Editorial
Ver día anteriorLunes 4 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Brasil, a segunda vuelta
E

n las elecciones presidenciales celebradas ayer en Brasil la candidata oficialista Dilma Rousseff obtuvo una apreciable mayoría de sufragios, pero no consiguió rebasar la línea crítica de 50 por ciento más uno y deberá, en consecuencia, volver a disputar el cargo con el principal aspirante de la oposición, José Serra, quien, de acuerdo con los datos disponibles anoche, obtuvo cerca de un tercio de los votos. Para el presidente Luiz Inacio Lula da Silva, que puso todo su prestigio político para impulsar la candidatura de Rousseff, se trata de una victoria un tanto amarga si se considera que el mandatario saliente no logró transferir el abrumador 80 por ciento de aceptación de que disfruta a la candidata de su partido.

Sin embargo, el frustrante triunfo de la que ha coordinado la política social de Lula no se traduce en ningún éxito para Serra. Por el contrario, el ex gobernador de Sao Paulo ha sufrido en este proceso comicial una derrota catastrófica si se considera que, en el arranque de las campañas, disponía en los sondeos de 25 por ciento de superioridad con respecto a Rousseff, y en los meses siguientes ese margen desapareció y se convirtió en una desventaja que, según las cifras parciales de ayer, oscila entre 12 y 15 por ciento.

El otro dato importante arrojado por los resultados preliminares es la consolidación de Marina Silva, postulada por el Partido Verde, quien obtenía cerca de 20 por ciento de los sufragios y quien jugará, a no dudarlo, un papel de suma importancia en las negociaciones políticas con miras a la segunda vuelta, a realizarse el 30 de octubre.

Independientemente de lo que ocurra ese día y de que Dilma Rousseff logre sumar a su caudal electoral el 5 por ciento adicional que requiere para convertirse en la sucesora de Lula, es pertinente examinar las razones de la aparente paradoja: que el mandatario más popular y exitoso en la historia de la mayor nación latinoamericana no haya logrado convencer a la mayoría absoluta de los brasileños de la pertinencia de la continuidad.

Un factor importante en este sentido es el creciente descrédito de la clase política, incluido el Partido del Trabajo (PT) del propio Lula, organización que se ha visto sacudida por diversos escándalos. Otro elemento insoslayable es la adversidad de los medios informativos, casi todos en manos de una oligarquía que dista mucho de respaldar la acción gubernamental del actual mandatario, por más que los saldos positivos de los pasados ocho años resulten benéficos también para el empresariado.

Más allá de lo electoral, nadie discute hoy en día que el proyecto de gobierno que encabeza Lula ha transformado para bien al país, el cual ha conseguido disminuir significativamente la pobreza y el desempleo, ha incrementado notablemente la cobertura y la calidad de la educación, ha cancelado su deuda externa pública, ha logrado elevar el poder adquisitivo de la mayoría de la población en más de 50 por ciento (en ese mismo lapso, el indicador correspondiente en México ha sufrido una reducción superior a 40 por ciento) y ha colocado a Brasil como líder regional indiscutible y como un actor de primera importancia en la diplomacia mundial.

Acusado de neoliberal y de claudicante desde las izquierdas radicales, despreciado por las clases altas al principio de su gestión por su origen obrero, tolerado sin más remedio por los gobiernos de George W. Bush y de Barack Obama, Lula ha sido, con todo, un estadista ejemplar y visionario, y su desempeño obliga a reflexionar sobre la relevancia personal de los gobernantes en los procesos de desarrollo –o de involución y regresión, como es el caso de México– de un país. Quien lo suceda en el cargo tendrá una enorme herencia que cuidar y, al mismo tiempo, un precedente difícil de superar.