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Auge de las memorias del cáncer, ejemplo del interés por las patografías en primera persona

Escritores se atreven a desglosar el drama del cuerpo afligido por la enfermedad

Los motivos de autores como Fanny Burney, Oliver Sacks o Hilary Mantel, van de la necesidad de explicar a cuestionar la supuesta naturaleza edificante del padecimiento

The Independent
Periódico La Jornada
Domingo 6 de febrero de 2011, p. 3

Cuando, un día soleado de principios de la década de 1980, el neurólogo y escritor inglés Oliver Sacks (Despertares) perdió pie en la cima de una montaña de Noruega y sufrió una caída que le dejó baldada y paralizada la pierna, se dio cuenta de la instantánea e irreal disyuntiva entre su ser sano –médico eminente, intrépido excursionista con un cuerpo en perfectas condiciones– y el ser enfermo y deshilachado en que se convirtió al momento del resbalón.

Así como las piedras sueltas se movían calamitosamente bajo sus pies, también su sentimiento más interno de identidad perdió asidero de pronto: Un cambio así, tan de súbito, es difícil de comprender, y la mente se esfuerza por buscar explicaciones.

Además de plantear profundas dudas acerca de la base física de la identidad, Sacks da rienda suelta a un antiguo impulso literario de analizar las causas y efectos de la enfermedad debilitante en su memoria A Leg to Stand On (publicada en español por Anagrama con el título Con una sola pierna), que se reditará en Gran Bretaña en septiembre próximo. En momentos en que los escritores se ven impelidos a describir sus tribulaciones, los lectores contemporáneos se ven cada vez más atraídos hacia los relatos personales de sufrimiento, como atestigua la popularidad de las memorias del cáncer.

Narradores del sufrimiento

Mientras en 1926 Virginia Woolf, postrada en cama, escribía sobre la escasez de relatos literarios sobre la enfermedad, las décadas pasadas han presenciado una creciente preocupación por las patografías en primera persona. Esto se ha extendido al drama popular, con nuevos programas como The Big C y Breaking Bad, de HBO, cuyo tema central es la enfermedad terminal. Sin embargo, dentro de la tradición de las memorias literarias, estos proyectos parecen haber sido impulsados por la necesidad de describir y descargar, así como por el deseo de Sacks de explicar. El arco narrativo intrínseco de la enfermedad crítica la predispone al relato. En el drama del cuerpo afligido existe un principio –la caída de Sacks, los primeros síntomas de dedos dormidos en la enfermedad innombrada de Hilary Mantel, el diagnóstico de cáncer de seno en la poeta Jo Shapcott–, así como las posibilidades de revelaciones profundas, emociones épicas, finales trágicos. Siddhartha Mukherjee, especialista en cáncer en Nueva York, describe esta propensión narrativa intrínseca en su biografía del cáncer, The Emperor of all Maladies (El emperador de todos los males, inédita en español). Nombrar una enfermedad es describir cierta condición de sufrimiento: un acto literario antes que médico. Un paciente, mucho antes de volverse sujeto de escrutinio médico, es en un principio un simple contador de historias, un narrador del sufrimiento, un viajero que ha visitado el reino de la enfermedad. Para aliviar una enfermedad, uno debe comenzar por descargar la historia.

Esta necesidad de descargarse fue ilustrada en forma por demás gráfica en el recuento que Fanny Burney hizo en 1811 de su mastectomía, a la cual se sometió sin anestesia y que es desde entonces el prototipo de una memoria del cáncer. No busca ofrecer visiones sicológicas de la enfermedad (se discutía si en realidad tenía cáncer de seno), sino encapsula un deseo de recontar el horror físico del procedimiento médico, ejecutado por siete hombres de negro al estilo de una operación en el campo de batalla.

La descripción de Burney, explicando con precisión de carnicero cómo le van descuartizando y retirando el seno y raspando del esternón toda la carne restante, fue escrita a vuelapluma en una carta a su hermana. En ella sugiere que su deseo de recordar la ordalía no es del todo explicable, ni siquiera para ella, y sin embargo es necesario. “Mi queridísima Esther, no por días ni por semanas, sino por meses no pude hablar de este horrible asunto sin casi volver a sufrirlo… no me atrevo a revisar ni a leer, la evocación es muy dolorosa”.

Los escritos de Virginia Woolf sobre la enfermedad van más allá de la descripción explícita que hace Burney del sufrimiento. Su ensayo On being ill (inédito en español), aparecido en la revista Criterion de TS Eliot en 1926, es un manifiesto de reflexiones literarias sobre la enfermedad, que le parece comparable a los temas épicos del amor, la muerte y la venganza en la literatura clásica.

También equipara su sufrimiento a una sensibilidad más alta, hablando de su lecho de enferma como un lugar de iluminación délfica. El solitario inválido, sugiere, tiene acceso a mundos que una persona sana no posee. “Creo que estas enfermedades son en mi caso… ¿cómo expresarlo? En parte místicas. Algo ocurre en mi mente”, escribe. La crítica Hermione Lee observa que Woolf atribuye a la enfermedad el valor de un énfasis reiterado en sus efectos liberadores y creativos. Esta elevación del padecer, y del aprender por medio de él, tiene ecos del sufrimiento cristiano, que muchos pensadores han encontrado sumamente problemático en la cultura occidental posreligiosa. Barbara Ehrenreich vocifera contra la visión romántica que confiere cualidades positivas de transformación a una enfermedad que amenaza la vida. En sus investigaciones sobre el cáncer de seno, que vinieron después de un diagnóstico de la enfermedad y dieron por resultado su libro Smile or Die (inédito en español), arguye contra una industria de pensamiento positivo que da a entender que quienes sufren pueden apartarse de la sensación de enfermedad por pura fuerza de voluntad. La conspiración de que el cáncer puede ser una experiencia asombrosamente liberadora, dice, está construida alrededor de una mentira similar que se creó en torno a la tuberculosis en el siglo XIX, cuando se le dio un aura romántica como sinónimo de la sensibilidad más alta.

“En ese tiempo me sentía oprimida por la idea de que debía tener una actitud positiva y encontrar enriquecedora la experiencia. Sentí que había entrado en un mundo muy peculiar y estaba allí con mi carpeta de apuntes, como si fuera antropóloga. De esa forma podía distanciarme de mí misma. Fue interesante ver cómo el hecho de que se trataba de una enfermedad mortal quedaba cubierto con kitsch y sentimiento. Me irrita la idea de mirar al cáncer de seno como un don. La experiencia probablemente me hizo más cínica, maligna y desconfiada.”

La polémica de Ehrenreich contra aspectos de la industria del cáncer sigue adelante en muchas formas, a partir de la crítica seminal de Susan Sontag sobre la semiótica de la enfermedad, a finales de la década de 1970. En Illness as Metaphor (La enfermedad como metáfora, hay edición en español), recientemente reditada, Sontag sostiene que la enfermedad se interpreta como un suceso esencialmente sicológico, y se alienta a las personas a creer que se pueden enfermar porque en su inconsciente) lo desean, y que se pueden curar mediante la movilización de la voluntad, que pueden elegir no morir de la enfermedad.

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En 1926 Virginia Woolf, postrada en cama, escribía sobre la escasez de relatos literarios sobre la enfermedadFoto Archivo

La idea se mantuvo a flote por el concepto de una personalidad del cáncer, que capitalizaba la creencia de que algunas personalidades son más propensas a contraer cáncer que otras, y algunas más inclinadas a vencerla que otras. Eso ponía la carga de la responsabilidad sobre el paciente: sugería que podía vencer al mal si en verdad lo deseaba.

Del mismo modo, indica Sontag, la tuberculosis se estetizó en el siglo XIX. Ese padecimiento, como la tristeza que lo acompaña, volvían interesante a la persona. Estar triste era una marca de refinamiento, de sensibilidad, escribió. Esa visión romántica del mal es notablemente similar a la visión de Woolf del enfermo como un vidente, de la enfermedad como revelación.

En su ensayo Ink in the Blood (Tinta en la sangre, inédito en español), la escritora británica Hilary Mantel cuestiona la supuesta naturaleza edificante de las verdades reveladas por un padecimiento: La enfermedad nos desnuda hasta dejarnos en nuestro ser auténtico, pero en realidad no necesitamos conocerlo. Se concede demasiada importancia a la autenticidad. Aprendemos con dolor a vivir en el mundo, y a ser falsos. Luego todas nuestras defensas son derribadas de un golpe. En la enfermedad no podemos evitar saber sobre nuestro cuerpo y lo que hace, su aspecto animal, sus exigencias. Vemos cosas que nunca deberían ser vistas; nuestro interior se vuelca al exterior, las tuberías y bóvedas del desagüe del cuerpo quedan a la vista, como en un grabado en madera de nuestro propio martirio.

Vivencia inspiradora y repugnante

Para Mantel, el conocimiento más profundo del ser auténtico que percibe el paciente es perverso y antinatural. Su deseo al escribir sobre su enfermedad no es comunicar una verdad superior, ni perseguir su propia ambulancia, frase que toma prestada de Jo Shapcott y que es taquigrafía de esas memorias que detallan las minucias del sufrimiento, el tratamiento y la recuperación, sino contemplar la línea entre la escritura y la supervivencia física.

La inglesa Shapcott, quien ganó la semana pasada el premio Costa por su colección de poesía Of Mutability (Sobre la mutabilidad, inédita en español), concebida después que fue diagnosticada de cáncer de seno, dice que no quiere documentar en forma alguna su ser enfermo. Escrito en un tono que es por momentos juguetón, reflexivo, humorístico y doloroso, el libro contiene temas que giran en torno al cáncer, pero nunca lo nombran.

Of Mutability no menciona una sola vez las palabras ‘cáncer de seno’. No se refiere a ese mal ni a ninguna enfermedad en particular, sino es más bien una serie de meditaciones sobre la mortalidad. Es resultado de lo que la enfermedad le hace a uno, y de ver el mundo en forma diferente (a partir de ella)”, expresa Shapcott.

La idea de que una enfermedad aguda conduce a un cambio en la sensibilidad no choca necesariamente con la sugerencia de Ehrenreich de que también empequeñece el espíritu o vuelve más malo a quien la sufre. No veo por qué la enfermedad no podría ser ambas cosas: iluminadora y a la vez repugnante y horrible. Cualquier experiencia intensa o extraordinaria, sea positiva o negativa, lo cambia a uno. No es una idea romántica: los escritores siempre han escrito sobre lo que los afecta; la enfermedad es parte de la experiencia humana.

La escritora estadunidense Sarah Manguso, quien a los 21 años fue diagnosticada con una enfermedad autoinmune que la dejó debilitada durante nueve años (seguida por un periodo de trastorno bipolar), persigue su propia ambulancia sin ninguna vergüenza.

En su memoria The Two Kinds of Decay (Dos clases de decadencia, inédita en español), escribe visceralmente sobre los detalles de su padecimiento: los cortes y la inserción de sondas, las heridas sangrantes, las minuciosas sesiones de limpieza de sangre, la pérdida de cabello y el aumento de peso, los gritos internos y los aullidos desesperados de otros en el pabellón de hospital.

Dice que durante años evitó escribir de su enfermedad porque el tema parecía estridente, obvio, trivial, vergonzosamente personal. Luego, en 2006, escribí un ensayo sobre las clases sociales que mencionaba la sonda que llevaba en el corazón. Cuando lo terminé, supe que tenía que escribir más acerca de esa sonda.

Su libro concilia en forma confortante puntos de vista en apariencia opuestos: que la enfermedad rebaja el ánimo o lo eleva. “Hubo momentos –escribe– en que me gustaba mi rara enfermedad porque era prueba irrefutable de lo especial que yo era. Porque era prueba de que mi muerte, el fin de mi enfermedad, cuando ocurriera y en cualquier forma que llegara, sería algo notable.”

Sin embargo, también está la idea contraria: Lo más duro que he hecho y que tendré que hacer en mi vida ¡me había vuelto una peor persona! No se suponía que debiera funcionar así. Se supone que la tribulación fortalece a las personas, las hace irradiar piedad; son líderes de su clase. Tendría que hacer cosas más duras antes que mi autoestima perdiera el aire maligno que la había inflado.

Esta tensión entre la pérdida y el encuentro de uno mismo en la enfermedad pone en pugna visiones antagónicas: John Donne describió su lecho de enfermo como una tumba, un lugar diabólico del no saber (no hago nada, no sé nada de mí mismo). Shapcott y Manguso consiguen revelaciones que tal vez no sean epifanías como las de Woolf, pero ninguna es un hoyo negro que sólo contenga oscuridad.

“Si uno contempla el abismo –escribe Sacks (citando a Nietzche), el abismo lo contempla a uno también.” Hay solaz en ese acto, sugiere; involucrarse con el abismo personal de uno mismo puede conducir a un no saber, un no hacer, pero tal vez también a otras posibilidades.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya