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El último suspiro del Conquistador / XLVIII

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entada en el suelo del laboratorio, en el rumbo defeño de Lindavista, Jacinta trataba de detener su propio lloriqueo, pero los sollozos de Andrés en el otro lado de la línea la conmovían y le alimentaban el llanto. A él, en el rumbo parisino de la Goutte d’Or, le ocurría igual. Poco a poco lograron calmarse, durante un momento jugaron ping-pong con la pelota te quiero mucho, y ella, en cuanto tuvo pleno dominio de la respiración y de la voz, dijo, con un tono que sembraba intriga:

–A que no sabes dónde estoy: en un laboratorio.

En la mente de Andrés, esas palabras adquirieron un sentido clínico, pensó en una prueba de embarazo y asumió en automático la inferencia.

–Ay, ay, no me digas.

–¿No te da gusto? –se extrañó ella.

–Oye, pero... según yo, nos habíamos cuidado...

Jacinta tardó unos instantes en comprender el azoro de Andrés, y cuando lo logró, se le escapó una carcajada.

–¡No, idiota, no es eso! –exclamó con tono festivo, mientras Manuel y la doctora Contreras volteaban hacia ella, sorprendidos por la exclamación– ¡Estoy frente a un cromatógrafo!

De inmediato, la mención disparó en Andrés los recuerdos del comienzo de la relación amorosa y sintió un impulso:

–Jacinta, voy para allá.

* * *

El almero Tomás se limitó a observar. Cuando el cuerpo de Garcí salió del sopor provocado por la hierba del sueño, abrió los ojos. Con los músculos faciales aún desordenados y átonos, movió lentamente los globos oculares de izquierda y derecha y luego en sentido inverso, como con desgano. Luego frunció el ceño y cerró los párpados. Volvió a abrirlos, ya con la mirada enfocada, trató de mover el brazo izquierdo, hizo una mueca flácida de dolor, probó con el derecho, alzó la mano a la altura de sus ojos, alzó las cejas como con sueño, movió la boca, se miró el torso desnudo y lesionado, agitó los pies con una secuencia de movimientos convulsivos y emitió un grito adolorido, inarticulado y odioso. Giró el cuello en ambas direcciones y reparó en el brujo maya que lo miraba en silencio. Emitió sonidos agresivos de animal agonizante, movió las extremidades para incorporarse, como un escarabajo panza arriba, pero su esfuerzo se diluyó en unos temblores espasmódicos. Aterrado, el maya se incorporó, buscó una manta, tapó con ella al objeto de su trasplante y luego le acercó a los labios una jícara con agua. Entre convulsiones, el cuerpo de Garcí bebió con avidez la mitad y derramó el resto. Poco a poco sus movimientos fueron cediendo y los ruidos confusos que brotaban de su garganta empezaron a parecer vocablos:

–... idejó... idejú...

El maya dudó en dirigirse a él, porque no sabía cómo hacerlo: ¿Había logrado traer de la muerte a su amo, don Hernán Cortés, o se enfrentaba a un Garcí descompuesto por el efecto de las pócimas y de las heridas? Meditar en ese problema práctico lo distrajo de la situación estremecedora en la que se encontraba. Decidió ser cauto y utilizar un tratamiento neutro.

–No empeñarse ahora en hablar. Pronto el resuello tomará su paso –recomendó el almero.

–Idejá... uh... idefé... aeh... uiú... buh... –seguía intentando el otro, con las mejillas aún bofas, la garganta atrapada en un tremedal viscoso, los pulmones desinflados y la lengua desbocada. Se detuvo por un momento, hizo un esfuerzo visible de concentración, se quedó con la cabeza gacha colgando del cuello lánguido, como si se mirara el ombligo, y en esa posición logró gritar de nuevo, pero, esta vez, con sonidos comprensibles:

–¡Hidepuuuuuuuutaaaaaaaa!

El alarido fue tan estentóreo que el almero se incorporó de un brinco, muy asustado. El cuerpo de Garcí, sin cambiar de posición, emitió una larga retahíla de insultos floridos e imprecaciones, muy mal articulada pero inequívoca: el amo había vuelto en el cuerpo del esclavo y estaba furioso con el resultado. Maldijo a Tomás, a sus padres, a sus abuelos y a sus ancestros más remotos; maldijo al Anáhuac y al conjunto de las nuevas comarcas; maldijo al Almirante y al Rey Nuestro Señor y a Isabel y a Fernando y a Carlomagno y al rey Ordoño y a Jesucristo y a la Virgen María; maldijo al cacique gordo de Zempoala y a Moctezuma y a Tetlepanquetzal y a Cuauhtémoc y a los Señores de Tlaxcala y a Marina; maldijo la memoria de su propia madre, doña Catalina Pizarro Altamirano; maldijo a la mar océana y al Imperio Celestial; maldijo los horribles dolores que sentía en el pecho y en el hombro; maldijo el cuerpo en el que se encontraba, con sus manos rosáceas y regordetas, y su pecho lampiño como de lechón, y el sexo diminuto y los cojones escuálidos, y las piernas suaves y como de hembra que tenía frente a sí, y los pies pequeños; maldijo el lecho en el que se encontraba ahora, y aquel que había puesto marco a su muerte, en la residencia de Castilleja de la Cuesta; maldijo a la muerte y maldijo a la vida. Luego, extenuado, se quedó en silencio, tratando de repetir en el resto del cuerpo la hazaña de dominio que había logrado en los órganos y músculos del habla.

En el alma de Tomás el terror fue cediendo ante la sorpresa: recordaba a su amo como un hombre seco y distante, pero medido en sus excesos; en las décadas que permaneció al lado del Conquistador, no había recibido un insulto de su parte. Se preguntó si no habría adulterado o confundido el ánima del resurrecto, pero concluyó que no, porque éste hablaba de cosas que sólo Hernán Cortés podía saber.

Entonces, Tomás experimentó un creciente sentimiento de agravio. Él había pasado trabajos casi infinitos y colosales para lograr su misión, y la había coronado con éxito. A riesgo de ser descubierto y acusado de hechicería, había captado en un frasco el ánima de don Hernando cuando éste se encontraba en sus minutos finales. Había realizado un largo viaje de regreso desde España, pasando por La Española, disfrazado de mujer y cuidando el ánima de su señor con un esmero sin par. Había recibido de El Negre a un esclavo que resultó ser una compañía fiel y simpática, y lo había sacrificado, sintiendo una enorme culpa, para ofrecer a su señor un nuevo cuerpo en el cual aposentar su alma. Y cuando conseguía que el beneficiado retornara del Otro Mundo –un servicio que ningún hombre había ofrecido a otro–, don Hernando le pagaba con insultos humillantes y leperadas sin término.

Pero Tomás era un hombre justo y trató de serenarse pensando que acaso el ataque de ira de su señor fuera producto del terrible trance por el que acababa de pasar, que muy semejante habría de ser al del nacimiento. Buscaba justificaciones para la conducta del resucitado cuando éste, moviéndose como un bebé en su cuna, volvió a hablar:

–¡Eh, tú, indio de mierda! Ayúdame a incorporarme...

(Continuará)