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Algo sobre la obra pictórica de Begoña Zorrilla (I DE II)
La filosofía perdió la promesa de una estudiosa sensible e inteligente y los augurios de una dotada investigadora hacia 1975, cuando Begoña Zorrilla (Tampico, 1956) decidió abandonar los laberintos de la historia filosófica para atender un impulso más antiguo de lienzos, colores y pinceles contra el que no valieron los argumentos aunados de Kant y Tomás de Aquino: gracias a eso, la pintura ganó a Begoña para un camino en el que los beneficiados fuimos nosotros, los contempladores de su obra pictórica.
Zorrilla nació cuando el estado de ánimo que asomaba en la producción literaria y filosófica de la década de los cincuenta implicó el inicio de una profunda reflexión acerca de los componentes estructurales de México como nación moderna. Este proceso culminó en un renacimiento artístico engendrado bajo la sombra de un modelo político autoritario que era, simultáneamente, un régimen populista con características totalitarias y un régimen que permitía la existencia de una izquierda cultural que, en aquel momento, desarrollaba actitudes absolutistas de poder y un constante estatismo frente a los cambios en la vida artística al declararse enemiga de lo nuevo. Estas circunstancias propiciaron el resurgimiento de una sensibilidad fresca, con tintes universalistas, dispuesta al rescate de la identidad mexicana y la apertura de nuevos caminos artísticos. La nueva tendencia fue la del derecho de la imaginación contra los estrechos y ya desprestigiados límites del realismo social y sus fórmulas de apoyo a la llamada “revolución institucionalizada”.
En el caso de Zorrilla, la pintura nunca ha sido esa ocurrencia frívola en la que incurren ciertos aficionados (comprar un juego de acuarelas Vinci, descubrir que, fíjate bien, esta figurita sí me salió, y decidir que el siguiente paso es profesionalizarse en la pintura, para aflicción de la familia y de todos), sino una toma de posición frente al mundo arraigada en ella desde la infancia. Begoña no pinta sólo con las manos y desde los ojos, sino que utiliza toda percepción sensible para traducir la realidad en texturas: su gusto por el cine y la música, por el bolero y el blues, por los objetos artesanales, por la literatura contemporánea, por la filosofía y el conocimiento, se entremezclan con su ser femenino, sus raíces familiares y el rumor de Tampico en la memoria, con su afición por los dulces y el paisaje. En Begoña hay un constante ir y venir entre su manera de estar en el mundo y la manera en que lo pinta: para ella, pintar no es sólo cuestión de oficio, sino ver, escuchar, comer y percibir la vida pictóricamente.
Exposición Danos una mano 1999 |
Que ella construya puentes delicados entre cómo se ve la vida y cómo se colorea la obra, no quiere decir que sea descuidada para su trabajo, como aquellos que defienden el espontaneísmo en el arte (“así me salió, mano, y modificar la obra es quitarle expresión, no seas preciosista”). Su proyecto supone domar las intuiciones y los fáciles préstamos que luego brincan de la experiencia al texto, y trabajar con un raro rigor que la lleva a la investigación contextual e iconográfica (puede pasearse entre madonnas renacentistas y la provocación de las modelos de los años cuarenta y cincuenta, o entre las sugerencias del cómic y la piedad barroca), a fatigar durante meses, si lo amerita el caso, las telas, el papel o la madera hasta obtener la figura y la expresión precisas. Si algo caracteriza a Begoña es su trabajo minucioso, la búsqueda de perfección formal.
La persecución detectivesca alrededor de sus ancestros revela algunas de sus “influencias”: se sabe que Aceves Navarro fue su maestro, que Frida habita una suerte de panteón personal, que Henry Moore y Bacon ejercen sobre ella una fascinación contradictoria, que disfruta de la luminosidad perfeccionista de Remedios Varo (y por ahí viajan los clasicismos de Leonardo, Miguel Ángel, Rembrandt), pero en alguien tan vorazmente pictórica también puede volverse una inclusión algún instante de Casablanca o el aparente mal gusto de una fotografía kitsch, o los colores y texturas y sabores de una sandía, de sus semillas y jugos. Si ya no es posible hablar de influencias o presencias (lamentablemente para los genealogistas del arte, el asunto es más complejo), ¿quién es ella?: Begoña Zorrilla. No la mera suma de autores y experiencias, de gustos y afinidades electivas en los que se puede reconocer, sino la persona que une todo eso en el vértigo abigarrado del que nos da cuentas su pintura.
(Continuará)
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