Opinión
Ver día anteriorDomingo 4 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La historia (posible) de dos naciones
E

n semanas recientes ha habido en Estados Unidos acontecimientos novedosos dentro de la que parecía una estrategia condenada al fracaso. Obama y su partido aprueban la reforma de salud y añaden importantes previsiones sobre la administración de los préstamos y becas para los estudiantes universitarios; el presidente asume sus capacidades ejecutivas y nombra a dos miembros del Consejo de Relaciones Laborales, identificados con los sindicatos; el equipo gubernamental adelanta algunas líneas maestras para acometer la otra reforma de las reformas, la del sistema financiero; y, para el otro lado del espectro político-corporativo, ahora encendido por el triunfo obamita en el frente sanitario, el presidente abre la posibilidad, supervisada por el Estado, de nuevas tandas de exploración petrolera en el mar, con la inmediata reacción de los activos grupos ambientalistas.

La agresiva reacción republicana amenaza con sabotear las reformas basada en una desorbitada defensa de la Constitución, pero muchos esperan que, a diferencia de lo ocurrido con algunas decisiones fundamentales de Roosevelt sobre relaciones comerciales y laborales hace 70 años, la Suprema Corte, a pesar de su deriva conservadora, pudiera no darle entrada y garantía de triunfo a la ofensiva del partido que fuera de Lincoln pero que hoy aparece subordinado a las extravagancias del tea party y a las nada exageradas advertencias de las varias milicias que recorren el territorio estadunidense. Como pocas veces en la historia contemporánea de Estados Unidos, tal vez desde que Kennedy y Johnson llevaran adelante sus compromisos con los derechos civiles y la ampliación del Estado de bienestar, el escenario y la retórica de la política formal americana se vuelca al litigio constitucional y abre, como ocurrió en los años 30 del siglo pasado, un auténtico escenario de lucha de clases con los superricos de la alta finanza, cuya defensa delirante de la libertad es leída por muchos estadunidenses como la desnuda defensa del lucro concentrado en Wall Street.

Este es el panorama del país que en noviembre llegará a una crucial cita política para la renovación parcial de su Congreso y, tal vez, la realización de un virtual plebiscito sobre el rumbo de su dirección política. Este es el contexto donde habrán de procesarse las relaciones con México y la convocatoria de nuestro país a llevar adelante sin demora una estrategia cooperativa contra la criminalidad organizada. Es, también, el mirador donde los poderes de hecho y de derecho que se disputan la hegemonía imperial observarán y decidirán sobre el porvenir de la relación bilateral que hoy, con toda evidencia, no puede reducirse a los temas recurrentes de la migración, la frontera o el narcotráfico.

Si algo debería tener claro México de aquí a noviembre es un mapa repleto de déficit sociales, institucionales y aun morales, inscritos en una coyuntura económica poco propicia para celebrar la salida de la crisis y más bien inundada de incertidumbres que rebasan el cálculo convencional de los inversionistas financieros. Por más que se empeñen y empeñen su palabra y crédito, los funcionarios responsables de la gestión económica y financiera, laboral y de la seguridad interior, no pueden convencer de que en sus respectivos y decisivos quehaceres pronto podrá levantarse la bandera blanca.

En realidad, si el gobierno fuese capaz de hacer a un lado las tentaciones de gobernar con cargo a la autoestima o la invención indiscriminada de imágenes; si dejara por un momento de hacerle caso al spin doctor de turno, tendría que admitir que lo que urge es un cambio de fondo de sus estrategias económica y de seguridad, hermanadas en lo íntimo, así como una radical revisión de sus escenarios de comunicación social y política, para tan sólo buscar alguna sintonía con un vecino embarcado en un proyecto de cambio que a pesar de sus contratiempos puede ser de gran envergadura.

Esta narración involucra sin excusa a las dos naciones, y su desenlace marcará sus respectivos destinos. La memoria de aquella notable sintonía binacional tejida por Cárdenas y Roosevelt no ha perdido actualidad y podría renovarse si de este lado de la ecuación se asumiera que la hora de reconsiderar rumbos y arrumbar certezas y dogmas ha llegado bajo la terrible forma, propone Jorge Camil, de una guerra civil no declarada, y de un Estado de sitio cada vez menos ficticio (García Soler dixit).