Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de junio de 2010 Num: 797

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El verdadero patriota argentino
LAURA GARCÍA

La pasión de Concha Urquiza
JAVIER SICILIA

Breve antología
CONCHA URQUIZA

Cine y zapatismo
JUAN PUGA entrevista con ALBERTO CORTÉS

Las güeras, de José Antonio Martínez
INGRID SUCKAER

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Luis Tovar
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Un mínimo tributo

El pasado lunes 17 de mayo alcanzó los setenta y cuatro años de edad; doce días después de su cumpleaños, murió a consecuencia del cáncer de próstata que padecía. Era un adolescente de dieciséis cuando hizo sus primeras apariciones en la pantalla de televisión, antes que en la de cine, en el cual debutó, ya veinteañero, con un papel ni siquiera registrado en la ficha oficial de la película Johnny Guitar, dirigida por Nicholas Ray hace cinco décadas, un lustro y un año.

Dicho cineasta –que en 1961 decidió malbaratar su talento al hacerse cargo del inefable Rey de reyes– debió ver algo peculiar en ese novel actor para incluirlo, un año más tarde y aunque todavía no desempeñando un rol del todo relevante, en la hoy mítica Rebelde sin causa (1956), es decir, uno de los tres filmes que le dieron condición de inmortalidad al tempranamente malogrado James Dean. Este último, por su parte, debió apreciar en su igualmente joven colega más de una cualidad notable, puesto que ese mismo año, y también como fruto de la fuerte amistad entablada, el entonces encumbrado Dean hizo gestiones y consiguió que su amigo figurara, ahora sí con un papel de mayor relevancia, en Gigante, es decir otro de los tres filmes referidos antes; el que falta es Al este del Edén, de Elia Kazan.

Ya son parte referidísima de la leyenda que lo envuelve, datos como el hecho de haber gastado solamente 400 mil dólares –cifra que, cuando de hacer cine se trata, resulta irrisoria incluso ubicándola en el Hollywood de 1969– para sacar adelante un filme concebido, escrito, dirigido y producido por él mismo, eso sí con la ayuda inestimable de un Peter Fonda para entonces poderoso en la industria cinematográfica, que coescribió el guión y coprotagonizó el filme, mismo que, entre otras curiosidades, incluye la participación histriónica de un todavía bisoño y poco reputado Jack Nicholson, así como la de Phil Spector –sí, el músico y productor sobre todo conocido por su trabajo al lado de The Beatles.

Easy Rider, que así se llama este pequeño parteaguas –en México, cuándo no, le añadieron la cursilería imposible de “busco mi destino”–, se convirtió en un fenómeno de taquilla que no sólo puso de relieve el bajísimo presupuesto en él invertido sino algo muchísimo más importante: que en aquella época, triste y flaca en términos de originalidad fílmica en la dizque Meca del Cine, Hollywood aún era capaz de reinventarse gracias a la irreverencia, la iconoclastia y la incorrección.

Los riesgos del éxito inesperado le cobraron factura dos años después, en su fallido segundo filme como director, titulado The Last Movie –que, por cierto, no fue su última película–, pero se repuso relativamente pronto, lo mismo de aquel golpe que de una recaída en películas nada memorables en las que actuó, y eso sí por todo lo alto en virtud de su breve pero muy sustanciosa aparición en Apocalypse Now (1979), la muy conocida obra maestra de Francis Ford Coppola. Un año más tarde tuvo su desquite como realizador gracias a la bastante aceptable Out of the Blue, en la que también llevó el papel protagónico. Tres veranos después fue parte insoslayable de otro mito cinematográfico, titulado Rumble Fish –en México La ley de la calle–, asaz de un Coppola en aquel entonces en plenitud creativa.

Con medio siglo de vida a cuestas, en 1986 le dio cuerpo y rostro a Frank Booth, uno de los personajes más oscuros y más paradójicamente fascinantes que ha generado la cinematografía mundial. Salido de la mente abisal de David Lynch, el personaje Booth es aquel en torno al cual giran el miedo, la angustia, la obsesión, la culpa y el castigo en Blue Velvet, y quiere la leyenda que haya sido el propio actor quien le pidiera, le solicitara encarecidamente a Lynch que no le concediese el papel a nadie más, puesto que el personaje “era perfecto para él”.

De manera inevitable, la parte del mito que más consumo genera es, precisamente, la que lo ubica como un desaforado degustador de estupefacientes, hábito que le habría dejado en consecuencia no sólo una merma física y de salud de la cual jamás habría podido recuperarse del todo, sino el torcimiento, ya incorregible, de una trayectoria profesional que lo condujo a malbaratar –de nuevo– su talento en películas tan innobles como pueden serlo Super Mario Bros. (1993), basada en el homónimo y estupidizante juego de video, así como el Mundo acuático (1995) de Kevin Costner.

Empero, más relevante que esto último es el espíritu que, ya sin el cuerpo donde habitó, transita libremente cual si condujera una Harley Davidson 1200 a través de rutas exploradas sólo por unos pocos que, como él, mantuvieron entera y constante la osadía de vivir sin cortapisas.