Sociedad y Justicia
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Presa en Guanajuato, lleva nueve de 26 años de sentencia acusada de infanticidio

Tras el aborto, el primero que le dio la espalda a Araceli Camargo fue su hermano

Ya no vamos a verla casi nunca; pues cómo, si no tenemos con qué, lamenta su madre

Foto
Ésta es la casa donde vivía Araceli Camargo, una vivienda humilde de adobe, en la ranchería La Grulla, en GuanajuatoFoto Carlos García
Enviado y corresponsal
Periódico La Jornada
Martes 10 de agosto de 2010, p. 37

La Grulla, Dolores Hidalgo, Gto. 9 de agosto. En esta ranchería de cien treinta jefes de familia, cada una formada por ocho hijos en promedio, que parece sin embargo un pueblo fantasma porque la mayoría de los hombres se fue a Estados Unidos, el 23 de agosto de 2002 María Araceli Camargo Juárez abortó de manera espontánea en la letrina del patio de su casa, y desde entonces está presa.

El juez penal Juan Carlos Llamas Morales la sentenció a 26 años de cárcel, de los que, a punto de cumplir 27 de edad, lleva casi nueve tras las rejas, la tercera parte de su vida, condenada injustamente por infanticidio, acusación que para su mayor desamparo ratificó el Tribunal Superior de Guanajuato.

Rodeada por verdes llanuras que sostienen las altas cañas de las milpas aún cuajadas de elotes y los duros troncos de las arboledas de mezquites, que en esta época no dan vainas para comer, La Grulla es un pueblo silencioso, de calles vacías y puertas y ventanas cerradas.

Tiene, sin embargo, una escuela primaria y una secundaria, y al parecer muchos niños, que juegan en los patios por donde vamos en un taxi dando tumbos. Más allá de la cancha de futbol despunta la cúpula de una iglesia, pero carece de una clínica para brindar a las mujeres atención y orientación en temas de salud reproductiva.

Unida por una brecha de 20 kilómetros a la carretera que conduce a Dolores Hidalgo –el curato donde en 1810 estalló la guerra de Independencia y al que el 16 de septiembre, en teoría, llegarán jefes de Estado y de gobierno de todo el mundo–, La Grulla queda bastante más cerca de la estación Josefa, como le dice desde siempre la gente de estas soledades.

Durante muchos años y hasta que el gobierno de Ernesto Zedillo acabó con el transporte de pasajeros por ferrocarril, la estación Josefa Ortiz de Domínguez era parada obligatoria del tren que iba a Nuevo Laredo. A bordo de sus vagones de tercera clase, generaciones enteras de campesinos emigraron a Estados Unidos para vivir mejor, o al menos intentarlo. Hoy, lo que pasa ante los andenes en ruinas de la Josefa, es el llamado Tren de la Muerte, con sus interminables carros de carga, repletos de braceros centroamericanos y matones de la Mara Salvatrucha.

–A cada rato vienen los hondureños a pedir agua y comida –afirma el hombre que estima en cien treinta el número de familias locales, mientras suelta las riendas del par de mulas que lo ayudan a abrir la tierra para explicarnos cómo se llega a donde vive la mamá de Araceli–. Es una casita de adobe, la última del pueblo...

De muros gruesos, pintados de cal, a punto de venirse abajo por el deterioro, no aloja a nadie en su interior cuando llegamos. La puerta que da a la calle está cerrada con candado, por fuera. No obstante, es fácil advertir su pobreza tras la alambrada que resguarda los límites de un patio de tierra seca. A la izquierda, desde nuestra perspectiva, está el dormitorio-cocina, con sus cortinas corridas tras las ventanas. A la derecha, la nopalera y, detrás de ésta, la fosa séptica: un cascarón de palos en forma de dado y techado con retazos de lámina, donde comenzó el segundo acto de esta tragedia.

“Yo la vi en pans

¿Cuándo empezó el primero? Preguntando de nuevo al hombre de la milpa, y bajo las instrucciones de su hijo, un niño muy serio que acepta subir al taxi para guiarnos hasta otra casa de muros rústicos, aunque más reciente, golpeamos una puerta metálica pintada de negro. Sale a abrirnos una niña. Muy bonita. Detrás de ella se extiende un pradito sobre el que retozan dos niños más. Y sentada sobre una silla, los vigila una mujer delgada, hermosa, de pelo blanco y de cara redonda como la de Araceli, con la frente y los pómulos garabateados de arrugas. Es doña María Remedios Juárez, su madre. Sí, por qué no, está de acuerdo en hablar con nosotros, luego de saber que venimos de Puentecillas, la cárcel de la capital de Guanajuato, donde tienen presa a su hija.

Como la mayoría de los hombres de La Grulla, su marido también se fue a trabajar a Estados Unidos, pero un día dejó de mandar dinero y desapareció. ¿Cuándo? Ya doña Remedios no lo recuerda. Si aún vive o murió, ella no lo sabe. En cambio, con toda precisión dice que hace 13 años también emigró su único hijo varón. Luego se fue su primera hija, desconoce a dónde, pues ya tampoco le escribe ni la visita. Y con el tiempo su tercera hija se casó y se mudó a Celaya, en el corredor industrial de Guanajuato, de donde una o dos veces al año regresa a saludarla. En pocas palabras, se quedó sola con Araceli, la más chica, y con Lidia, la hija de enmedio, la que actualmente la acompaña y la sostiene.

Entonces, quizá, el primer acto de esta tragedia empezó en 1998, cuando Araceli, a los 15 años de edad, se embarazó mientras estudiaba la secundaria. A los 16 parió una niña y se hizo cargo de ella, pero el nacimiento de la criatura, asegura Lidia, molestó mucho a nuestro hermano mayor, que era para nosotras como un papá sustituto. Y desde Estados Unidos nos advirtió que si Araceli no volvía a llevar una vida decente la teníamos que correr de la casa.

Ante tal amenaza, coinciden doña Remedios y Lidia, Araceli se asustó. Y cuando a principios de 2002 quedó preñada por segunda vez, ahora de un novio que era de los ricos del pueblo, no se lo dijo a nadie. Casi no comía para que no se le notara la panza. En el expediente de su caso, un testigo declara que un día antes del aborto “la vi en pans (sic) y no me pasó por la cabeza que estuviera embarazada”. Sin embargo, cuando sobrevino el aborto y la encarcelaron, relata Lidia, mi hermano se enojó tanto que dejó de mandarnos dinero y ya nunca se volvió a comunicar con nosotras. En otras palabras, el primero que se puso en su contra fue el único hombre de la familia, que tenía la obligación irrenunciable de protegerla.

Mientras Araceli estuvo recluida en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de San Miguel de Allende, su madre y su hermana la visitaban cada ocho días. Pero, dice doña Remedios, cuando la pasaron a la cárcel de Guanajuato ya nos quedó muy lejos: nomás el transporte nos cuesta 400 pesos a cada una, y eso sin contar la comida para nosotras ni las cositas que le querramos llevar. De hecho, asegura, ya no vamos a verla casi nunca; pues cómo, si no tenemos con qué.