Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de marzo de 2010 Num: 786

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La Waina
FEBRONIO ZATARAIN

Tres poemas
KLITOS KYROU

Gala Narezo: las grandes pequeñas cosas
ELENA PONIATOWSKA

Simone Weil: una heroína romántica
AUGUSTO ISLA

La poesía sabe hacerese cargo de sí misma
RODRIGO GARCIA LOPES entrevista con MICHAEL McCLURE

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

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La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

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Juan Domingo Argüelles

El lector y el crítico

A decir de Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser apreciados”. Más aún: la excesiva persistencia de la utilidad puede dañar el gusto por lo que se hace. Por ello, Reyes sostiene que “para el profesional sin vocación (que sin duda los hay), la lectura puede llegar a ser una tarea enojosa, como el teatro para el inspector de espectáculos o como para la cortesana las caricias”.

¿Exageraba Reyes? No lo creo. La lectura antes que cualquier cosa produce en el lector un disfrute disparado por los intereses más variados, pero disfrute al fin. Es un ejercicio de amenidad y con frecuencia de deleite que no debe ser anulado por una vocación profesional mal entendida. Por ello, no hay peor motivo para leer un libro que el exclusivo propósito de escribir una reseña crítica.

No son pocos los profesionales de la “crítica literaria” que consideran que ya es suficiente servicio (por lo que les van a pagar) si sólo solapean y cuartaforrean los libros que detestan. No ponen, desde luego, alegría ninguna (no digamos ya amor) en lo que hacen, de la misma manera que procede, según la observación de Alfonso Reyes, la cortesana (asqueada) con sus desapasionadas caricias profesionales.

Dedicarse a prodigar caricias profesionales en la crítica (sea de poesía o de otro género) a lo único que puede conducirnos es al hartazgo, ya no sólo hacia los malos libros o hacia aquellos que consideramos malos, sino en general hacia cualquier libro. ¿Puede un hombre culto estar harto de los libros? Hipócritamente, muchos dirán que no. No vaya a ser que los tilden de antiintelectuales o, peor aún, que los consideren brutos. Pero, en una carta, Alfonso Reyes, más sincero que muchos, le escribió lo siguiente a Jorge Luis Borges: “Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas, me siento harto de los libros. Usted me reconcilia con las letras.”

El gran problema de algunos críticos profesionales es que acaban por no disfrutar los libros, sino sólo (y esto si acaso) la escritura de su crítica que, con demasiada frecuencia, pierde de vista el libro que disparó la crítica. Son abundantes las reseñas literarias mediante las cuales nos enteramos más de la “extraordinaria” vida del crítico que de alguna virtud, así sea pequeña, del libro que presuntamente disparó la crítica. De hecho, hay críticos que definitivamente piensan que lo único importante es lo que escriben, no lo que leen. De ahí que se puedan dar el lujo de no leer los libros que critican.

¿En qué momento el lector se echó a perder el gozo y comenzó a leer los libros con el único objetivo de producir críticas, es decir caricias profesionales? Sin duda, en el momento mismo en que hizo rutina y férrea disciplina un ejercicio placentero adulterado por un fin interesado y mercenario. En uno de sus ensayos de La experiencia literaria, Reyes se permite el siguiente sarcasmo: “Erudito conozco que se dispensaba de leer y se recorría todo un libro deslizando sobre las páginas una tarjeta en blanco en busca de las solas mayúsculas; más, aún, en busca de la letra A: ¡es que trataba de despojar las citas sobre Ausonio! ¡Habladle a él de la amenidad de la lectura!”

A lo largo de su dilatada experiencia con los libros, y bien que sabía de lo que hablaba, Reyes llegó a la siguiente conclusión: “Verdad amarga que el deleite de leer, cuando no hay verdadero amor, disminuye conforme sube la categoría de los lectores.” Lo que, si no hay obligación, comienza casi siempre con alegría, puede tornarse, producto de la práctica rutinaria, en demanda enojosa y contrariedad. “No puedo salir a caminar, a dar un paseo o a contemplar el mundo y a ejercitar el pensamiento y la emoción, ¡porque tengo que leer un libro!” Y quien esto puede decir, y de hecho lo dice, lo expresa, entre dientes, con rabia.

¡Tener que leer un libro! ¡Vaya deber ingrato! Tarea enojosa de la que sólo nos salva el espíritu poético que en la voz del gran Fernando Pessoa nos dice: “¡Ay, qué placer/ no cumplir un deber!/ ¡Tener un libro que leer/ y dejarlo de hacer!”

Mientras no entendamos que el escritor y el lector (aun en el caso de que sean profesionales del libro) no deben sufrir lo que hacen, sino disfrutarlo lo más intensamente posible, mientras no lo entendamos, digo, seguirá habiendo malhumorados que despotriquen todo el tiempo desde un oficio (el de lector, el de escritor) que, como alguna vez dijo Augusto Monterroso, no debería perder jamás su amateurismo, su poética definición de “quehacer aficionado”.