Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de mayo de 2010 Num: 795

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El más corazonado
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

¿Qué sería de nosotros sin Miguel?
ÓSCAR DE PABLO

Las voces y el viento
LUIS GARCÍA MONTERO

Perito en lunas
LUIS MARÍA MARINA

Eterna sombra
MIGUEL HERNÁNDEZ

¿Quién lee a Miguel Hernández?
MARTÍN LÓPEZ-VEGA

Dos poemas

Miguel Hernández en sus tres heridas
FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA

Llegó con tres heridas...
MIGUEL HERNÁNDEZ

Miguel Hernández, Joan Manuel Serrat: Serrat Hernández
JOCHY HERRERA

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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¿Qué sería de nosotros sin Miguel?


Miguel Hernández frente a la Catedral de San Isaac en Leningrado,
septiembre de 1937

Óscar de Pablo

Tú, el más puro y verdadero, tú el más real de todos,
tú el no desaparecido
.
Vicente Aleixandre, hablando de Miguel Hernández

I

Entre los nacidos en el sur de España en 1910, no era excepcional trabajar desde la infancia en labores como el pastoreo de cabras. Era perfectamente normal que la pobreza familiar frustrara las ambiciones de estudio de los jóvenes. Millones de muchachos se vieron a sí mismos en ese trance. Asimismo, fueron cientos, miles, los españoles pobres que en 1936 tomaron las armas y se volvieron combatientes rojos. Muchos de ellos lucharon en el frente campesino de Jaén.

Fueron también miles los que, tras la derrota de 1939, cayeron en las cárceles de Franco para ya no salir de ellas, sabiendo que sus familias pasaban literalmente hambre, pasando hambre ellos mismos. Hasta aquí, ésta es la trayectoria típica de toda una generación de españoles pobres. En cierto modo, es la historia común de las grandes mayorías de cualquier época y cualquier país. Terriblemente simple, es apenas la historia universal del hambre.

Sin embargo, esta epopeya cobra un brillo dramático particular si damos a quien la vive un rostro distinguible. Sobre todo si es el rostro entrañable de uno de los poetas más significativos de la lengua española del siglo XX: Miguel Hernández.

Quizá hizo falta conocer las cosas con las manos, a través del trabajo y la carencia, para aprehender su verdadera naturaleza sensible: su aspecto, su olor, el sonido de las palabras que las nombran. Quizá hizo falta leer a Góngora y a Quevedo tumbado en los prados oriolanos para asimilar su lengua tan profundamente. Quizá hizo falta aparecer de pronto trasportado, de las tertulias parroquiales de Orihuela, al centro del mundo cultural, a la intimidad con Neruda y los poetas del ’27, para apreciar el significado de las vanguardias de un modo tan único. Quizá hizo falta todo eso para realizar lo que parece la más simple de las operaciones: contar con veracidad el sencillo dolor y el sencillo gozo de millones de hombres.

II

Pero, además, para lograr esta poesía hizo falta una muy particular fibra moral.

No ha faltado quien señale que la militancia comunista de Miguel Hernández representa la continuidad de un impulso originado en su ardiente catolicismo juvenil. Quien así opina ve en su compromiso político una forma vergonzante de mística que en su cristianismo se desplegaba abiertamente. Esta opinión tiene más de un grano de verdad, pero pierde lo fundamental. Cierto: la religiosidad adolescente de Hernández forma parte del mismo continuo que luego lo llevaría a la URSS y lo traería de vuelta a las trincheras y a la cárcel; pero no es su origen. Ambas facetas, la segunda más razonada que la primera, se originan en un punto anterior y más profundo: una capacidad excepcional de mirar fuera de sí mismo y vincularse con el otro (llámese “el prójimo” o “la humanidad”). No en vano el poeta se describió a sí mismo alguna vez como “una abierta ventana que escucha”. No en vano los testimonios de quienes sobrevivieron al infierno de las enfermerías carcelarias, lo describen como un hombre dolorosamente generoso hasta el final mismo. Debo aclarar que no he dejado de hablar de poesía: creo que el minucioso amor por las palabras que el poeta revela en su técnica formal no puede ser sino expresión de un amor igualmente minucioso por la gente. En Miguel Hernández, el lenguaje es el prójimo.

III

Fue a mediados de los años noventa, después de cumplir los quince años, cuando establecí el curso de mi vida, mi camino político y existencial. Fue entonces cuando supe el tipo de persona que sería en adelante, cuando escogí mis armas y mi bando. Lo hice acompañado de argumentos y de percepciones, de Marx y de la calle, pero quien me impulsó a tomarlo todo en serio, quien me hizo abrir los ojos, fue un pequeño conjunto de poetas. Acertaba Platón: son peligrosos.

Pues bien, ese muchacho, el ignorante joven que era yo en esa época, ha venido conmigo desde entonces, me señala el estándar al que debo aspirar y es mi juez más severo. Ese yo juvenil, puro y ardiente, tábano bienvenido de mis encrucijadas, que es la mejor versión de lo que soy, partió en mi compañía con su abundante carga de rimas y canciones.

Y, sin embargo, prácticamente todas se le han ido quedando en el camino. Se le han desdibujado, palabra por palabra, tras una niebla irónica de distanciamiento. Su librero se viene depurando cruelmente, pues sabe que el cliché y el sentimentalismo son otras tantas formas de mentir, y no quiere mentiras. Desconfía del panfleto y es implacable con la cursilería, que es lo contrario de la veracidad. Casi todos los versos perdieron su confianza. Quedan los argumentos, quedan las percepciones, quedan Marx y la calle, pero no es suficiente. Hacen falta palabras. ¿Qué estímulos le quedan a este muchacho necio para seguir andando, para seguir mostrándome el camino, para seguir siguiéndome con su latiguillo?

Le queda, sobre todo, la poesía de Miguel, “el no desaparecido”.

Hoy, muy brechtianamente, no busco la emoción de la catarsis. Hoy le saco la vuelta a los cantos de amor, a la poética del sufrimiento y a la poesía laudatoria del pueblo. Al hablar de estas cosas, ya demasiado serias, todos mienten un poco. Y sin embargo siento que Miguel no mentía. No lo siento, lo sé.

Propongo cuatro estrofas del poema “El sudor”, que entonces me aportaron mi noción de lo limpio. Hace más de quince años, estrofas como éstas me tendieron la mano y me ayudaron a decidir quién soy. Unos más y otros menos, como he dicho, los poetas de entonces se me han ido apagando. Pero estas cuatro estrofas, por ejemplo, me sostienen la mano todavía, me vinculan al joven que es mi mejor versión y me vuelven a hablar con esa misma fuerza. Me rescatan. Las cito: “Vestidura de oro de los trabajadores,/ adorno de las manos como de las pupilas,/ por la atmósfera esparce sus fecundos olores/ una lluvia de axilas.// […]// Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos,/ en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,/ no usaréis la corona de los poros abiertos/ ni el poder de los toros.// Viviréis maloliendo, moriréis apagados:/ la encendida hermosura reside en los talones/ de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados/ como constelaciones.// Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:/ que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,/ con sus lentos diluvios, os hará transparentes,/ venturosos, iguales.”

Escribo en singular de la primera persona, pero no soy el único. Sé que Miguel Hernández, no sólo para mí, es una limpidez terráquea, juvenil, capaz de resistir, con su sabiduría, la prueba de los juicios irónicos y honradamente cínicos de cualquier madurez. Allí donde se entienda el castellano, ocurrirá el milagro de Miguel: nuestra versión más joven y mejor se nos presentará, cantando sus poemas, como brújula y faro, y no nos perderemos. Si no nos hemos perdido del todo es por su causa. Por eso me pregunto: ¿qué habría sido de mí sin la poesía de Hernández?, ¿qué sería de nosotros sin Miguel?