19 de junio de 2010     Número 33

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Enrique Pérez S. / ANEC

Estados Unidos

¿La salvación por el presupuesto?

Steve Suppan

Han empezado ya los “audiencias sobre el campo” (field hearings) del Congreso de Estados Unidos (EU) para determinar el marco de una Ley Agrícola (Farm Bill) para 2012. ¿Por qué ocurre de forma tan anticipada esta iniciativa, a pesar de otros asuntos legislativos de emergencia y cuando apenas se ha implementado la Ley Agrícola de 2008? Entre las muchas razones, dos me parecen principales: la crisis económica y el cambio climático.

El Censo Agrícola federal indica que sólo dos por ciento de la población rural estadounidense es agricultor de tiempo completo. (No hay un censo oficial de los trabajadores agrícolas, mayormente de origen mexicano y en parte indocumentados.) Dado este hecho y la crisis del empleo rural, el Departamento de Agricultura de EU (USDA) quiere invertir más de su presupuesto en el desarrollo rural, sobre todo en la creación de empleos no agrícolas.

Pero los miembros del Congreso, quienes han orientado los subsidios hacia una lista restringida de materias primas, están en desacuerdo con la inversión pública en desarrollo rural. Para ellos, lo prioritario es definir los subsidios y su reparto en formas que no propicien disputas comerciales ni represalias desde la Organización Mundial de Comercio (OMC). Quieren evitar lo que ha pasado con el programa de subsidios al algodón, el cual fue objeto de una demanda de parte de Brasil y fue calificado de ilegal por la OMC.

El seis de abril se anunció un acuerdo entre EU y Brasil, según el cual el gobierno estadounidense pagará anualmente al país sudamericano 147 millones de dólares por concepto de “ayudas técnicas” para los algodoneros hasta que el Congreso cambie la Ley Agrícola para cumplir con el fallo de la OMC del 2008. Bajo este peso jurídico y fiscal, los miembros de los comités de agricultura en el Senado y la Cámara de Representantes quieren tomar medidas para asegurar los fondos de 2012-2017 para los productores agropecuarios. Pero sin incitar más disputas comerciales ni resoluciones adversas de la OMC.

Se espera reclasificar los subsidios inconsistentes con la OMC para que quepan en la “caja verde”, la cual supuestamente no distorsiona el comercio. Entre los subsidios permitidos están los que subvencionan la compra de pólizas de protección contra la pérdida de las cosechas y los que sirven para proteger el medio ambiente. En las audiencias campesinas se ha hecho hincapié en la importancia de no recortar estos subsidios, pues se rumora que la Ley Agrícola 2012-2017 los reducirá en siete mil millones de dólares a lo largo de los cinco años.

Nadie quiso hablar del cambio climático como una razón del inicio anticipado de la elaboración de consensos hacia la Farm Bill de 2012. Ocurre que los granjeros y terratenientes miembros del American Farm Bureau niegan la existencia de este fenómeno planetario y, por ende, rechazan la necesidad de limitar los gases de efecto invernadero (GHG, por sus siglas en inglés). Ellos portan gorros de béisbol con el lema “Don’t cap my future!” (¡Que no se limite mi futuro!).

Los socios de la National Farmers Union, por otro lado, creen que sí existe el cambio climático y que ciertas prácticas agrícolas pueden reducir los GHGs. La organización misma facilita la venta de bonos de reducción de los GHGs en la Bolsa de Clima de Chicago, y aboga para que el Congreso apruebe una ley que haga obligatorias y masivas estas ventas. Pero es poco probable que el Congreso apruebe una ley sobre el cambio climático en 2010.

Mientras tanto y de cara a las crisis climáticas cada vez más frecuentes, costosas y a veces violentas, los granjeros –crean o no en el cambio climático–, quieren que el Congreso aumente los subsidios gubernamentales a la compra de pólizas de seguros para proteger la viabilidad de sus fincas. Están enfrentando tormentas financieras también, causadas por precios bajos pagados por la agroindustria, en muchos casos por debajo del costo de producción.

El USDA, después de dos décadas de indiferencia a las prácticas anti-competitivas de la industria agropecuaria, lanzó en marzo unas audiencias campesinas para averiguar si empresas como Monsanto han impuesto precios de usura a las semillas y los demás insumos. Si los costos de producción son altos y los precios de materias primas siguen vinculados a la volatilidad de Wall Street, los agricultores buscarán cualquier fuente de estabilidad.

Por eso, buscan los granjeros su salvación en una Farm Bill con subsidios para compensar los daños del cambio climático y los precios volátiles e inferiores en general al costo de producción.

Poco ha servido la retórica agropecuaria de que la salvación campesina se encuentra en las exportaciones subsidiadas. La fórmula pronunciada por el secretario de Agricultura, Tom Vilsack, para concluir las negociaciones agrícolas de la Ronda de Doha de la OMC es de una matemática utópica: Estados Unidos –propone el funcionario– reducirá sus subsidios a la par con el valor comercial de la reducción de aranceles de los miembros de la OMC. EU exige un acceso inmediato e universal a los mercados, mientras que los pagos de subsidios de emergencias, cada vez más frecuentes, contrarrestan el recorte prometido de los subsidios. Por eso, el intercambio exigido por Vilsack es más bien un cálculo político para posponer una conclusión de negociaciones en la OMC hasta que haya un consenso sobre la próximo Farm Bill. Luego será deber de los negociadores de EU que se conforme el próximo Acuerdo sobre Agricultura de la OMC con los términos y cifras presupuestarias de la Farm Bill.

Con la Ronda de Doha estancada, la diplomacia comercial de la administración de Obama se ha enfocado en la vigilancia de los acuerdos vigentes y en las disputas comerciales, mayormente sobre barreras no arancelarias. Entre ellas destacan las de tipo sanitario que enfrentan a EU con México, pero también con Brasil, China, Japón, Rusia, Corea del Sur y Vietnam. La mayoría de estas disputas tiene que ver en parte con asuntos auténticos de salud humana, animal y vegetal. Sin embargo, también hay un trasfondo común de una concurrencia desleal de las industrias agropecuarias trasnacionales, sobre todo de cárnicos, que afecta a los productores nacionales.

Por ejemplo, Tim Wise y Becky Rakocy de la Universidad de Tufts (Boston, EU) mostraron cómo Smithfield se ha beneficiado de un subsidio implícito y fuera de regla de la OMC y del TLCAN, que aplica sobre la alimentación animal estadounidense por debajo del costo de producción (http://www.ase.tufts.edu/gdae/Pubs/rp/PB10-01HoggingGainsJan10.html). Entre 1997 y 2005, los autores estimaron este subsidio en un valor de dos mil 500 millones de dólares. Smithfield en México se ha beneficiado también de este subsidio, además de la importación libre de maíz. Esto favorece a las operaciones de grandes granjas porcícolas, donde los animales están confinados en condiciones que propician enfermedades y contagios que dañan la salud animal y pública. Ni los estadounidenses ni los mexicanos han encontrado la salvación en este sistema ampliamente subsidiado del comercio agropecuario.

Instituto de Políticas Agrícolas y Comerciales (IATP)

Cómo opera la Farm Bill

Para entender la famosa Farm Bill o Ley Agrícola de Estados Unidos (EU) es necesario entender el modelo que está detrás de las políticas de este país. Desde los años 70s el sistema de agricultura de EU se ha estado diseñando para dotar a los gigantes del comercio de granos y cereales como Archer Daniels Midland (ADM) y Cargill de las herramientas necesarias para capturar mercados alimentarios nacionales e internacionales.

Estas empresas ingresan en los mercados del Tercer Mundo por medio de mecanismos estrechamente vinculados entre sí. En primer lugar, trabajan mano a mano con el gobierno de EU y con instituciones como la Organización Mundial de Comercio (OMC), el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) para forzar a los países del Tercer Mundo a abrir sus puertas a las exportaciones agrícolas de EU y a recortar drásticamente sus aranceles y otras medidas de protección de sus mercados y sus productores nacionales. Una vez abiertos los mercados, el segundo paso es derribar la competencia de los productores locales por medio de una política de precios bajos, que de hecho es el verdadero motivo detrás de las leyes agrícolas que se hacen cada cinco o seis años. Para dominar los mercados de terceros países, estas empresas necesitan ofrecer un alto volumen de mercancías baratas, lo cual no representa para ellas ningún problema ya que les es fácil ofrecer granos a un precio tan bajo que nadie puede competir con ellas. Cada seis años surge una nueva Ley Agrícola diseñada para reducir los precios a niveles de, o, en ocasiones, por debajo de los costos de producción. El propósito de los subsidios que paga el gobierno de EU a los grandes agricultores es otorgarles pagos compensatorios que les permitan vivir y crecer en condiciones de contracción de precios que de otra manera les imposibilitarían seguir produciendo.

Que muera el pequeño agricultor. La Farm Bill beneficia enormemente a los grandes productores de cultivos predilectos como el maíz, soya y algodón, pero perjudica al pequeño agricultor familiar. No es exagerado afi rmar que la Ley Agrícola deja perder a la granja familiar, pues pasa por alto todos los temas por los que tanto habían luchado los pequeños agricultores y las organizaciones campesinas –como por ejemplo la prohibición de que las empacadoras de carne posean ganado en pie, o que un agricultor familiar pueda benefi ciarse del Programa de Incentivos para la Calidad Ambiental, o la posibilidad de incrementar el ingreso agrícola por medio de empréstitos o de subsidios. La Ley Agrícola reformula las desigualdades preexistentes. Un diez por ciento de las personas que reciben subsidios agrícolas prácticamente captan dos terceras partes de los fondos, mientras que 80 por ciento recibe tan sólo la sexta parte.

Los estadounidenses no pueden consumir toda la producción agrícola de su país, por ello deben vender más al extranjero. Alrededor de 25 por ciento del ingreso de los agricultores de EU es generado por las exportaciones, lo que signifi ca que los mercados extranjeros son esenciales para la sobrevivencia de los productores. Para ponerlo en términos más simples: “lo que queremos es vender nuestra carne, maíz y frijol a la gente alrededor del mundo que necesita comer”, según dijo George W. Bush en mayo de 2002, cuando era presidente de EU.

La Ley Agrícola está basada en el mito de que las exportaciones son la única posibilidad de salvar al pequeño agricultor de EU. Sin embargo, esto no se ha cumplido. Los bajos precios de las mercancías han causado el incremento de ganancias de las empresas procesadoras, exportadoras y productoras de semillas y químicos y han destruido el modus vivendi de los agricultores familiares.

* Este texto fue armado con extractos tomados del texto “Perdiendo nuestra tierra: la Ley Agrícola de 2002”, de Anuradha Mittal y Peter Rosset, que se publicó en el libro Cosechas de ira, de Armando Bartra, editado por Itaca, 2003.

Guatemala

El campo rezagado

Ricardo Zepeda

Guatemala históricamente ha ocupado los últimos lugares de desarrollo social en América. Los datos generales de pobreza (56 por ciento) y desnutrición infantil (51 por ciento) son de los más altos del continente y su tendencia es de aumento Sin embargo, estos datos esconden una realidad aún mucho más grave: que la pobreza se concentra en el campo, y que afecta especialmente a la población indígena, lo que denota un país racista y excluyente que incluso ha institucionalizado estos rasgos en sus políticas públicas.

Guatemala es un país sumamente rico en recursos naturales, ubicado en un área geográfica estratégica y con la riqueza cultural de más de una veintena de grupos étnicos. Además cuenta con variados climas, suelos fértiles y abundantes recursos hídricos, lo que ha posibilitado el desarrollo de prácticas agrícolas sumamente desarrolladas y avanzadas. Esto no sería realidad si no existiera además una relación estrecha de la población con la tierra, que va más allá de lo cultural: abarca la espiritualidad. Para la población campesina guatemalteca, la tierra es mucho más que un medio de producción: es el espacio donde desarrollamos nuestra vida, donde socializamos y producimos nuestros alimentos, el sustento de nuestra vida y nuestro país.

A pesar del fuerte vínculo con la tierra, la población campesina históricamente ha sido despojada de ella, mediante diversos mecanismos: el arrebato violento; la ocupación ilegal; el engaño a las comunidades para generar confusiones jurídicas, o la compra simple, propiciada por situaciones de empobrecimiento que van rompiendo las capacidades de la población para resistir ante estas amenazas.

En general, la pérdida de la tierra por parte de la población campesina es tan grave que nos ha llevado a ocupar otro último lugar continental en la equidad en la posesión de este recurso. La concentración de la tierra en pocas manos, marcado con un índice de Gini de 0.84 –que implica que dos de cada cien productores posee el 57 por ciento de la tierra, mientras que el 45 de cada cien posee solamente tres por ciento.

La respuesta estatal a esta problemática ha sido seguir la recomendación del Banco Mundial: promover el acceso de la población campesina a la tierra mediante la compra de la misma al grupo de familias latifundistas. Este ensayo, denominado Reforma Agraria asistida por el mercado, fue un fracaso total en tanto que no se planteó de una forma coherente a las necesidades campesinas y no es integral en sus planteamientos, además de que motivó la corrupción mediante la compra de las peores tierras disponibles a precios exorbitantes. Ante el evidente fracaso de esta opción, posteriormente se planteó la renta de tierras para que los campesinos tuvieran donde trabajar, sin lograr la propiedad de la tierra. Este ha sido el ensayo que más se ha consolidado, aunque, de nuevo, implica el enriquecimiento de las familias latifundistas, con fuertes costos para el Estado y el mantenimiento de las condiciones de pobreza para el campesino.

Hoy día surgen nuevas amenazas para las familias campesinas. La fertilidad de los suelos y la abundancia de agua, especialmente, han implicado que grandes corporaciones agroindustriales fijen su mirada en el campo guatemalteco. Éstas, de capital nacional o trasnacional, compran y alquilan las tierras para desarrollar monocultivos orientados a la exportación, básicamente palma africana y caña de azúcar, o cultivos como melón o banano. Además ofrecen comprar el producto a futuro, sin arriesgarse. Estas empresas se insertan agresivamente en el campo guatemalteco, expulsando a las familias campesinas, ocupando su territorio, consumiendo sus recursos y contaminando sus aguas y suelos.

La existencia misma de la población campesina se ve amenazada por los grupos de poder que detentan el poder del Estado, promoviendo un campo sin campesinos, una producción alimentaria orientada a la exportación, el cambio en la utilización de semillas y la introducción de fertilizantes químicos que degradan los suelos y promueven la dependencia alimentaria de toda la población nacional.

La respuesta de las organizaciones sociales a estas situaciones es la apertura de un Sistema de Desarrollo Rural Integral, en el cual se centralicen las acciones de acceso a la tierra, de créditos al pequeño productor, de asistencia técnica, de diversificación de los cultivos, de almacenamiento de granos básicos y de apoyo a la comercialización.

Investigador IDEAR-CONGCOOP



FOTOS: Susie Gun

Guatemala

Maíz, tierra y dignidad, retos de indígenas

Según cifras oficiales, en Guatemala 45 por ciento de la población es indígena –fundamentalmente maya, pero también xinca y garífuna–, pero hay otras fuentes que llevan esta cifra a 60 o incluso hasta 80.

Y de acuerdo con Carlos Batzin, miembro del Consejo Indígena de Centroamérica, los principales retos de los indígenas hoy son “la dignificación de nuestros pueblos, con un combate serio a las estructuras de discriminación y racismo; la identidad nacional, pues lo que hoy existe es una identidad ladina, con patrones occidentales que invisibilizan a las culturas originarias, y lograr una reforma agraria profunda”, ya que luego de la privatización ocurrida en los siglos XIX y XX de las tierras y otros bienes comunales, “hoy 90 por ciento de la tierra productiva de Guatemala está en manos de dos por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA)”.

Y otro reto más es enfrentar la vulnerabilidad en la seguridad alimentaria, pues el maíz, el principal cultivo del país, está amenazado por el posible ingreso de semillas transgénicas, y por importaciones masivas del grano, que desestabilizan los precios al productor. Además de que el gobierno guatemalteco está generando una división en la población rural al ofrecer fertilizantes a bajo costo sólo para quienes se afilien al partido oficial. “Nos preocupan todas las manipulaciones que hay alrededor de nuestro grano básico, que tiene mucho significado para nosotros”.

Un asunto que está encendiendo los focos rojos son los programas que el Estado guatemalteco tiene, “de repartición de tierras a pueblos indígenas”. Estos esquemas están plagados de vicios y corrupción, pues implican el pago de fincas de terratenientes y el otorgamiento de créditos a los indígenas para que cubran después el pago. “Pero la tierra se está vendiendo diez o 15 veces más cara de su valor real”.

Mientras tanto y considerando que –según cálculos personales de Batzin– alrededor de 40 por ciento de los indígenas carece de tierra y quienes sí tienen son microparcelas que no llegan ni a una hectárea, hay una lucha constante por la tierra pero que el Estado reprime muy violentamente, con el resultado de desalojos e incluso gente muerta en enfrentamientos. Los grupos indígenas han tratado de establecer espacios de diálogo con entidades designadas por el gobierno, pero “no llegamos a acuerdos reales porque los terratenientes no han querido sentarse a la mesa, y el Estado en Guatemala es muy débil”.

Los latifundistas no tienen límites. “Hay algunos que dicen que recorren sus propiedades en helicóptero y no terminan de cruzarlas; son unas cuantas familias que cuentan con miles y miles de hectáreas de las mejores tierras, planas”.

De acuerdo con Batzin, la situación de los indígenas en el área rural guatemalteca es de extrema pobreza, “pero eso no es lo más significativo para nuestras comunidades, pues hemos vivido en esas condiciones durante los últimos 500 años. Lo más significativo y por lo que se lucha es por una dignificación de nuestros pueblos. O sea, hablamos de un combate serio a las estructuras de discriminación y racismo. Con sus políticas de desarrollo, los gobiernos de Guatemala, y de Centroamérica toda, ofrecen que si hoy tenemos un pan mañana vamos a tener dos. El problema para nosotros no es más riqueza, sino cómo se distribuye esa riqueza y por eso nuestras críticas a las estrategias de combate a la pobreza son muy serias. La pobreza continuará si no se botan esas viejas estructuras donde se sostiene la discriminación y si no se respetan las diferencias culturales”.

Es cierto, dice, que después de años prolongados de guerrilla en el país, hay cambios, “algo que nosotros llamamos seudo-desarrollo, porque nos están permitiendo la lengua, fortalecer nuestros trajes, ciertas formas de tecnología... Pero no quieren acceder a que nosotros hablemos de derechos como la autonomía; la libre determinación; el consentimiento previo, libre e informado, o el derecho a la diferencia, que son derechos básicos que los pueblos indígenas necesitamos para proyectar un desarrollo de acuerdo con nuestras capacidades y realidades actuales (...) Nuestras propuestas son de pluriculturalidad, donde haya la participación de todos los pueblos en la definición de un proyecto político de nación que se construya sobre procesos incluyentes, no discriminatorios, no de explotación y para nosotros este tipo de proyecto político pluricultural sería iniciar discutiendo una nacionalidad, una identidad nacional para el Estado guatemalteco, que en estos momentos no existe, porque es una identidad ladina, desde patrones occidentales que invisibilizan a las culturas indígenas”.

El entrevistado comenta que lo que se considera “la era de la democracia, de la paz, de los derechos humanos” en la región de Centroamérica es otra cosa, pues con el establecimiento de los tratados de libre comercio y la injerencia de la Organización Mundial de Comercio, se está decidiendo desde fuera la propiedad intelectual de los recursos indígenas, y además a los campesinos, a los indígenas, se les criminaliza y se les tacha sin fundamento de narcotraficantes y terroristas, lo cual es muy peligroso, pues sin una definición clara de lo que es ser terrorista, cuando a alguien se le acusa de eso se le ignoran todos sus derechos humanos, “y han pasado casos con hermanos indígenas, que son secuestrados, torturados, tan sólo por sospechas en ese tipo de situaciones”. Además, dada la creciente infiltración del narcotráfico en los territorios indígenas, hay temor en los pueblos, “las autoridades comunitarias mismas están atemorizadas”,

Para rematar, dice Batzin, los indígenas resienten tres crisis: la energética, por el agua y la del cambio climático. Y en lugar de que haya políticas públicas que permitan utilizar el conocimiento indígena para enfrentar esto, “nos imponen modelos extranjeros de adaptación y mitigación”. El conocimiento indígena dice que debemos asegurar primero el desarrollo de la naturaleza –conservando el territorio con los usos culturales que le damos, con espacios sagrados, de engendramiento, de observación, de comunicación con los ancestros, etcétera– y luego el nuestro, si no, vamos a perecer frente a la furia de la Madre Tierra” (LER).



FOTO: Cortesía Vamos al Grano - Honduras

Honduras

Una tragedia social

Ariel Torres Funes

El golpe de Estado del 28 de junio del año pasado y sus repercusiones confirmaron que Honduras es una nación con profundas divisiones internas, producto de las desigualdades que se han acumulado durante muchos años. Específicamente las condiciones de vida y productivas que se viven en las zonas rurales de este pequeño país centroamericano son alarmantes; la riqueza económica se acumula en pocas manos, mientras 15 personas mueren diariamente por una alimentación insuficiente.

Ocho de cada diez familias campesinas en Honduras no tienen tierras o poseen predios menores de cinco hectáreas, básicamente en zonas de ladera, aisladas de los mercados y de las vías de comunicación. En contraste, uno de cada cien productores posee la tercera parte de las tierras cultivables, por lo general en los valles.

En el agro lo que se vive es una tragedia social y productiva. Mientras los campesinos reclaman tierras para trabajar, el país pierde anualmente unas 108 mil hectáreas por diversas razones, entre ellas la deforestación. En unos diez años más, de continuar este modelo que privilegia a los grandes ganaderos y explotadores de la madera, Honduras perderá más de dos millones de hectáreas de bosques. Por otra parte, con las actuales políticas públicas, además de los bosques, se avanza hacia la desaparición del agua y de los suelos. Según diversos estudios, la zona sur del país en pocos años se considerará semidesértica.

El rezago en las zonas rurales hondureñas es tal que, por ejemplo, los niños más pobres tienen cuatro años promedio de educación, mientras que los más ricos tienen diez años y más. El 42.1 por ciento de los niños campesinos son desnutridos, frente a 24.6 por ciento en las zonas urbanas.

Actualmente, el salario agrícola promedio alcanza los 148 dólares, lo que les ajusta únicamente para cubrir un 49.7 por ciento del total de la canasta básica de alimentos.

Al margen de las cifras, la desigualdad se agrava en los grupos sociales más vulnerables: desde los indígenas hasta las madres solteras. En grupos sociales como los indígenas de la Montaña de la Flor o los tawahkas no existe un solo nativo que se haya graduado de alguna universidad y pocos son los egresados de educación media. Nacer campesino e indígena es tener una vida más cuesta arriba que la del resto de la población –y más si se es mujer.

Es evidente el abandono creciente del campo por parte del Estado. Basta señalar que del Presupuesto General de la República se le asigna menos de dos por ciento a la agricultura, mientras que en 1990 la inversión era del 11.1 por ciento. Resulta paradójico porque, en comparación con el resto de los sectores económicos, el agro es el que más empleos genera: casi 40 por ciento de los puestos de trabajo del país.

A pesar de todos estos hechos, la necesidad de promover reformas profundas en el agro es un debate que rechazan los grupos de poder en Honduras, pues no les interesa que se cuestione la desigualdad en el acceso a los recursos productivos. Los terratenientes y gobernantes dicen estar de acuerdo con fomentar la agricultura, pero le temen a una transformación agraria, a políticas que promuevan la justicia en el campo. “Y es que no es lo mismo: el concepto de agriculturase limita a la producción y productividad de alimentos, mientras que transformación agraria implica cambios políticos, económicos y sociales”, comenta Rigoberto Sandoval Corea, uno de los ideólogos de los procesos de la reforma agraria iniciada en los años 60s y que tuvo su auge y declive en los 70s.

“Los gobiernos no hablan sobre la necesidad de impulsar reformas políticas a fondo, buscar la seguridad alimentaria por medio de la justicia económica, que se reconozca el papel fundamental de la economía social, potenciar cambios en las políticas públicas a favor de los pequeños y pequeñas agricultoras; defender el medio ambiente y los recursos naturales o impulsar una gestión de riesgos que parta desde las aldeas hasta la administración central”, comenta Edgardo Chévez, coordinador general del Organismo Cristiano de Desarrollo Integral de Honduras (OCDIH), organización miembro de la Campaña por la Agricultura “Vamos al Grano”, iniciativa que se desarrolla además en México y Guatemala.

Pero no existe voluntad política ni interés para resolver el problema de la pobreza rural; los retos por mejorar las condiciones de los y las campesinas no se ven reflejados en los planes de país definidos por los gobiernos, cuyo enfoque neoliberal sólo contribuye a profundizar las desigualdades sociales y económicas. Para el caso, el término de “reforma agraria” ni se menciona en el Plan de Nación presentado por el presidente Porfirio Lobo Sosa.

Ante esta inoperancia, el panorama empeora si le agregamos los nuevos elementos que caracterizan el agro hondureño, entre ellos la presencia intimidante de bandas delincuenciales, como el narcotráfico que se vuelve un terrateniente más ante la incapacidad institucional para detenerlo. O el impacto negativo y devastador del cambio climático, que afecta con mayor fuerza a los pequeños y pequeñas agricultoras. Naturalmente, son los pobres, sin acceso a los espacios de participación y decisión, quienes se ven cada vez más afectados ante estas realidades agrarias.

Oficial de Medios y Comunicación de la Campaña por la Agricultura “Vamos al Grano” en Honduras


Nicaragua

Seguridad jurídica para la tierra de los indios


FOTO: Lon & Queta

El momento actual de los indígenas de Nicaragua está dividido en dos. Por un lado están los pueblos de la Costa Atlántica, que históricamente han permanecido en sus territorios y están en medio de un proceso gubernamental de titulación de sus tierras, lo cual les da seguridad jurídica –aunque también genera un capítulo de negociación con colonos no originarios.

Y por otro están los indígenas del Pacífico y del centro quienes desde la Colonia han venido siendo despojados de sus tierras (sufrieron confiscaciones durante el gobierno de Anastasio Somoza y la Reforma Agraria también les afectó parte de sus territorios). Estos pueblos, de las etnias matagalpa, chontal y nahoa vislumbran caminos legales para recuperar tierras, pues el Estado de Nicaragua firmó recientemente, en mayo de este año, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el cual reconoce los derechos territoriales y a la autodeterminación de los pueblos indígenas y tribales.

María Hazel Law Blanco, indígena miskita, precisa que desde 2006 el gobierno de Nicaragua ha venido extendiendo títulos de las tierras de la Costa Atlántica a los pueblos indígenas y afrodescendientes miskito, rama, creole y garífuna y “podemos decir que están adquiriendo seguridad jurídica”. Esto, obviamente no resulta fácil, pues por ejemplo en la Región Autónoma Sur, compartido por ramas y creoles, hay dificultades en la definición de las fronteras.

Además se ha abierto un nuevo capítulo, en que los pueblos indígenas deben negociar con los colonos que se han asentado en sus tierras a lo largo de años. Hay algunos, sobre todo los que viven allí desde hace tres o cuatro décadas, que no implican problema, pues se ha establecido con ellos una convivencia armónica, no obstante que son mestizos. Pero hay otros, que llegaron y con artimañas se asentaron allí en los años 90s. “De acuerdo con la Ley de Intendencia y Propiedad, habrá que ver con cuántos de ellos se llega a acuerdos, que pueden ser de arrendamiento, alquiler, o que salgan del territorio si no hay posibilidad de convivencia”.

En Kukalaya, en la región autónoma del Atlántico Norte, hay gente que llegó allí para explotar la madera, y lo hizo con artimañas. La comunidad ha dicho que no quiere a esos colonos.

La entrevistada comenta que en total, las etnias del Atlántico y Pacífico-centro representan alrededor de 15 por ciento de la población nacional.

Señala que más allá de lo que está ocurriendo con la tenencia de la tierra, un desafío importante que tienen es recuperar la capacidad productiva, debido a que la mayoría de las comunidades de la Costa Atlántica fueron devastadas totalmente por los huracanes Beta, de 2005 y Félix de 2007. Y los efectos siguen presentes.

En este marco, los indígenas nicaragüenses están buscando encarar el tema del “buen vivir”, que es el desarrollo con identidad y con respeto a la Madre Tierra (LER).