Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de agosto de 2010 Num: 804

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Actuar con lo que sucede
RICARDO YÁÑEZ entrevista con DANIEL GIMÉNEZ CACHO

Viaje a Nicaragua: una aventura en el túnel centroamericano
XABIER F. CORONADO

Espiritualidad y humanismo
AUGUSTO ISLA

Los alienígenas y Stephen Hawking
NORMA ÁVILA JIMÉNEZ

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Columnas:
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Muecas perversas o la careta histórica (II Y ÚLTIMA)

No es cosa probada aunque sí sospechada que muchas de las noticias que más suenan en la televisión mexicana son moneda de cambio, pagarés con vencimiento a la vista. Si a veces surgen críticas al régimen, es por la manutención de privilegios que los dueños del duopolio defienden con cualquier maridaje y por eso las escasas críticas desde Televisa o TV Azteca suelen ser negociados pleitos conyugales. Las entrevistas a funcionarios son lacayunas hasta la náusea, con cuestionarios y circunstancias a modo. Pero si el entrevistado es contrario al régimen brota el encarnizamiento. Y si vemos en sus noticieros algo que deja mal parado al gobierno es quizá porque el asunto ya circula en las redacciones de los diarios y el medio aprovecha la inmejorable ventaja periodística de la inmediatez. Puede suceder que el incidente sea de tal gravedad que sería ridículo mantenerlo en secreto, aunque tales aberraciones existen: allí el caso Diego Fernández.

Hay otra faceta deleznable del papel que tienen principalmente Televisa y TV Azteca en términos de información pública: la perversa máxima de que lo que no se ve en la televisión no forma parte del mecapal histórico de la realidad, aunque se trate de sangre chorreando y cráneos trepanados. Muchas son –últimamente más, con la fallida guerra declarada por el gobierno a las mafias narcotraficantes– las ocasiones en que mientras se transmiten programas de muy poca calidad, carentes de propuestas inteligentes o creativas, de humor arrabalero e insipidez argumental, la realidad nacional se retuerce de dolor sobre todo cuando se trata de crímenes de Estado; desde la balacera que por ineptitud, nerviosismo o simple crueldad desatan efectivos del ejército contra civiles indefensos en un retén de cualquier rincón del país, hasta aquellos crímenes que el Estado ha perpetrado sistemática y alevosamente para contener la disidencia social y política, que sigue enderezando tozuda resistencia a lesivas directrices de pragmatismo económico dictado por extranjeros para seguir expoliando, en beneficio de unos cuantos nacionales y del corporativismo global, los recursos del país, incluyendo el humano. No son pocas las masacres que la televisión no mencionó jamás, que no fueron noticia.

¿Y los muertos? Al callar un crimen cometido o consentido por el Estado y al margen de la obviedad de la complicidad asesina que supone la omisión misma, se pretende sepultar cada uno de esos hechos en la dimensión local del pleito a veces explicado luego como de grupúsculos casi siempre ligados al medio rural, y tratando de deslindarlo de cualquier proceso de reivindicación social. Cuando la televisión ha tenido que admitir la existencia de, por ejemplo, un grupo armado, ha hecho evidente una fisura en el supuesto blindaje de un gobierno que se decía estable. Allí, sin ir muy lejos, San Salvador Atenco y el andamiaje mediático que hace poco hubo de venirse abajo por la contundencia de los crímenes cometidos, vaya paradoja, por la policía misma. La represión y el asesinato perpetrados por el gobierno contra la población civil no se agota en Tlatelolco en 1968, ni en el halconazo de 1971, ni en los muertos del río Tula, ni se acaba en Aguas Blancas o en Acteal. Hubo otras masacres –el asesinato selectivo de seiscientos cincuenta militantes de la izquierda perredista durante la década de 1990, por ejemplo– de las que las televisoras mexicanas no informaron al público. El ejército mexicano y los cuerpos policíacos, la Procuraduría General, la infame novena brigada de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, la Brigada Blanca o sus símiles estatales y, por encima de todas esas instituciones del otro crimen organizado, la Presidencia de la República, han sido responsables de asesinatos, torturas y vejaciones a mexicanos que se siguen repitiendo como un sino fatal. Allí los diez asesinados por elementos del ejército en San Ignacio Río Muerto, Sonora, en 1975; los ¡veintinueve! asesinados en San Juan Lalana, Oaxaca, en 1977; los veintiún agricultores asesinados en tierras veracruzanas, en Tehuipango, el 20 de abril de 1980, los veintiséis acribillados de Tlacolula poco después; los que cayeron también bajo las balas del gobierno en Pantepec, Puebla, en 1981 y los que han seguido sucumbiendo a la ferocidad reaccionaria hasta las ya mencionadas carnicerías de años recientes, el país convertido en trinchera y fosa común mientras seguimos desparramados frente a la tele absortos, alelados, intonsos. Inertes.