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El último suspiro del Conquistador / XLIX

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a doctora Contreras no podía dormir. Trató de reunir en un cuadro mental los datos confusos e inciertos obtenidos del cromatógrafo de gases, pero no lo logró. Se preguntó si todo aquello no era un montaje de esa arqueóloga, esa muchacha grosera y loca, para tomarles el pelo a dos científicos curtidos, pero descartó la hipótesis. Eran las dos de la madrugada y había pasado más de 16 horas en el laboratorio. Resistió al impulso de llamar por teléfono a Manuel para compartir con él su propio desconcierto y decidió que en unas horas recurriría a otro instrumento para hacerse una idea más precisa de lo que tenía entre las manos: usaría un espectrómetro de masas.

* * *

Las latas de gas lacrimógeno cayeron como granizos gordos entre la pequeña pero aguerrida muchedumbre que se agolpaba en el patio principal del Museo de la Ciudad. En el zaguán del recinto, una avanzada de dolientes se disputaba el ataúd del Escritor con policías federales que, para ese momento, se habían colocado ya máscaras antigás. Los que estaban adentro, ahogados por la exhalación de los proyectiles policiales, siguieron el impulso de correr hacia la puerta principal, con lo cual expulsaron del edificio a quienes defendían al difunto de los intentos de aseguramiento por las fuerzas del orden; éstos los rodearon y la emprendieron a toletazos contra ellos. Entre los gritos y la confusión generalizada, el ataúd cayó al suelo con un estruendo de piano. El comandante del agrupamiento de federales, con un humor de perros, llamó la atención a algunos de sus subordinados que se aplicaban en patear y golpear a unos pocos de los asistentes al homenaje.

–¡Ya dejen a esos cabrones! –bramó–; no vinimos por ellos sino por este otro –agregó, señalando al féretro.

El sarcófago del Escritor fue trepado a la plataforma de carga de uno de los vehículos azules de la policía, el cual arrancó, seguido por los restantes y por algunas tanquetas militares, antes de que los dolientes tuvieran tiempo de reagruparse. El perito forense Sánchez Lora, testigo involuntario del episodio, renunció a comprender lo que había presenciado. Tomó la calle de República de El Salvador en dirección a 20 de Noviembre, y se perdió en la noche.

* * *

–Me da gusto –dijo Evaristo Terré a Andrés en el momento de la despedida–. Vas camino a la integración de tus distintos pedazos.

–¿Me ves muy descuartizado? –preguntó a su vez el aludido.

–M’ijo, lo que me queda claro es que vos estás enamorado como un cerdo. Pero no estás renunciando a nada.

–Sólo a mi carrera –ironizó Andrés.

–Nada de eso, hombre; usted va a encontrar allá su consumación científica y su consumación amorosa –soltó el colombiano como observación final.

Andrés lo observó a través del vidrio de las puertas corredizas del vagón de Metro y sintió en todo el cuerpo el jalón de arranque del vehículo. Estaba muy distraído y no había atinado a asirse de uno de los tubos del vagón para no caerse. Fue a dar sobre una mujer madura que viajaba sentada y que soltó una sarta de improperios. Andrés ofreció disculpas, reagrupó a su alrededor las piezas de su equipaje y volvió al pensamiento distractor: ¿Qué le había expresado Evaristo Terré? ¿Un mero propósito gentil o una profecía?

Tres horas más tarde, su avión con destino a México despegó del aeropuerto Charles de Gaulle.

* * *

–¡Indio de mierda! –gritó el alma de Hernán Cortés por medio de la garganta de Garcí–. ¡Ayuda, aquí! ¡Eh, que te estoy hablando, hideputa!

Al escuchar aquello, Tomás sintió que la neblina roja de su propia rabia se le agolpaba atrás de los ojos. Nunca hasta entonces había sido víctima de esa clase de expresiones despectivas porque había vivido bajo el manto protector del propio Hernán Cortés, pero incontables veces había sido testigo de agravios mucho peores –los vocablos ofensivos eran los menos graves– contra su propia gente. Se arremolinaron en su cabeza las imágenes de los incendios de pueblos, los descoyuntamientos de insumisos, las violaciones de mujeres por los soldados del Conquistador; las órdenes de horca fríamente dictadas por éste contra principales, lo mismo que contra macehuales; la destrucción regular de los templos; la reducción al trabajo esclavo, por más que los españoles aplicaran el término únicamente a los negros sometidos, y no a los naturales. En ese individuo que seguía temblando como azogado mientras giraba órdenes altaneras vio la representación de todos los llegados del oriente: la porción más ripiosa del país conquistador, conformada por sus carnes de presidio, por sus prófugos, por sus ambiciosos insaciables, por hombres sin escrúpulos, audaces y perdularios, y cayó en la cuenta de que la mezcla de naciones se realizaba en forma irremediablemente desequilibrada: los españoles incapaces de herir, matar, robar y violar, no tenían lugar en la Conquista de las nuevas tierras y se quedaban en su lugar de origen, mientras que los violentos y los asesinos seguían desembarcando a puñados, en pos de oro, de tierras, de títulos, de posesiones que habrían de incluir mujeres para saciar los apetitos carnales y hombres para el trabajo forzado. Y el almero concluyó, con un dolor aplastante, que la herencia nefasta de esos aventureros haría que la gente de los tiempos futuros abominara de una parte de su propia simiente.

Durante varios minutos, de pie y con la ira contenida, el almero maya observó al organismo que se debatía, a sus pies, entre la total indefensión y la absoluta insolencia, sin poder coordinar el movimiento de sus miembros pero sin detenerse en sus imperativos injuriosos. Por un momento, Tomás pensó en abrir de nuevo la hendidura que el cuerpo de Garcí presentaba en el tórax y arrancar de cuajo el corazón, a fin de acallar los insultos que profería el alma albergada en aquel cuerpo, y dejar que ese espíritu odioso y altanero se perdiera para siempre en la oscuridad y en la nada. Pero la bondad y la maldad lo contuvieron: su trabajo consistía en preservar las ánimas, no en extinguirlas, y además se dejó seducir por la idea de mantener a su merced la de un hombre tan torcido. Ya se le ocurriría qué hacer con ella. Acababa de comprobar que era posible la implantación de almas de fallecidos en otros cuerpos, y eso significaba que tenía la eternidad por delante.

Con esos pensamientos en mente, y sin voltear a ver al hombre que trataba de gatear fuera de la yacija, el almero Tomás dio unos pasos hacia el altar, tomó de él el tecomate que contenía la infusión de hierba del sueño, lo colocó en la boca del cuerpo de Garcí, le tapó la nariz para obligarlo a abrir los labios y lo forzó a tragar una buena cantidad del líquido. Entre toses y jadeos, el individuo se derrumbó como un costal de masa.

(Continuará)