19 de junio de 2010     Número 33

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Julián Villar Barranca

Zoila Reyes Hernández

A la mañana siguiente de mi deportación el pollero me dijo: “¿Lista señora?, ya se va”. Yo no estaba preparada moralmente. Como pude, rápido, me puse doble blusa, suéter y chamarra, guardé el peine, cepillo y pasta dental, pero el celular era lo más importante, siempre iba conmigo. Me encomendé a Dios y salí muy nerviosa. Afuera estaba el señor Pelos, mi guía para intentar cruzar la línea por segunda ocasión. Tenía que afrontar el miedo, mi obstáculo principal para cumplir mi sueño. Caminamos por el mismo lugar; como el día anterior, tuve que pasar el río sola; el corredor se quedó aún más lejos, sólo me gritaba: “¡Brínquese rápido! ¡Piérdase en las casas! ¡No se quede parada!”.

Crucé aquel río que el día anterior fue testigo de mis temores; ahora ya sabía dónde podía pisar. ¿De qué me sirvió?, la mala suerte me seguía. Apenas salí a la brecha de terracería y ya me esperaban dos patrullas fronterizas, yo casi no podía avanzar con el pantalón mojado. “¡Alto ahí!” Y me quedé esperando como hipnotizada a que los oficiales llegaran a mí. “¡Levanta las manos!” –gritaron mientras me revisaban–. Y otra vez: “¿Traes droga? ¿Cómo te llamas? ¿A dónde vas? ¿Qué vas hacer? ¿Con quién vienes? ¿No te da miedo? ¿No sabes lo que está pasando en Juárez con las mujeres?”. Les dije que estaba enterada de todo lo de las muertas de Juárez. “¿No tienes miedo?”. “Sí, pero el hambre y la necesidad es más fuerte que el miedo”.

En esos momentos me sentí más sola que nunca, me hacían falta mis hijos, pero más que nada un apapacho del hombre que amo con toda mi alma y que por obra del destino se encontraba muy lejos. La soledad que invadía mi alma me hacía sentir más miedo. Llegué a la oficina de migración a las dos de la tarde. Una vez más me revisaron, traté de repetir lo mismo del día anterior para no perjudicar mi visa, al terminar mi declaración me encerraron en la misma celda. Mi tristeza era muy grande, no tanto porque la migra me había detenido pues sabía a ciencia cierta que luego estaría libre, sino porque no podía ir al lado de mis hijas que viven en Denver, Colorado, ni podía trabajar para darles una buena educación a mis hijos que estaban en casa, en Oaxaca. Pero, ¿qué más daba si la suerte no era para mí en esos momentos?

Eran como las diez de la noche cuando trajeron a una mujer sola, le tomaron sus datos y después la metieron en la misma celda. Temblando de frío apenas podía detenerse, su ropa estaba empapada. La vi tan mal que no dudé ni un instante de quitarme una blusa y un suéter para ofrecérselos. El frío la dominaba, decía que sentía mareos. En ese momento llevaron a una joven, le tomaron sus datos y la metieron en nuestra celda. Entró sonriente, tal vez porque era la primera vez que lo intentaba. Intercambiamos palabras pero nos preocupaba la otra compañera porque se quejaba de dolor. Con toquidos en las ventanas llamamos a un oficial: “¿Qué pasa?”. “Se siente mal la señora, tiene dolor de estómago, es por el frío”, le dijimos. Regresó como en cinco minutos trayendo una cobija. Le preguntamos que si tenía café o agua caliente. “No”, respondió. El estómago nos gruñía. Con señas le dijimos al oficial que teníamos hambre y sed. Nos trajo jugos de manzana y barras de granola con chocolate, medio nos quitamos la sed.

Esperanza, la joven, dijo: “Saliendo lo voy a intentar de nuevo, no me queda de otra, o me quedo en la cárcel o logro llegar a mi destino. No puedo volver a mi casa en Chiapas porque está de por medio mi vida”. Con lágrimas nos contó que acababan de matar a su papá y a su hermano por falta de dinero para darle al asesino que los chantajeaba y no sabían por qué; nos dijo que todo era por vía telefónica: “Primero le pidieron una cantidad de dinero a mi papá y como no cumplió lo mataron, lo mismo sucedió con mi hermano. Ahora las llamadas son para mí. Tengo mucho miedo, no me quedé ni al entierro de mi hermano. Salí huyendo con mi esposo y mis hijos. No tengo a dónde ir, no puedo volver porque me matarán y no sé por qué están matando a todos los varones de mi familia”. Sentía compasión, pero juro que las palabras entrecortadas de Esperanza me contagiaban su miedo. No sabíamos cómo animarla pues las tres estábamos encerradas esperando la misma suerte.

En ese momento, de mi corazón salían palabras hacia México: “No se preocupen, estamos con vida, quizás en otro intento logremos la meta”. Pasamos la noche en vela. Mientras tanto, otra recién llegada no corría la misma suerte porque en su primer intento sería enviada a la cárcel. Su semblante reflejaba angustia y desesperación. Cada vez que la sacaban a firmar papeles o requisitos nos regalaba una sonrisa, pero detrás de aquella sonrisa había dolor, una pena tan grande que contagiaba a todos los que la observaban. Vamos, yo no podía quitarle la vista ni un instante porque su pena también era mía. Le pusieron las esposas y se la llevaron como delincuente, yo sentí en carne propia el dolor que ocultaba detrás de la mirada pero no podía hacer nada. Pensé en la crueldad, porque nuestro único pecado es querer trabajar. Al amanecer Esperanza decía: “Nos vamos pero mañana estamos aquí”. Su sonrisa fue cambiando porque a las diez de la mañana nosotras seguíamos encerradas y el hambre aumentaba. Como a las 11 abrieron la puerta y dijo un oficial: “Salgan rápido, pónganse de frente a la pared”. Nos esculcaron a las tres, abiertas de pies una oficial nos metió mano donde no debía. Como no llevábamos nada, nos dieron nuestras cosas y luego nos subieron a la perrera, parecíamos perros enjaulados. En ese momento nadie iba derrotada porque sabíamos que había vida y obviamente porque ya nos iban a liberar. Nos llevaron a la migración de Texas, ahí estuvimos encerradas como dos horas, por la ventana pedíamos unos burritos a los oficiales pero nunca llegaron. Yo les dije: “¡Qué malos son!, les pedimos algo de comer y no nos dieron nada”. Uno de ellos respondió altanero y prepotente: “Aquí no es hotel. Váyanse y no vuelvan”. Caminamos entre reja y reja hasta llegar al pasillo que nos conduciría al puente de Santa Fe, la salida a Ciudad Juárez.

Siendo las dos de la tarde, nos encontramos en la calle sin saber qué hacer. Yo no traía dinero porque don Arturo quedó de dármelo cuando estuviera del otro lado. La compañera me dijo: “Yo traigo dinero, vamos a buscar un hotel”. Al instalarnos en el Hotel Bambaneo descansamos un momento, luego salimos a comer a un restaurantito, casi me comí todo el pedido pues habían pasado 28 horas del alimento anterior. Mi compañera no probaba bocado, sólo lloraba en silencio porque no logró llegar con su esposo. ¡Tantas ilusiones de estar con él!, tenía más de tres años de no verlo.

Yo le decía: “No llores, tenemos vida y salud, quizás pronto regresará”. “Sí, pero yo quería ayudarlo cuando menos un año. No se pudo”. Le dije: “Si tú quieres inténtalo de nuevo”. Me contestó: “Ya con lo que sufrí fue suficiente, ya no quiero volver a sufrir lo mismo. Mi comadre me engañó, yo no pensaba venir pero ella es coyote y me dijo que me animara, que me iba a pasar, que no me dejaría sola ni un momento. Yo no quería porque tenía miedo, mi comadre convenció a mi esposo para que permitiera el viaje. Él le dijo: ‘Tú te vas a hacer responsable ¡Cuidado y me la dejes!’. Y mira dónde estoy”. Yo la escuché con calma y atención, parecía que éramos grandes amigas, conocidas de mucho tiempo. Rumbo al hotel me seguía contando su historia. Le pregunté por su comadre y me dijo: “Creo que ya pasó, se fue antes que yo, a mí me mandaron con dos hombres, uno de ellos me apoyó mucho en el camino, no me dejaba, cada que me quedaba jalaba, pero al cruzar el río ya no podía caminar con la ropa mojada y le dije a ese muchacho ‘¡Corre, vete, déjame aquí! ¡No permitas que te agarren!’. No quería hacerlo, pero yo insistí, no podía permitir que por mi culpa lo agarraran. Creí que más adelante me esperarían, pero corrieron tanto que ya no los vi, traté de alcanzarlos pero mis piernas no daban más. Avancé lentamente como media hora, les grité y les grité pero nadie respondió. Pensé que ya habían cruzado la línea y yo sola en aquel desierto a las diez de la noche. No sabía qué hacer ni para dónde ir. Tenía mucho miedo de encontrar algún hombre malo en pleno desierto y me volví para atrás, crucé el río de nuevo, el agua estaba helada y al salir a una brecha me quedé sentada con la esperanza de que la migra me levantara, mi ropa se pegaba en mi piel y el frío inmenso traspasaba hasta mis huesos. Como a los 20 minutos aparecieron las luces de una patrulla, me levanté y me puse a media carretera. Los oficiales bajaron gritándome de mala forma y apuntándome con un arma; supongo que creían que era un hombre, pero cuando vieron que era mujer ya me hablaron con tono de compasión y me subieron a la patrulla. No les importó mi frío, pusieron el clima helado. Así llegué a las oficinas de migración, lo demás ya te lo sabes porque lo estás viviendo en carne propia”.

“No te preocupes, todo va a estar bien”, le dije. Al llegar al hotel descansamos como dos horas, luego me levanté y me fui a buscar al pollero para que me diera mi mochila y algo de dinero. Al llegar a la casa de este señor, no me quiso dar dinero, me entregó mi mochila y me dijo: “Dígale a don Arturo que le dé”. No era la persona honesta que yo creía porque se quedó con mis 20 dólares. De nuevo regresé al hotel, por la noche mi compañera me contó su vida y ni cuenta nos dimos cómo nos quedamos dormidas. Al otro día, salimos a buscar un café caliente y a almorzar, ya estábamos más relajadas.

Al regresar al hotel le hablé a don Arturo para que me trajera dinero. Al llegar este señor, me dijo: “¿Qué pasó señora?, ¿no se pudo? El Paso está muy caliente, nunca me había sucedido algo parecido. Usted dice si lo intentamos otra vez, pero ya no quiero exponerla. De verdad lo siento mucho, mejor véngase para mayo o junio”. Pero yo había decidido volver a Oaxaca. Entonces don Arturo dijo: “Las llevo a la salida de autobuses que van al aeropuerto”.

El plan era perfecto. Ya en la parada de la ruta, el señor Arturo nos deseó buen viaje. El dinero se fue, de mil 200 dólares que le di sólo me devolvió 240. ¿Qué podía hacer? No tenía caso discutir. Al subir al autobús quedaban atrás mis ilusiones de trabajo y mis hijas. No lo había logrado, pero sí logré un objetivo: tenía material para escribir, había vivido en carne propia algo de los sufrimientos de los ilegales al pasar la línea. ¡Nadie me lo iba a contar!

De pronto, una llamada de mi hija Martha desde Denver me sacó de mis pensamientos. Me dijo que dónde estaba porque pasaría a recogerme un corredor en el que confiaba plenamente. Yo le dije: “No hija, ya me voy, ya no quiero jugar con mi destino, que tal que ahora sí me voy a la cárcel, ya me lo advirtieron”. Mi chaparra se sintió desesperada: “¡No mami, no se vaya!, usted nunca le ha tenido miedo a nada, hoy no se me puede echar para atrás. Bájese de la ruta, por favor escuche a este señor mamita, yo sé lo que le digo”. Le dije: “No hija, ya me voy”. “Mamá, la esperamos sus dos hijas y sus nietas, inténtelo la última vez”. Le pedí que me hablara en media hora, cuando yo estuviera en el aeropuerto. “Está bien mamita ¡Piénselo!”. Las lágrimas humedecieron mis mejillas. Me sentía en una encrucijada: volver a Oaxaca con mis pequeñas o jugármela para estar con mis hijas y mis nietas que me esperaban en Denver, Colorado. Continuará…

Escritora indígena de la Mixteca oaxaqueña. La edición del manuscrito original ha sido realizada por Gisela Espinosa Damián (UAM-Xochimilco).