¿Qué pasa en México?

 

John Reed

 

En primer lugar, dejemos las cosas claras sobre si el pueblo mexicano está luchando únicamente porque es pendenciero o porque quiere algo que no puede conseguir de otra manera. Es evidente que a quienes desean la intervención y la anexión de México les interesa difundir la idea de que ésta es una “revolución de opereta”. Quienes deseen saber la verdad de primera mano deben hacer lo que yo hice: recorrer el país, sobre todo con el ejército constitucionalista, y preguntar a las gentes por qué están luchando y si les gusta la revolución como manera de vivir.

Se sorprenderán al descubrir que los peones están hartos de la guerra, que, por raro que parezca, no les gusta pasar hambre, sed, frío, necesidades ni sufrir heridas sin que les paguen durante tres años; que eso de perder sus hogares y de pasar años sin saber si sus mujeres y sus hijos están vivos no les hace mucha gracia.

Pero, por supuesto, lo que cuentan los concesionarios extranjeros se parece mucho a ese otro argumento tan familiar en este país nuestro: que la razón por la que los patrones no pagan mejores salarios es que los mexicanos no sabrían en qué gastarlos, porque su nivel de vida es muy bajo. Pero cuando se le pregunta a la gente por qué lucha, a menudo la respuesta es que “vale más luchar que trabajar en las minas o como esclavos en las grandes haciendas”.

He visitado esas minas, donde las casuchas de los trabajadores son infinitamente más espantosas que las de los cinturones de miseria de los pueblos mexicanos. Doy un ejemplo, las propiedades de la American Smelting and Refining Company, en Santa Eulalia, donde se construyó una iglesia para contentar a los trabajadores mientras que al mismo tiempo aplasta las huelgas sin piedad y mantiene a aquellos pobres diablos en los barracones más asquerosos; allí, las relaciones entre mineros y operadores son “tan buenas” que éstos no se atreven a aparecer por el pueblo al caer el día.

 

No se trata de una revolución de la clase media, sino de una lenta y progresiva acumulación de quejas de los peones, la clase más baja del país, que por fin ha estallado. Si se les pregunta a veinte de ellos al azar, ni uno solo dejará de decir por qué está luchando: por la tierra.

Poco a poco, los propietarios libres de impuestos de las grandes haciendas, originalmente creadas por concesiones de tierras de la Corona española, han ido absorbiendo las tierras comunales de los pueblos, el campo abierto y las pequeñas fincas independientes, y al pueblo no le ha quedado otra elección que ser esclavo en las grandes haciendas o renunciar a cualquier futuro. A veces, el gobierno nacional entregaba valles enteros como concesiones a capitalistas extranjeros o declaraba zonas enteras abiertas para la colonización sin tener en cuenta a quienes vivían en ellas, como sucedió con las tierras de los yaquis en Sonora, un acto que convirtió a una etnia de agricultores, que había vivido en paz a lo largo de trescientos años, en una tribu guerrera que no ha dejado de resistir desde entonces.

La culminación de este proceso fue la infame ley de tierras de 1896, de la que es responsable Porfirio Díaz. Esa ley permitía la reclamación de todas las tierras de la República que no tuviesen atribuido un título legal de propiedad. La cínica criminalidad de esa ley sólo salta a la vista cuando uno considera que tres cuartos de las pequeñas fincas independientes, e incluso la propiedad de los pueblos, eran de peones demasiado ignorantes como para saber lo que significa un título de propiedad de unas tierras que sus antepasados ya labraban desde hace cuatro generaciones sin que el gobierno nunca se las hubiese reclamado. Ésas son las gentes a quienes los grandes propietarios despojaron de sus hogares y las obligaron a elegir entre morirse de hambre o ser esclavos. Y cuando se negaban a irse, regimientos enteros de soldados federales caían sobre ellos y los exterminaban. Sé de un caso en el que cuatrocientas familias fueron literalmente masacradas para que un hombre que ya poseía seis millones de hectáreas de tierra pudiese añadir unas cuantas más a su hacienda.

No permitan que nadie les diga que en las batallas mexicanas no hay muertos, eso es un chiste, porque los mexicanos no son sólo valientes, sino quizá el pueblo más valiente y temerario del mundo. Los he visto avanzar por la ladera de una colina de 400 metros de altura haciendo frente a la artillería; los he visto hacerlo siete veces y, en cada una de ellas los masacraron; he visto cómo avanzaban a pie, armados únicamente con bombas de mano, y atacaban un corral defendido por mil doscientos hombres que les disparaban desde troneras y cinco nidos de ametralladoras; lo hicieron ocho veces y prácticamente ninguno de ellos regresó de cada uno de los ataques.

¿Han oído alguna vez a uno de esos compatriotas que, cuando se refieren a los “condenados latinos”, dicen que “un yanqui vale por veinte mexicanos” o que son “una raza sucia, ignorante, traidora, cobarde e inmoral”? Durante dos semanas estuve marchando con un centenar de antiguos bandidos, quizá la compañía de peor reputación en todo el ejército constitucionalista, que también odian a los gringos. No sólo no me robaron nada esos pobres harapientos, inmorales y sin sueldo, sino que no permitieron que comprase comida ni tabaco. Me prestaron sus caballos y sus sábanas para dormir.

Los mexicanos son uno de los pueblos más generosos y con más buen corazón que conozco. Son grandes, buenos jinetes, buenos tiradores, buenos bailarines y buenos cantantes. Aguantan a diario lo que haría desertar a un soldado yanqui y nunca se quejan. Y déjenme decirles: excepto en tiempos de guerra prácticamente ningún extranjero corre peligro de que lo maten o lo secuestren en México. Y en cuanto a los ataques a extranjeros, los mexicanos no opinan nada de los asesinatos de latinos en el lado yanqui de la frontera con Texas. Durante los últimos diez años ha habido tantos ataques a ciudadanos de México en Texas y California como para haber justificado cincuenta veces una intervención del ejército mexicano. Puedo darles una lista de todos ellos si me la piden.

 

Basta con investigar quiénes preconizan la intervención para enterarse de que son texanos o bien gente que ya posee grandes intereses en México o esperan poseerlos al abrigo de nuestra bandera. O quizá sea algún hombre de negocios yanqui de los que viven en México, que son lo peor de lo peor. Porque los hombres de negocios yanquis en México son una auténtica vergüenza. Desprecian a los mexicanos por ser diferentes, parlotean de nuestras intenciones democráticas y, al mismo tiempo, afirman que los peones deberían trabajar para ellos a punta de pistola. Se jactan en privado de nuestra superioridad y luego se ponen del lado del partido que esté en el poder.

Los otros extranjeros que hay en México suelen apoyar al opresor, pero al yanqui se lo puede ver en la sala de audiencias del palacio a todas horas para que le protejan su pequeña inversión.

Cada vez que oigan que alguien se refiere a Porfirio Díaz como el “gran educador” o el “estadista guerrero”, estén seguros de que conocen a uno de esos que “han vivido en México desde hace quince años”, así que salgan corriendo, pero no antes de decirle que la prueba de la barbarie del régimen de Díaz es que fracasó y que ninguna de las grandes repúblicas sudamericanas progresó menos que México durante su caritativo mandato.

 

 

Versión del artículo publicado por el periodista estadunidense en la revista Masses en junio de 1914 y traducido al castellano por Manuel Talens. El texto completo puede leerse en la edición electrónica de Ojarasca y en el sitio de la red de traductores por la diversidad lingüística www.Tlaxcala-int.org

 

OJARASCA

Hombre tarahumara (rarámuri). Foto: John Running