Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de abril de 2010 Num: 790

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Avances de un bestiario
MIGUEL MALDONADO

El sobreviviente
TEÓFILOS D. FRANGÓPOULOS

Los dos rostros de Colombia
MARCO ANTONIO CAMPOS

El esfuerzo transfigurador como palanca del cambio
CELIA ÁLVAREZ entrevista con DAMIÁN ALCÁZAR

Gepetto o el anhelo de ser padre
RAFAEL BARAJAS EL FISGÓN

Edwidge Danticat
TANIA MOLINA RAMÍREZ

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Plaza de Bolívar, Bogotá, Colombia.
Foto: José Daniel

Los dos rostros
de Colombia

Marco Antonio Campos

A Colombia uno va ante todo por encontrarse con los amigos, en mi caso, poetas, escritores, académicos. “Las ciudades son las gentes que dejas”, dijo en un conocido verso Antonio Cisneros. Yo no sé si el carácter colombiano y el mexicano son los que más se parecen, pero a grandes rasgos me atrevería a decir que son los que mejor se complementan. Debo añadir, sin embargo, que a menudo encuentro en ellos una frescura y una espontaneidad generosa que hemos perdido mucho los mexicanos. Gente que te abre su casa y te ofrece lo que tiene. De esos amigos me gustaría recordar aquí las construcciones verbales como ciudades imaginarias y la lucidez lancinante de Juan Manuel Roca; la bondad sin ambages y el dilatado conocimiento de poesía y arte de Santiago Mutis; el sabor del norte colombiano en la charla de Rafael Espinosa; la callada pero minuciosa actividad de Fabio Jurado, junto con Jorge Rojas, tendiendo puentes múltiples, académicos y literarios, entre México y Colombia; la mano franca y la creatividad cultural de Azriel Bibliowicz; la ternura de Amparo Osorio como golondrina en vuelo; la incesante labor editorial, donde México ocupa un lugar dilecto, de Gonzalo Márquez Cristo; la inteligencia llena de saetas precisas del medellinense Samuel Vásquez y la delicadeza prodigiosa de su pareja Lucía Estrada; la espontánea hospitalidad de la viuda y las hijas del inolvidable vallenato Rafael Escalona; las pequeñas y continuas locuras de Jotamario Arbeláez; el cariñoso trato de Gloria y John en el bar Trementina, en el Parkway del barrio de Chapinero, que hacía decir a Antonio Deltoro que quería un bar así en Ciudad de México. Podría citar aún una buena cantidad de quienes he recibido un sinnúmero de gentilezas, entre ellos a jóvenes como Andrea Cote Botero y Giovanny Gómez, Carlos Flaminio y Javier Osuna.

Pero a la inversa, o complementariamente ¿cuántos poetas, escritores y promotores culturales mexicanos no tienen o tuvieron una relación entrañable con Colombia? Podrían citarse los casos históricos paradigmáticos de José Juan Tablada, de Gilberto Owen y Carlos Pellicer, o la amistad de Francisco Cervantes con Álvaro Mutis y Fernando Charry Lara, pero de veinte años a la fecha se ha multiplicado la lista: Hugo Gutiérrez Vega, José Emilio Pacheco, Francisco Hernández, Elsa Cross, Antonio Deltoro, María Baranda, Fabio Morábito, el casi colombiano José Ángel Leyva, Luis Tovar, José María Espinasa, Margarito Cuéllar, Edmundo Font, Eduardo Cruz, Vicente Quirarte, Jorge Esquinca y León Plasencia Ñol. Salvo excepciones, en la reciente Feria del Libro de Bogotá, dedicada a México, en las actividades de los mexicanos lo que sobraba era público.

Es difícil encontrar en otro país tantas mujeres hermosas y atractivas, donde aun las menos agraciadas, por su trato, parecen bellas. En la Feria del Libro, al preguntarle alguien del público a Hugo Gutiérrez Vega al final de un acto en la Universidad del Rosario sobre qué le gustaba más en Colombia, sin titubear dijo: “Sus mujeres.” “¿Y después?”, preguntó otro. Se quedó pensando, y volvió a decir: “Sus mujeres.” Hay en las colombianas una ligereza de hoja en movimiento, un viento de luz, unas voces tan llenas de tonalidades melódicas, que es difícil hallar iguales: en la costa ardiente, en la fría altiplanicie, en la zona cafetalera, en el valle del Cauca, en los llanos, en los pueblos de la sabana, de la montaña y la selva…

Si sus ciudades no son en general hermosas, sus paisajes, en cambio, parecen inventados por Dios el día de ayer. Pero la ciudad que se lleva en el alma, como la llevaron Tablada y Owen, es Bogotá, y en especial, el centro histórico, es decir, el barrio de La Candelaria: ¿cómo no recordar las andanzas por sus callejuelas tenues y frías, sus numerosas universidades de las que salen vendavales de jóvenes, sus casas de balconería prodigiosa, sus cafeterías Oma y Juan Valdés, donde uno prueba algo de lo mejor del famoso café colombiano, el resplandeciente Teatro Colón, las casas de los próceres, el pequeño Museo Botero, con una colección de cuadros modernos del siglo XIX y XX, el Centro Gabriel García Márquez, sede del FCE, obra del excepcional arquitecto Rogelio Salmona, las encantadoras iglesias barrocas, en especial Santa Clara y San Francisco y el Museo del Oro, la joya de la corona, lleno de obras maestras de orfebrería estetizadas por indígenas? Uno no puede evitar, cuando anda por la carrera Séptima, antigua Calle Real, los ecos y resonancias del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, la mecha que encendió el Bogotazo, o recordar en la plaza de Bolívar las atrocidades del ejército en la toma del Palacio de Justicia por el M19 en 1985, derramando sangre inocente, durante el funesto gobierno de Belisario Betancourt.


Fotos: webcolombia.com

La gran mayoría de los intelectuales, académicos y artistas, es ferozmente antiuribista, y salvo la excepción de “la franja lunática” (la frase es de Juan Manuel Roca) del Partido Comunista, también antichavista. ¿Cómo tomar en serio a quien declara la guerra a Colombia cada que se le ocurre, amenaza invadir Honduras o ir a luchar por Bolivia? Los malos extremos se tocan; baste citar las pretensiones, bajo farsas legales, de Uribe y de Chávez en la búsqueda de la reelección infinita.

Colombianos de toda suerte están hartos de que en su propio país, luego de largas décadas, continúen las oleadas de violencia, tanto del ejército, que neronea a su gusto, como de los paramilitares, quienes han sido de una sevicia y de una brutalidad sin límites, como de la mal llamada guerrilla (FARC), que se ha convertido desde hace lustros, por sus nexos con el narcotráfico, por la actividad del secuestro y por su reclutamiento forzoso de niños y adolescentes, en una organización delictiva. Los paramilitares, principalmente en los departamentos de Antioquia, Córdoba y el Magdalena Medio, al servicio de los ganaderos y el ejército, y solapados o tolerados por gobiernos sucesivos, nacieron en un principio como una manera de combatir la guerrilla, pero a la larga, para sus patrocinadores, se convirtieron en sus regiones en un poder político, designando autoridades a modo para imponer su voluntad, y en un mayor poder económico, apropiándose un buen número de veces de los bienes de sus víctimas. De qué tamaño fue –es– la monstruosidad del paramilitarismo, de las denominadas AUC (Autodefensas Colombianas), que sólo entre los desmovilizados por la Ley de Justicia y Paz, promulgada por Uribe en 2005, se cuentan 35 mil, y su número de víctimas mortales, al menos reconocidas, se cuentan en 24 mil, sin contar aún miles de desapariciones. Desmovilizarse es un decir: un buen porcentaje simplemente se desplazó a otras regiones para servir a nuevos amos.

Pero en lo peor, México y Colombia tienen grandes parecidos. Por ejemplo, no menos inconsciente, no menos egoísta, ha sido en uno y otro país la clase empresarial –añádase en Colombia la de los terratenientes–, a quienes les ha importado desde siempre menos la nación que perder mínimamente sus privilegios. No menos repulsivas son en general ambas clases políticas, denodadamente corruptas e ineficaces, sin la menor sensibilidad ante la pobreza y la miseria de los ciudadanos, el desempleo desbordante y el aumento geométrico de la delincuencia, y quienes piensan más en sus partidos y en su carrera que en el bienestar de sus compatriotas. No en balde en los regímenes neoliberales de Uribe y Calderón suelen estar ambas clases íntimamente unidas. Si a esto se suma el gran cáncer del narcotráfico, en los que México y Colombia siguen siendo mundialmente los países líderes, no es para sentirse de ninguna manera orgullosos. Tal vez la diferencia es que en Colombia, si bien el problema continúa a gran escala, o a la misma escala que en los años ochenta, al menos los cárteles han bajado el perfil y ya no cometen las matanzas y asesinatos salvajes, mientras en México no sólo se asesinan entre los miembros de los cárteles, sino ajustan cuentas, cuando se rompe la colusión, con policías y políticos, o como en Morelia la noche del 15 de septiembre de 2008, ponen bombas a los propios civiles. A un buen número de víctimas, luego de ser muertos, los miembros de los cárteles mexicanos, como era práctica de los paramilitares colombianos, los decapitan, mutilan, queman o disuelven en ácido. Es decir, en este decenio por el narcotráfico, merced a las insensatas políticas de Fox y Calderón –sin excluir la gran responsabilidad de los gobiernos priístas desde fines del sexenio de López Portillo, y principalmente en el sexenio de Miguel de la Madrid, que crearon el enorme caldo de cultivo–, México se parece a la terrible y virulenta Colombia de los ochenta.

Es una lástima: sin ese conflicto bélico fratricida e inútil donde todos pierden, sin esa clase política egoísta y rapaz, sin esa burguesía opulenta dispuesta a no sacrificarse en nada, Colombia, país entrañable como pocos, gracias a sus innumerables recursos naturales y a la inteligencia y creatividad de excepción de su mejor gente, sería un país a la altura de un gran mediodía.