Legalidad institucional en crisis
y autonomía de los pueblos

México está enfrascado en engaños e ilusiones de muchos tipos. A la par de las pertinaces crisis (financiera, alimentaria, energética, climática, laboral), sufrimos también una crisis de la legalidad. De lo que conocemos como pacto social, lo que la gente invoca como derecho.
Para un gran número de personas, la ley no tiene hoy credibilidad. Primero, porque es violada a diario; la población resiente la impunidad de las transgresiones que causan inmenso daño (despojos, devastación, destrucción, envilecimiento, asesinato), así como la irresponsabilidad oficial y sus omisiones criminales. Otros más consideran que las leyes son insuficientes o están sesgadas, y que sus exigencias y aspiraciones no están reconocidas y sus derechos no están plasmados ahí.
Buena parte de la institucionalidad jurídica del Estado está encaminada a la aprobación y aplicación de preceptos que atentan contra las más vitales estrategias de la humanidad. Tales normas se van enredando, apalancándose entre sí hasta conformar un paquete legal sin resquicios para que la gente se defienda por cauces institucionales de normas, regulaciones, reglamentos, registros, certificados y “principios” que abren espacio a las corporaciones para hacer negocios sin consecuencias que afecten sus intereses.
Junto con las corporaciones, los aparatos financieros y los organismos internacionales, el Estado mexicano trabaja por desfondar los aparatos jurídicos y crear otros encima o en los intersticios de la institucionalidad. El comercio, la cooperación técnica, la comunicación, la educación, la salud e infinidad de aspectos de la vida se inundan de tratados y acuerdos internacionales, bilaterales o multilaterales, que reinventan el paisaje de “las normas”: más al modo de los negociadores y sus clientes, y menos al de la población que no consigue reconocerse en lo que alguna vez fue el marco legal. La delincuencia organizada, que impone condiciones y disposiciones, se ha convertido en un sistema que ya no podría llamarse “paralelo”. ¿Cómo fluirán comunidades e individuos con aspiraciones de justicia en esta espesura legal que les escatima existencia, importancia, incumbencia y la posibilidad de recurrir a la legalidad para hacerse escuchar?
Los ámbitos comunes se fragmentan, se secuestran, se privatizan, se confinan.  Es considerado delito que los pueblos y las comunidades exijan derechos, defiendan sus territorios, que protesten por despojos, devastaciones y daños.
Los pueblos indígenas entienden que sus principios sencillos de convivencia (menospreciados en las grandes ciudades) son vastos, pertinentes, valiosos. No es una idealización su apuesta por valorar la socialidad, devolver su valor a la palabra y a las acciones propias; tender, en fin, un puente entre palabras, acción y consecuencias, en un pacto social cultivado en común.
Una nueva conciencia va creciendo: sigue vigente la visión campesina e indígena de los pueblos. Ella evidencia las contradicciones del sistema corporativo-industrial-financiero, su impertinencia o escasa eficacia, su tremenda injusticia. Cuanto más adquieren conciencia del horizonte actual de negación de derechos, la nocividad de muchas normas y la impunidad que nulifica la acción de leyes buenas, los pueblos y comunidades emprenden el camino propio de autonomía y autogobierno con una paradoja en la mano: se encuentran solos ante la ley, pero se saben juntos en la justicia, con todos los otros que son como ellos.
 La autonomía de los municipios rebeldes del sureste mexicano y los numerosos esfuerzos autogestionarios que pugnan por consolidarse en muchas partes del país, aislados y a contracorriente del sistema jurídico y político, pueden no tener permiso, pero saben bien que los asiste la razón. Son para México una esperanza más sólida que las veleidades de un balón sin cerebro y los mil patrocinadores del hipnotismo mediático que oferta olvido y resignación.

okjarasca