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Ver día anteriorJueves 14 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pub, com y dinero
L

a actualidad literaria, si ésta existe o puede existir y significar algo, pues la literatura debería tener por meta escapar a ese tiempo efímero, lleva a las vitrinas de las librerías los volúmenes a la moda. En Francia, el fenómeno se ha reforzado con los premios literarios. Cada año, poco antes de las fiestas navideñas, facilitan a los tan correctos consumidores perdidos ante la avalancha de los productos en venta, la elección de los volúmenes que les dará la dicha de regalarlos a su familia, a sus amigos, en el caso de que aún deseen decorar su árbol de Navidad con esos objetos anacrónicos: los libros.

La cuestión literaria y, sobre todo, comercial que se plantea en París, con la aparición de la novela más reciente de Michel Houellebecq, La carte et le territoire, es saber si el libro, publicado por Flammarion, obtendrá el premio Goncourt. Cuestión altamente metafísica, pues se trata de dinero. Se sabe que este premio (rechazado en 1953 por el escritor Julien Gracq, amigo de André Breton, quien despreciaba, como todos los verdaderos surrealistas, la prostitución que es inclinarse ante las leyes del comercio y una gloria adulterada ajena a la literatura) produce mucho dinero. El público francés, este pueblo tan independiente, individualista, rebelde, casi anarquista, compra con docilidad notable las obras coronadas por los premios. A sabiendas de que los jurados del premio se hallan bajo el poder de algunos editores, o que los apostadores hacen trampa, poco importa, compran. Y el día de hoy sólo eso cuenta. Comprar, vender. Un libro es un producto como cualquier otro en el mercado.

El contenido más significativo de la novela de Houellebecq es el papel predominante del dinero. La historia comienza con un fotógrafo, Jedd, quien trabaja sobre los retratos de dos pintores: Jeff Koons y Damien Hirst. La selección de estos artistas no es anodina: uno y otro son menos conocidos por su obra que por haber batido los récords de los precios en dólares pagados en salas de venta pública como Christie’s o Sothebys. En suma, campeones del Guinnes de récords más bien que de la historia del arte.

Ahí comienza la novela de Houellebecq, y ahí termina –a pesar de sus 400 páginas. Con el dinero, único valor restante, ley infranqueable del nuevo orden mundial. El amor, la amistad, la revolución, el porvenir: aspiraciones anacrónicas, si no ridículas. Anticuadas.

Detalle y anuncio publicitario al posible lector tan a la moda: la novela es lúgubre. Vivir para amontonar dinero es una extraña forma de triunfar que conduce a la depresión o al suicidio –pero a la moda. Entre gente glamorosa que aparece en las fotos de sociales: tales los personajes de Houellebecq. Los pobres no saben ser felices con dinero: les da miedo. ¿Sus protagonistas? Célebres y ricos: Jedd, fotógrafo y pintor, alter ego narcisista y detestable –lo que es el colmo del narcisismo– del autor, lugar común y correcto de una vieja narrativa; y el propio Houellebecq, quien se pone en escena a sí mismo, convertido en personaje. Ejercicio a la vez arriesgado y confortable, recomendable a todo aspirante a escritor. Por desgracia, este retrato no va más allá del esbozo caricatural antes de su asesinato: escándalo a la moda que asegura el paso en el noticiario.

Con un lenguaje lobotomizado, al cual parece acceder de manera natural, Houellebecq se limita a presentar en su libro una hilera de tarjetas postales. Imágenes fijas y desgastadas, tantas veces vistas, le sirven a la vez para representar a sus personajes y evitarse el esfuerzo que exigiría la viveza de una narrativa en movimiento. Despersonalización de las figuras que cruzan el relato, hastío y esnobismo aparentes del autor se convierten en los pivotes oxidados de las anécdotas rechinantes que, a salto de mata, constituyen el fresco de una sociedad donde el único valor es el dinero, altar pillado por los mismos adoradores del becerro de oro.