Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De la academia, a la bohemia y más allá...
M

e es difícil, muy difícil, hablar de mi querido profesor Bolívar, de quien aprendí tanto en estos últimos años.

Le conocí, como la mayoría, en un aula. Yo, como todos los otros, sabía que a las clases de Bolívar se llegaba 15 o 20 minutos antes de la hora indicada. El objetivo era apartar un buen lugar, lo más cercano al escritorio o, ya de perdida, lograr obtener una buena banca, porque si no se tomaba esta pequeña precaución, a veces el democrático suelo también era insuficiente. Siempre había que esperar en el pasillo a que se abriera la puerta de la clase anterior –tampoco es novedad que en Filos el espacio y las aulas nunca sobran–. De hecho, en estas muchas esperas no faltó el indignado profesor que al salir de su cátedra sintiera las miradas expectantes que le apresuraban a desalojar el aula con velocidad. Y el pobre, desconcertado, no se atrevía a preguntar la causa de semejante motín.

El tiempo de espera previo a la clase era ideal para la charla de pasillo; se abrían y cerraban conversaciones, se lanzaban saludos fraternos. Aunque he de confesar que detrás de los rostros amables, siempre se libraba una guerra de posiciones por lograr ubicarse lo más cercano a la puerta. Si se llegaba tarde, lo mejor para garantizar un asiento era abrirse paso –por supuesto con una buena dosis de discreción académica–, para saludar de beso a algún amigo puntualísimo que había tomado un lugar estratégico o que era muy ducho para colarse entre los otros. Por supuesto nunca estaba de más tomar algunas precauciones. Había, por ejemplo, los que llegaban en desbandada para acuerparse ahí mismo –claro, en una clase de marxismo se debería tener como principio básico que la unión hace la fuerza. De este modo se garantizaba que los que alcanzaran a entrar primero colocaran en las bancas circundantes cualquier clase de objetos a la mano para garantizar que el grupo de camaradas recibiera la lección plácidamente sentado.

Por eso una vez que se abría la puerta no había civilidad que obligase a nadie a respetar eso de que se debe dejar salir antes de entrar. Y en de menos un par de minutos la oleada tomaba posesión de su espacio. Lo que importaba era estar adentro. Después, con armonía parlanchina, de nuevo a esperar. En este tiempo se orquestaban algunas de las tribus militantes. Ahí están los de economía, por allá están los del cubículo innombrable de filosofía, pero si hasta los de la ciencia dura siempre andan por ahí. Están estos otros, a los que la estrechez les obliga a convivir espalda con espalda a pesar de su última escisión. En los pasillos y en la espera se reconocían armisticios, se hacían pactos, se planeaban proclamas.

El primer compañero que corría apresurado a tomar su asiento se convertía en la avanzada, era la señal de que había llegado. Sereno, pausado, siempre discreto y digno, el profesor había llegado. Ahora sé que detrás de los anteojos siempre había una gran emoción ante un aula desbordada.

Así conocí al profesor, como tantos otros, en la búsqueda de algún resquicio, de una grieta, de un espacio por el que se filtrara de entre la marea del nihilismo, el arrepentimiento y la indiferencia académica, aquella anhelada posibilidad de reivindicar que otro mundo es posible. Los que asistíamos a las clases de Bolívar éramos de ésos que se negaban a creer que la sórdida realidad actual fuese aceptada y festejada como el mejor de los mundos posibles. Y como muchos otros, descubrí que desde el discurso crítico de Marx el doctor Bolívar Echeverría era capaz de mostrar que los caminos de la libertad, de la cultura, de la fiesta, del juego, de la irreverencia contra cualquier forma de moral, transitan por el estudio profundo y comprometido de la configuración de la formas en las que se articula la opresión del hombre por el hombre en el sistema capitalista.

Con Bolívar uno no descubría a Marx; con Bolívar se descubría que al pensar como Marx se encontraba que debajo del fetiche de la mercancía y de su configuración sobreviven las formas auténticas de las relaciones entre los individuos y los pueblos, que la fantasmagoría de lo que se nos presenta como lo objetivamente real muestra la irracionalidad sobre la que se construye la supuesta cumbre de la civilización. A través de la prístina mirada del profesor se podía entrever que el método de Marx se distinguía radicalmente del resto del pensamiento moderno, por abrir las puertas a una forma de acercamiento al mundo que no implicara la destrucción de la otredad.

Bajo su guía se evidenciaba que la devastación del mundo actual no sólo no es una condición irreversible, sino que no es intrínseca al desarrollo social y, por tanto, es objeto de subversión. Se descubría que había que estudiar el sistema capitalista desde su forma más concreta para desentrañar el enigma de la explotación. Que en el reconocimiento de la configuración de la mercancía, su producción y su consumo, era posible desenmascarar la supuesta objetividad sobre la que se cimienta la opresión. Y que sólo bastaba abrir bien y adecuadamente los ojos para observar que en los últimos siglos el gran proyecto de la modernidad no sólo no pudo cumplir con sus ilusiones y sus promesas, arrastrando tras de sí las ruinas del progreso, sino que de hecho la modernidad capitalista se configura y reconstituye constantemente a partir de la dinámica del encantamiento moderno del fetiche de la mercancía.

Los estudios del profesor no se detuvieron en la observación del intelectual abstraído de su cultura, de su historia o de sus tradiciones. Con Bolívar, uno se daba el placer de reconocer lo mágico, la tradición, el arte y el folclor en su permanente dinámica. Con Bolívar descubríamos la América Latina subterránea, la del ethos barroco como mecanismo de resistencia.

En estos últimos años, Bolívar nos mostraba que la resaca de la terrible historia del siglo XX marca, sin duda, el tiempo actual de forma negativa. No obstante, nos llevó a pensar en una Vuelta de siglo con dos perspectivas. Una, como la posibilidad de la repetición de lo peor de un siglo precedente, como el posible anuncio de los tiempos venideros. La otra, la deseable, sería la posibilidad de generar un proyecto de modernidad alternativa.

La última vez que hablé con el profesor salíamos de la sesión de conclusiones de su curso de posgrado. El tema había sido el texto de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Nos sentamos a platicar un rato, estaba contento, satisfecho, hablamos de muchas cosas, pero una de ellas la recordaré siempre. Hablamos del interés de las nuevas generaciones por la obra de Marx. Sí, afirmó, hay algo diferente, yo también lo percibo. Ya no son los 90, entonces no había nada…

Su mejor homenaje será hacer nuestro el Discurso crítico de Marx.

¡De la academia, a la bohemia y más allá…! ¡Hasta siempre, querido profesor!

*Texto leído en el homenaje a Bolívar Echeverría en la editorial Siglo XXI el pasado 9 de junio. Diana Fuentes, profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, era ayudante de cátedra de Bolívar Echeverría en dicha institución.