Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Muestra

La mirada invisible

M

aría Teresa, celadora en el Colegio Nacional de Buenos Aires, institución educativa para jóvenes de clase acomodada, escucha atenta la filosofía de los directivos del plantel, la misma que rige en la Argentina de la dictadura militar que va de 1976 a 1982: Siempre que se gana una batalla hay que limpiar los últimos focos de subversión, pues bien es sabido –insiste la sabiduría castrense– que no hay victoria más completa que aquella que se logra sin haber tenido que llegar a la batalla.

Se trata, pues, de aplicar una política de represión continua que extirpe de raíz el veneno de la disidencia, una operación quirúrgica de prevención y aniquilamiento programado que incluye persecuciones, arbitrariedad, torturas y crímenes de Estado. En las primeras escenas, el director de La mirada invisible, Diego Lerman, sitúa en un colegio el clima de terror y delación política que vive el país en esos años.

El año es 1982 y el fin de la dictadura es inminente. Afuera del plantel se escucha el estruendo de los motines y la represión policiaca. La cámara no abandona un instante el claustro rigurosamente controlado. La joven de 23 años asume con diligencia y celo excesivo sus labores de supervisión de la conducta del alumnado en ese colegio que es un microcosmos del país y el orden instaurado, de la represión y la censura.

En ese lugar María Teresa, Marita (estupenda Julieta Zylberberg), descubre su propia frustración sexual. Al tiempo que se muestra severa con los alumnos, dócil con sus superiores, implacable consigo misma, la celadora experimenta una intensa atracción erótica por uno de los alumnos, y de modo general una curiosidad por la actividad de éstos en los baños del plantel.

Escondida en un retrete espía sus faenas íntimas, y cuando tiene cerca al objeto mayor de su deseo, se extasía aspirando el aroma de su nuca, gozando la menor ocasión de un roce masculino. Esos placeres secretos los paga castigando ritualmente su propio cuerpo. Así va la lógica de esta represión sexual vivida en el marco de un clima de terror político.

La película de Diego Lerman construye un clima asfixiante y pesado, posiblemente el más sugerente de cuantas películas argentinas se han realizado sobre el periodo de la dictadura militar. Basada en Ciencias morales, la estupenda novela de Martín Kohan (Editorial Anagrama, 2007), La mirada invisible explora la conducta alterada de esta celadora de comportamientos ajenos. El rigor casi castrense y ese goce inconfesable al que se abandona la protagonista, con los flagelos morales que se impone, semejan un poco –guardadas las distancias– a lo que muestra el austriaco Michael Haneke en La pianista.

El torturado personaje de Marita no maneja con frialdad perfecta sus emociones y arrebatos, como lo hace Isabelle Huppert; su suerte, muy distinta, reúne humor negro y patetismo. Ella es, como muchos de sus compatriotas, el objeto de un inmenso engaño oficial, convenientemente arropado con el burdo fervor patriótico de la guerra de las Malvinas.

Las escenas finales de la cinta son magistrales, como también el trabajo de fotografía y sonido. Diego Lerman ofrece aquí la mejor de sus realizaciones.