos tiempos violentos viene a la memoria de manera inevitable. Axkaná no es encajuelado, pero casi: impedido de moverse y con los ojos vendados, mientras le encañonan la sien con una pistola, es trasladado a un lugar lejano donde los enemigos políticos de su amigo Ignacio Aguirre, en nombre del todopoderoso Caudillo que se refería a Álvaro Obregón, lo torturarán. Durante el trayecto, en medio de su obligada oscuridad en el piso del automóvil, Axkaná trata de distinguir la ruta que toma el auto de sus secuestradores. A ojos cerrados, Martín Luis Guzmán dibuja en esa escena un mapa de Ciudad de México de los años veinte, que a pesar de la situación violenta en que transcurre, resulta evocador a estas alturas: de la columna de la Independencia a la colonia Cuauhtémoc, hacia Chapultepec, y luego hacia el Desierto de los Leones. “Aquel último enlace de accidentes era para Axkaná cosa muy conocida; la identificó en el acto. Un poco más lejos la relacionó inequívocamente con otras peculiaridades topográficas a cuya aparición se adelantó prediciéndolas. ‘Sí –pensaba–; vamos por el camino del Desierto’, y dentro de las tinieblas de la venda se le iluminó el paisaje: de nuevo sabía por dónde lo llevaban.”

¿Cuántos encajuelados o prisioneros en el piso de diversos automóviles tratarán de distinguir a dónde los conducen en medio de la asfixia y la oscuridad?¿Cuántos no alcanzan a elaborar jamás ni un triste mapa de su destino? ¿Cuántos pueden decir que saben por dónde los llevan? A veces siento que estamos todos un poco así en el país; encajuelados, tratando de discernir a tientas por dónde nos llevan, entre grupos armados que se disputan el poder. Como en ese México de Martín Luis Guzmán en el que hasta los diputados iban empistolados y donde las armas salían a relucir a la menor ofensa. Como dice Aguirre en una parte de la novela: “Creen muchos que en México los jueces no hacen justicia por falta de honradez. Tonterías. Lo que ocurre es que la protección a la vida y a los bienes la imparten aquí los más violentos, los más inmorales, y eso convierte en una especie de instinto de conservación la inclinación de casi todos a aliarse con la inmoralidad y la violencia. Observa a la policía mexicana: en los grandes momentos siempre está de parte del malhechor o es ella misma el malhechor. Fíjate en nuestros procuradores de justicia: es mayor la consideración pública de que gozan mientras más son los asesinatos que dejan impunes. Fíjate en los abogados que defienden a nuestros reos: si alguna vez se atreven a cumplir con su deber, los poderes republicanos desenfundan la pistola y los acallan con amenazas de muerte, sin que haya entonces virtud capaz de protegerlos…”

La mujer que nos trataba de vender aquel coche no se acabó de dar cuenta, quizá, de que en esa cajuela se reflejaba la normalización de la violencia y el desprecio por la vida humana que estamos presenciando: nadie debería estar intentando abrir la cajuela de un auto desde adentro, o quizá sí, pero ahora, en México, ese detalle significa una cosa terrible.