22 de mayo de 2010     Número 32

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


ILUSTRACIÓN: Hospicio Cabañas, Orozco

Todos los campesinos,
el campesino

El campesinado nunca es como su modelo.
El modelo es una cosa y la realidad otra

Teodor Shanin

En un simposio reciente, le pidieron a Teodor Shanin su definición de campesino, a lo que el autor de libros clásicos sobre el tema respondió, citando a su maestro el antropólogo chino Fei Tsiao-Tung, “campesinado es un modo de vida”.

Y desarrolló el concepto. “Una de las características principales del campesinado –dijo– es el hecho de que corresponde a un modo de vida, una combinación de varios elementos. Solamente si comprendemos que se trata de una combinación de elementos y no de algo sólido y absoluto, es que comenzaremos a entender realmente lo que es. Porque, si buscamos una realidad fija, no la vamos a encontrar en el campesinado”.

“Hace años, cuando era joven y bello –rememoró con humor e ironía el célebre académico de la Universidad de Moscú–, había argumentos fuertes sosteniendo que los campesinos eran diversificados, mientras que el proletariado era único y por eso era revolucionario”.

Naturalmente el joven Shanin no estaba de acuerdo con esa tesis, ni lo está ahora, entre otras cosas porque tampoco el proletariado es homogéneo. Pero lo cierto es que la pluralidad de talantes de los rústicos es extrema. Y, pienso yo, precisamente en esa diversidad radica su fuerza, y no sólo su fuerza, también su condición contestataria y su ánimo subversivo.

Sobrevivientes. Evidencia mayor de su vigor es la persistencia histórica que han mostrado los labriegos. Desde que el sedentarismo se impuso a la trashumancia, en todos los tiempos y sistemas sociales ha habido comunidades rurales marcadamente cohesivas y sustentadas en la agricultura familiar; formas de vida nunca dominantes, pero que han sido tributarias y soporte de los más diversos modos de producción. Y esta pasmosa perseverancia proviene de la plasticidad campesina, de su capacidad para mudar de estrategia para así sobreponerse a las turbulencias ambientales y societarias.

Había campesinos en las culturas mesoamericanas y andinas anteriores a la conquista. Entre los aztecas le daban cuerpo al calpulli: una comunidad agraria poseedora de tierras comunales de usufructo familiar que los macehuales trabajaban para su sustento y el pago de tributos; como lo hacían sin recompensa en tierras de pillali, propiedad de los señores, y en terrenos públicos destinados al sostenimiento del templo (teopantlalli), del gobierno (tlatocantlalli) y de la guerra (milchimalli). Durante la Colonia, en el ámbito de los naturales, o República de indios, se siguieron trabajando los calpulli, aunque otros eran ahora los destinos el tributo, mientras que en la República de españoles, los sometidos trabajaban para sí y para otros en “repartimientos”, “congregaciones” y “reducciones”. Durante el México independiente se formaron los grandes latifundios y se titularon de grado o por fuerza los bienes comunales de los pueblos, pero la mayoría de las familias rurales siguió trabajando parcelas propias –pequeñas milpas o ranchos medianos–, tierras tomadas en renta o aparcería, o pegujales cedidos por el hacendado a los peones para abaratar el costo monetario de su manutención. Con la Revolución se restableció un calpulli renovado –al que llamamos ejido– que coexiste con la pequeña y mediana propiedad privada campesina, y en la cuarta década del pasado siglo cobró forma el cooperativismo agrario que con altas, bajas y mudanzas se mantiene hasta nuestros días. De este modo, transitando del calpulli precolombino al moderno calpulli ejidal, la comunidad agraria y la agricultura familiar siguen presentes en el escenario rural mexicano.

Polimorfos. Y así como los labriegos cambian de rostro para persistir en el tiempo, así son diversos en el espacio. En una misma época y hasta en un mismo país o región, coexisten las más variadas formas de ser campesino, en una diversidad que lo es de actividades productivas, pero también de escala, inserción en el sistema mayor, sociabilidad, cultura.

En el sentido económico del término, tan campesino es el agricultor mercantil pequeño o mediano que siembra granos en tierras de riego o de temporal; como el milpero de autoconsumo que también trabaja a jornal para sufragar sus gastos monetarios; o el productor más o menos especializado que cultiva caña, café, tabaco u otros frutos destinados básicamente al mercado. Son campesinos quienes viven del bosque o de la pesca, quienes recolectan candelilla, quienes cosechan miel, quienes destilan mezcal artesanal, quienes pastorean cabras o borregos, quienes ordeñan vacas y crían becerros. El campesino puede producir granos, hortalizas, frutas, flores, plantas de ornato, madera, resina, fibras, carne, leche, huevos; pero también quesos, aguardientes, conservas, embutidos, carnes secas, tejidos y bordados, loza tradicional, persianas de carrizo, escobas y escobetas... Es campesino el que tiene cien hectáreas, el que sólo dispone de algunos surcos o el que para sembrar arrienda tierras o las toma en aparcería. Pero, además, hay variedad dentro de una misma familia, de modo que por lo general el ingreso doméstico campesino tiene muchos componentes: bienes y servicios de autoconsumo; pagos por venta de productos agrícolas o artesanales; utilidades del pequeño comercio; retribuciones por prestación de servicios; salarios devengados en la localidad, en la región, en el país o en el extranjero; recursos públicos provenientes de programas asistenciales o de fomento productivo.

En términos sociales, el campesino no es una persona ni una familia; es una colectividad, con frecuencia un gremio y –cuando se pone sus moños– una clase. Un conglomerado social en cuya base está la economía familiar multiactiva, pero del que forman parte también, y por derecho propio, quienes teniendo funciones no directamente agrícolas participan de la forma de vida comunitaria y comparten el destino de los labradores. Porque los mundos campesinos son sociedades en miniatura donde hay división del trabajo, de modo que para formar parte de ellas no se necesita cultivar la tierra, también se puede ser pequeño comerciante, matancero, fondera, mecánico de talachas, partera, peluquero, operador del café internet, maestro, cura, empleado de la alcaldía... Cuando en el agro hay empresas asociativas de productores, son campesinos sus trabajadores administrativos o agroindustriales, sus técnicos, sus asesores... Y si los pequeños productores rurales forman organizaciones económicas, sociales o políticas de carácter regional, estatal, nacional, o internacional, se integran al gremio o a la clase de los campesinos, los cuadros y profesionistas que animan dichos agrupamientos, cualquiera que sea su origen.

Las mujeres de la tierra han sido por demasiado tiempo una mirada muda, un modo amordazado de ver y habitar el mundo. Pero algo está cambiando y lo que fuera privado va alzando la voz, se va haciendo público. No sólo sale a la luz el exhaustivo trajín de las rústicas, también emerge poco a poco su filosa y entrañable concepción de las cosas. Una cosmovisión que descentra la hasta ahora dominante imagen del mundo propia de los varones. Y si ya eran muchos los rostros campesinos, hoy nos damos cuenta de que son más, pues hay que añadirles la mitad silenciada del agro: los rostros de las mujeres rurales antes ocultos tras la burka virtual del sexismo.

Campesinizando lo que no. Además de economía y sociedad, campesinado es cultura, de modo que el talante espiritual de los rústicos se trasmina, de manera sigilosa o estentórea, a ámbitos sociales distantes del agro y que a primera vista le son ajenos. Así, mucho hay de campesino en las redes de protección de base comunitaria y con frecuencia étnica, que establecen los migrantes transfronterizos; en la intensa vida colectiva de los barrios periféricos, asentamientos precarios y colonias pobres de las grandes ciudades; en el cultivo de la familia extensa y el compadrazgo como sustitutos de la dudosa seguridad social institucional; en el culto guadalupano y la veneración por las terrenales madrecitas santas; en la tendencia a combinar tiempos de austeridad y momentos de derroche, que remite a la sucesión de períodos de escasez y de abundancia propia de la agricultura; en el pensamiento mágico; en el ánimo festivo y celebratorio; en el fatalismo...

Fuentes de la diversidad rural. No sólo el campesino de aquí es distinto del de allá, sino que no es igual el campesino de ayer que el de hoy que el de mañana. Y esta pluralidad ¿de dónde? Yo percibo dos orígenes: uno en los modos diversos de relacionarse con la también ecodiversa naturaleza, que se expresan en multiplicidad de patrones tecnológicos, productivos, societarios y simbólicos, otro en las modalidades oblicuas e inestables con que los campesinos se insertan en el sistema mayor, de las que resulta un polimorfismo socioeconómico extremo que va del trabajo asalariado al autoconsumo, pasando por la agricultura comercial ocasionalmente asociativa.

Serán sus compartidos queveres con la tierra y que a todos esquilma el sistema, pero el hecho es que –aun así tan diversos– hay en los campesinos un cierto aire de familia. Y en momentos cruciales, cuando la identidad profunda emerge alumbrando convergencias, rebeldías y movimientos multitudinarios, los variopintos hombres y mujeres de la tierra devienen clase, una clase sin duda heterodoxa, pero no por ello menos cohesiva, menos visionaria, menos clase.