Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Francisco Toledo
T

oledo cuenta que la primera vez que llevó su obra al galerista Antonio Souza, éste le preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Benjamín López Toledo.

–Te vas a llamar Francisco Toledo.

A partir de ese día Toledo no volvió a responder al nombre de Benjamín.

–¿Souza fue una buena influencia? –le pregunto a Toledo.

–Para mí fue importante haberlo conocido, porque el tenía una visión de las cosas.

–Pero si no hubiera expuesto en la galería de Antonio Souza, de todos modos habría salido adelante, ¿no? Porque su talento de todos modos hubiera explotado.

(Sonríe) –Esas cosas no se saben. No sé.

–¿El destino? ¿No cree en él?

–No sé.

–Tampoco yo sé. En fin, ¿qué pasó allá en Europa?

–Souza me dio direcciones de gente que había que ver; me dio la dirección de Rufino Tamayo, que vivía entonces en París, y fui a su casa, creo que en el Barrio Latino, ¿no? Allá lo vi.

–¿Rufino Tamayo también fue generoso?

–Muy generoso. Cuando vio mis primeras cosas me dijo: Pues tráigalas, porque cuando venda lo mío, también puedo vender lo suyo.

–¿De veras?

–De veras. Eso fue en el 60. Entonces tenía esa ayuda de Tamayo, de lo que él vendía, me daba…

–Entonces le tiene mucha devoción a Tamayo.

–Mucho cariño, sí claro. Es un gran, gran pintor. Después se tuvo que regresar a México, pero logró que me dieran una beca para ayudarme a vivir.

–Y usted, ¿no tenía ni un centavo?

–Bueno, mi familia podía ayudarme, pero con las relaciones de Tamayo y la venta no necesitaba gran cosa.

–Pero, ¿era un niño que no tenía nada?

–No, no.

–¿Muy pobre?

–No. Mi padre sí fue muy pobre, era hijo de zapatero; yo le ayudé a mi abuelo a los zapatos, a pegar las suelas, a traer la goma, a ponerla sobre la plantillas. Y mi madre sí tenía una posición un poquito mejor, porque en su familia eran matanceros: mataban cochinos; ellos eran de Ixtaltepec, un pueblo entre Ixtepec y Juchitán, y cuando vino la Revolución muchas familias se fueron a refugiar a Ixtepec.

–Y, ¿entonces?

–Se fueron a vivir a Ixtepec. Era una familia muy grande la mía. Mi abuelo era zapatero y mi abuela vendía en el mercado, iba a comprar cosas a Juchitán para venderlas en Ixtepec. Cuando se casó mi mamá, mi padre no tenía trabajo y se fue a Arriaga, Chiapas, y allí estuvo trabajando de dependiente en el comercio. Después se tuvo que regresar a Ixtepec y después se fue al sur de Veracruz…

–¿De qué trabajaba él?

–Él empezó a trabajar la talabartería, porque como mi abuelo era zapatero, él conocía un poco. En el sur de Veracruz había muchas pieles, mucho lagarto, y él hacía cinturones. Toda esa época fue difícil para él, pero después prosperó; entonces a una parte de mis hermanos sí les tocó pobreza, pero a mí me tocó un poco más…

–¿Más pobreza?

–No, menos pobreza, menos que a mis hermanos.

–¿Cuántos hermanos son?

–Siete, tres hombres y cuatro mujeres. Uno murió en un accidente de coche. También mi padre, hace tres años. Pues eso.

A veces la voz de Francisco Toledo se adelgaza hasta ser sólo un murmullo. Tengo que preguntar con mi voz picuda: ¿Qué? ¿Qué? Y entonces la levanta un poco. A veces, cuando se anima y habla largo, imprudentemente lo interrumpo para que me aclare tal o cual nombre, y rompo así el flujo de sus palabras. En algunas se detiene; cuando dice mi padre lo siento triste. Cuando dice que su abuelo era zapatero, como que mira muchos zapatos o muchas suelas, se multiplican los zapatos. Con su abuelo Benjamín iba a buscar la goma, Toledo lo recuerda, el pegamento para las suelas. Al rato habrá de quitarse los huaraches para restregar sus pies en la alfombra peluda, como si fuera el lomo de algún perro… Pienso ¡Qué fuera de lo común, qué extraordinarios estos juchitecos!

Cuando Carlos Monsiváis se despedía: Voy a Nueva York a ver a Toledo, yo le preguntaba:

–¿Qué hace Toledo en Nueva York?

–Pinta.

–En Nueva York –dice Toledo– me representaba una galería; es más fácil ir allá que estar acá y mandar las cosas, empacarlas, pagar seguro; por eso era mejor preparar las exposiciones allá.

–¿No le gustaba Nueva York?

–Sí. He vivido allá en varias ocasiones, a veces un año; la última vez ocho meses.

–Y en Europa, ¿cuánto estuvo?

–Más. Aguanté más. Creo que cuatro años más.

–¿Cómo que aguantó más? ¿A poco sufrió usted allá?

–Sí (quien sabe qué murmura; no alcanzo a oírlo).

–¿Por qué sufrió? (Yo siempre pregunto por qué, por si las dudas.)

–El clima y esas cosas.

–¿No se compró zapatos?

(Ríe, ahora sí) –No, pues sí, pero bueno, pues la nostalgia, la soledad, estar aislado, no pertenecer a ese lugar, sentirse aparte.

–Y ¿no le resulta estimulante?

–Pues claro que sí es estimulante, pero por otro lado, está lo otro…

–Leonora Carrington se fue a Nueva York para entender qué es esta vida, y allá se quedó en un departamento, sola con su perro Baskerville, y caminaba como 10 kilómetros cada día.

–Pues tal vez tenga ella más capacidad de adaptación, no sé.

–¿Ya no iría usted a Nueva York, a Europa?

–Por temporadas cortas sí, por razones de trabajo sí, pero creo que regresaría a Oaxaca a trabajar.

A Francisco Toledo le festejaban su cumpleaños el 17 de julio, pero ese domingo en que lo acompañamos en Juchitán se lo festejaron a balazos, golpes y pedradas por ser miembro de la Confederación Obrera, Campesina Estudiantil del Itsmo (COCEI).

Francisco Toledo –junto con Rufino Tamayo– es uno de los grandes pintores mexicanos que descubrieron un camino distinto al de no hay más ruta que la nuestra, de los Tres Grandes. Hoy, las galerías de México, Nueva York, París se lo disputan. Cualquier cosa que sale de sus manos, la menor hojita, tiene una demanda inmediata, la sola firma Toledo es ya una garantía. Lo invitan a exponer hasta en el planeta Marte. Quieren otorgarle todos los premios y sólo recibe uno que otro, muy a regañadientes. Se negó a ser miembro del Colegio Nacional y rechaza preseas, diplomas, copas grabadas con su nombre y encuentros con presidentes. Nada oficial o ramplón hay en Toledo, al contrario, los poderosos que lo buscan se topan con un palmo de narices. Ningún pintor mexicano más apegado a su tierra; su tierra es su sangre, su sangre es zapoteca, su lengua también lo es y él resucitó el idioma de sus padres en Guchachi Reza, en El Alcaraván, e hizo por Oaxaca lo que ninguno había hecho, salvo Benito Juárez, santo de su cabecera. Ese idioma zapoteco se parece a su pintura; es rico en inflexiones; su modulación es casi animal, como si un conejo atravesara la hierba; apenas el sonido de su cuerpo entre los ramajes. O es el ruido que hace el cuerpo de una iguana cuando la rajan, la parten a lo largo, la secan al sol.

La notoriedad de Francisco Toledo repercute no sólo en su estado, sino en todo el país. Una vez en Mérida, un pintor se quejaba del atraso de los yucatecos en las artes, y me dijo suspirando: Es que aquí no hemos tenido un Toledo.

Monsiváis y yo, más Monsiváis que yo, seguimos en contacto con el más grande pintor y grabador vivo que tiene México. Su fama, que empezó en la galería de Antonio Souza en México, llegó a Francia y deslumbró a André Pieyre de Mandiargues, que escribió páginas memorables. Luego se extendió hasta Alemania, España, Canadá, Inglaterra, Estados Unidos, los países escandinavos y toda América Latina. Hoy los grandes Museos de Arte Moderno del mundo se pelean por obras suyas. A pesar del triunfo, Toledo jamás olvidó a Oaxaca y el compromiso con los más pobres y con los jóvenes creadores. El poeta Alberto Blanco es su gran amigo. Toledo quiso ir conmigo a entrevistar a la sobrina de Demetrio Vallejo, otro de sus héroes, y platicó largo y tendido (para mi sorpresa) con Lilia Benítez Vallejo.

Los imitadores de Toledo son tan numerosos como los de Frida Kahlo. Vivimos hoy por hoy una toledomanía. Creador del Maco (Museo de Arte Moderno de Oaxaca), el IAGO (Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, y el centro fotográfico llamado Manuel Álvarez Bravo, impulsor de artistas, coleccionista para Oaxaca de obras de arte pictórico y fotográfico, Toledo ha divulgado mejor que nadie la cultura zapoteca. En cuanto foro público posible, denuncia los atentados de los malos políticos mexicanos en contra del patrimonio cultural de su tierra. Habría que recordar que es fundador de La Jornada, y que su contribución a la COCEI resultó decisiva. Desde entonces defiende a campesinos oaxaqueños maltratados por gobernadores y caciques. Toledo combatió en forma denostada la instalación del comercio de hamburguesas Mc Donald’s, en la plaza principal de Oaxaca (el zócalo) y contra todo pronóstico, –ya que McDonald’s ha ganado pleitos en el mundo entero y logró afincarse nada menos que en el Champs Elysées de París– salió victorioso, lo cual todavía nos sigue asombrando, ya que la tienda de autoconsumo Walmart se asienta victoriosa en el regazo de las pirámides de Teotihuacán. Al día siguiente, Toledo y yo fuimos a sentarnos en la banqueta a comer tamalitos de chipil.

La ciudad de Oaxaca tiene en Toledo un defensor que Benito Juárez abrazaría, y México un pintor que lo pone en primer plano en el arte internacional, algo así como Chagall, Max Ernst y Marcel Duchamp, los grandes innovadores.