Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de marzo de 2010 Num: 786

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La Waina
FEBRONIO ZATARAIN

Tres poemas
KLITOS KYROU

Gala Narezo: las grandes pequeñas cosas
ELENA PONIATOWSKA

Simone Weil: una heroína romántica
AUGUSTO ISLA

La poesía sabe hacerese cargo de sí misma
RODRIGO GARCIA LOPES entrevista con MICHAEL McCLURE

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Gala Narezo: las grandes pequeñas cosas


Servicio Romero, expertos en soldar piezas de antimonio,aluminio, hierro colado y acero inoxidable. Soldadura de obras de arte. Frontera 94

Elena Poniatowska

El hombre no elige ni su nacimiento, ni sus padres, ni su país, ni el momento de su muerte, pero sí elige o puede elegir lo que va a colgar en su pared. Es quizá la más espontánea o la más desesperada de sus elecciones: colgar o colgarse, la afirmación de su persona sobre la Tierra, la prueba de su amor, su herencia y su destino, su lugar sobre este planeta, su razón de vida. Las grandes pequeñas cosas que lo acompañan son sus señas de identidad y las del espacio que habitó, la foto del relicario que ha de acrecentar el misterio de su vida amorosa, el amuleto, la violeta prensada, el mensaje de amor, la baraja de la buena suerte, la medalla de la primera comunión, el anillo de matrimonio o cualquiera de esos objetos mágicos que al extraviarse nos hacen perder la cordura.

Un clavo puede detener la vida, un clavo puede reventarla, como revienta la carne de los crucificados; de un clavo nos agarramos y con un clavo y un ganchito es fácil abrir una cerradura, robar un coche o sacarle una confesión al inculpado. De un clavo cuelga el Papa y su leitmotiv: “México siempre fiel”, de un clavo también la encueratriz, la plegaria al Sagrado Corazón que señala su pecho con su mano triste, el zapatito blanco del bebé para la buena suerte, la foto del padre de familia que le heredó el negocio a sus hijos. En un clavo se enrolla el alambre que hace mucha falta, se cuelga la imagen del día de la boda, el cartel del equipo de futbol, Los leopardos, la del mariachi con su inevitable sombrero galoneado, la cachucha grasienta que se usa para andar en moto, porque en el changarro de Rodolfo Menéndez todos son aficionados a la motocicleta y tapizan los muros con ellas. Un clavo saca otro clavo y, en los hogares más santos del mundo, los de virtud comprobada, tienen un clavo de la cruz de Cristo clavado en la frente como un mal pensamiento.

Quizá muchos se identifiquen con las rejas de Chapultepec o con los dos leones de la entrada, quizá con el Ángel o con el agresivo Monumento a la Revolución, quizá tengan otros tótems, pero la mayoría de los mexicanos nos reconocemos en aquello que es tan fácil perder: la estampita, el listón, el escapulario, las representaciones visuales del pasado que nos conectan con nosotros mismos y por eso son capaces de dar rienda suelta a la imaginación y al acto libertario.

Las grandes pequeñas cosas son la evidencia de nuestro paso por la vida, las señales que dejamos, nuestro legado, las pistas en la búsqueda del tesoro, nuestra historia, nuestra bitácora, el carnet de baile, la agenda del viaje, la frutería que recuerda a la vendedora de melón y sandía, la vieja del otro día que Olga Costa pintó para ofrendarnos un puesto de frutas y colores.


Estudio fotográfico Corkidi, Álvaro Obregón 120-B

Lo que hay en las accesorias es indispensable desde hace años. Es la razón de ser, el pivote de la estabilidad emocional. Este changarro lo montó el abuelo que a la vez lo heredó de su padre, el sastre, y ahora es el patrimonio de los hijos. Él le enseñó el oficio: “Mira hijo para que te ganes la vida.” Aquí nada estorba, nada ha sido dejado al azar o a la improvisación. Dentro de un caos absoluto es ilustrativo escuchar al dueño de la soldaduría decir: “No me vayas a tocar nada porque yo sé dónde tengo mis cosas.” “No te lo vayas a llevar porque a lo mejor me hace falta.” “No lo tires, algún día lo voy a utilizar.” Sí, se improvisa la vida cada mañana al levantar la cortina, pero en los muros de la accesoria, de la tapicería, de la academia de belleza y alto peinado de Lupita y Marcos, de la fonda, la lavandería, la tienda especializada en colorear y retocar fotografías y las recicladoras de papel, todo tiene su razón de ser. Su acomodo se remonta a setenta años y la intimidad es inamovible. Aquí, entre estas cuatro paredes, están los asideros que nos permiten salir adelante, la costumbre que es un remedio parecido al tiempo, el reloj que marca las tres de la tarde, hora en que murió Jesucristo, el espacio en el que nos movemos a ciegas porque es el de nuestra interioridad, el del juego de la gallina ciega, el de nuestro esfuerzo y nuestra supervivencia.

–Cada vez que le cambio su vestidura a mi automóvil siento que también yo estoy cambiando de piel –dice don Ricardo al sastre para automóviles, don Benito Mirón.

¡Qué bonita palabra, “alcayata”! De una alcayata cuelga la cortina de mi alma, la de mi pudor, la de mi tristeza.

Sin embargo, en Ciudad de México, la supresión de un modo de vida a costa del progreso está acabando con las grandes pequeñas cosas.

En la colonia Roma, si uno aguza bien el oído puede oírse el grito de protesta de las misceláneas. ¡Ninguna pertenece al primer mundo, ninguna quiere pertenecer! Allí, en esas tienditas que muchas veces son una prolongación de la calle porque los clientes se ponen a platicar, se congrega la magia de los abuelos y bisabuelos, la de la tía que se murió de amor, la de don Anselmo que veía fantasmas y la de aquella muchacha que un día dijo que se iba “pa'l norte” y desapareció. Solo allí, en esos talleres mugrientos, puede profundizarse en nuestra historia cotidiana y recuperar a los soldadores con sus cachuchas al revés, los hombres y las mujeres que se dedican al reciclaje de periódicos y de vez en cuando descansan leyendo la página roja, las talacherías y los diminutos negocios llamados changarros en los que se cambian suelas, se cosen botones, se suben bastillas, se cortan trajes a la medida, se cargan baterías, se conectan los cables desenchufados del cerebro, se arreglan licuadoras que esperan su turno oxidándose al sol, así como se tuestan radios del año de María Canica, tocadiscos del tiempo de María Conesa, la gatita blanca. Esos negocios han estado allí toda su vida y se heredan de padre a hijo, de generación en generación, como el santo oficio de la misa, el blasón de la familia, el escudo real, las armas distintivas, la equis en la frente. Vistos desde la calle, apenas si son cajitas, pero cajitas de luz, escenarios de un teatro diminuto en el que los actores van acomodando su silla, su máquina de coser, su cigarro prendido que hace tiempo quemó la mesa, su saco sobre el dorso de la silla, y de pronto, sin tener conciencia de ello, el compadre Ruy, el que toca el violín en la esquina, pega el retrato de Mina, su hija, el día de su primera comunión, el de su equipo de futbol, y pone la alcayata en la que cuelga las llaves de la casa porque extraviarlas sería una tragedia. La alcayata también puede servirle para encontrar la salida en el mar de sentimientos que provoca la vida en una ciudad tan dura como la de México, esta ciudad que tiene el dudoso privilegio de ser la más grande del mundo, con veinte millones de habitantes.

Imposible comprender a un hombre sin sus atributos, y esa mínima tachuela que detiene la hojita con el número de teléfono escrito a las volandas es un punto de apoyo como lo es la veladora en una repisa frente a la Virgen de Guadalupe y, a su lado, cual dama de compañía, la chichona de Jane Mansfield, o las piernas abiertas de Marilyn Monroe, cuya atroz ingenuidad resultó un arma de doble filo porque la llevó a la muerte.

Cuentan que la fotógrafa Tina Modotti se daba órdenes de trabajo y escribía recados sobre la pared, al lado de su cama, que ahora podrían considerarse de superación personal. Todo lo que podía alentarla, los compromisos de la semana, su agenda a la vista, los números de teléfono de seres queridos, eran puntos de referencia y le daban fuerza; sí, sí, hay un mañana; sí, sí, tienes mucho que hacer; sí, eres muy necesaria, indispensable; sí, se te quiere; sí, sí, se te espera; sí, haces falta. Una foto tamaño mignon de Julio Antonio Mella resultó un faro; sí, claro, no me voy a dejar ir; sí, tengo que ser digna de ti, sí, sí, allá voy con mi cámara y mi infinito deseo de hacer bien lo que me toca en este pinche y hermoso mundo.

Gala Narezo estudió pintura desde los ocho hasta los veinticinco años y luego se dedicó a la fotografía. Vivir en la colonia Roma, salir todos los días a recorrer sus calles, le reveló un mundo fascinante en el que pulula una vida secreta que pocos imaginan. Gala se acostumbró a saludar: “¿Cómo le va doña Luisa?” “¿Qué se ha hecho don Fermín?” “¿Hoy en la noche van a reunirse a jugar baraja en la trastienda de don Pepe?” “¿Cuándo cumple sus quince Jesusita que se ha puesto tan bonita?”

Creer en la comunidad es uno de sus dogmas de fe y cultiva las relaciones de persona a persona, de perico a canario, de perro a gato, y le pregunta al de la tienda de los marcos si le ha caído mucho trabajo y al sastre si le gusta más hacer ojales que braguetas, y al inquirir por el bienestar de uno y de otro se siente acompañada y parte de la condición humana.

Allí, en la colonia Roma, los vecinos se conocen y se saludan. Los locales cubiertos con un polvo de años son el refugio no sólo de la familia sino de los compadres, los amigos, los abuelitos que salen a tardear y, como en provincia, sacan su silla a la acera para platicar hasta que oscurezca. “Vente, vámonos a recortar prójimo.” Opinan y critican y ¿qué otra cosa es la vida sino emitir juicios sobre los sucesos que nos conciernen y los que no?


Lavandería Automática, Álvaro Obregón

En la colonia Roma, Gala Narezo recoge las entrañas de estas accesorias que ella llama “teatritos de luz”. Iniciados hace cien años, hoy desaparecen porque las tiendas de autoservicio las aniquilan. El sastre acomodó al lado de la ventana su máquina de coser para tener mejor luz, y los pantalones y los sacos esperan en su gancho la aprobación del cliente. Muchas veces, el dueño no alcanza ni a tener mostrador, bastan cuatro tablas de madera, un a repisa, un tablero en el que brillan las tijeras volantonas, el martillo, el desarmador, las pinzas, el serrucho.

El negocio, en realidad, es una gruta del tiempo en la que se superponen los años como las distintas etapas de construcción que van encimándose a l interior de la pirámide por las que uno desciende hasta llegar al fondo, al nódulo, al origen, a la propia tumba.

Gruesos de polvo, pesados de miradas, los calendarios de la chichona y del Papa se van cubriendo de arrugas, la güerota Comex, topless con su calzón de encaje negro (que los cursis llaman pantaleta) y Marylin Monroe esperan la tercera llamada, y entre tanto se codean con la Virgen de la Misericordia, Reina de la Paz, que a su vez vigila un rollo de cables de electricidad.

A falta de papel, el dueño escribió sobre el muro el número de teléfono, así como ahora los chavos apuntan un número de celular en la palma de su mano, porque nada saben de los números que los alemanes grabaron en el antebrazo de los presos en los campos de concentración de Treblinka y de Auschwitz.

“Para mí es muy exquisito ver todo lo que hay allá adentro –dice Gala–. Me entristece mucho pensar que las familias que llevaban ochenta años allí deben irse porque ya no pueden pagar la renta.”

Las accesorias y sus dueños que parecen del Renacimiento son la historia de la colonia, el caos, la mugre, el rayo de luz que se cuela y da sobre las botellas de aceite, las grandes tijeras, los talonarios. El marco de latón y su brillo al sol hacen pensar en Vermeer y en Van der Velde de la escuela holandesa. Toda su vida puede leerse dentro de ese espacio limitado. “Es que yo fui mariachi, canté en los Esteits.” Tienen sus señas de identidad en la punta de la lengua.

¿Cuál es la historia de los Wal-Mart o de los Office Depot si no la del enriquecimiento desaforado y el agringamiento de los compradores? ¿Se remontará su pasado a Wall Street? ¿A dónde se fue la costurera que cose a destajo, sus pies accionando la palanca de la Singer hoy fuera de moda? Pronto dejaremos de saludar a doña Lupe la de la mercería, o a don Benito Mirón el de las vestiduras para automóviles, y nadie nos preguntará cómo amanecimos ni nos contará que con el frío le regresaron las reumas. No habrá a quién desgranarle tribulaciones ni miserias, ni con quién celebrar el milagro de estar vivo.

Los empresarios no se dan cuenta hasta qué grado asfixian la convivencia y ajustician la plática entre el campanero y Ramón López Velarde. Matan lo que más podríamos amar: el diálogo, la sonrisa, la complicidad de la mirada entre el que da y el que recibe. Ningún “¿marchantita, cómo le amaneció el día?” entre los pregones del mercado.

Todos tenemos nuestra historia, pero si no hay quién la escuche ¡aaay qué será de nosotros! Celia me ha contado su vida treinta y nueve veces. ¡Qué será de la comunidad si don Ricardo no puede ya estrechar la mano de don Fausto y no hay un Ramón López Velarde en nuestro futuro! ¿Quién diablos en el Office Depot va a acompañarnos con el “nos vemos mañana” del tapicero? ¿Quién nos preguntará cómo están los hijos, si ya todos se fueron a Estados Unidos, si llegan las remesas, si algún día van a volver, si ya todo se perdió? Doña Lilia, la de la mercería, se queja que doña Carmen, la de la fonda, ya no la ha buscado, ¿estará enferma? “Fíjese que mi hermano, el que usted conoció, el que corría el maratón, se murió así de un momento al otro y no sabe cómo lo extraño.” Doña Lilia sabe que al hermano muerto le harán su altar sus colegas el 2 de noviembre y lo verá pronto en una foto, rodeado de otros corredores, venerado por la familia que le prenderá su veladora y le pondrá sus flores.


Vestiduras para autos en general, Colima 76

Allí en la colonia, cada quien tiene su historia y a través de ellas aprendemos a ser valientes, a pensar en el otro, a saber que nada es más fuerte que la comunidad, la que en cierto momento se lanza y se vuelve resistencia. Esa sensación de comunidad es un sentimiento que todo lo vuelve personal, todo lo sabemos entre todos, todo podemos hacerlo entre todos.

La familia de don Benito Mirón, de ochenta años, vive al lado, pero en su changarro él tiene su cama, su cocina, su televisión y su radio que lo acompaña en la Charrita del Cuadrante mientras viste los asientos de azul marino o de rojo vino. Su trabajo y su vida son lo mismo, a veces también arregla cochecitos para niños. Aquí en su accesoria están los rasgos de su carácter, que lo hacen cubrirse como sus vestiduras, porque con los años se enfrían los huesos y hay que evitar la pulmonía.

La Coca-Cola y la Fanta reparten sus carteles y, querámoslo o no, se convierten en iconos de la cultura popular. “Como nos los regalan, pues allí los tengo”, aclara don Benito, pero las efigies de la Virgen, ésas sí las compró y las puso al lado de las telas enrolladas para las vestiduras, el buda y el grueso rosario de madera. Don Benito tiene sus papeles engrapados y colgados en el muro de su accesoria, “así están más a la mano”, al lado de la foto de su boda y su permiso de trabajo de Hacienda, su RFC y su CURP, que son santos supermodernos, ya que lo protegen de los inspectores mordelones que pretenden cerrarle el negocio.

La vocación de Gala Narezo en los últimos años la ha llevado a cosechar en sus fotografías talleres de reparación, como los Servi Hogar frente a los que pasamos sin echarles un lazo, porque nadie se preocupa por adivinar el tesoro que esconden.

Como quien recoge alfileres en un pajar, como quien hace pasar a un camello por el ojal de una aguja, Gala fotografía la estopa y el reloj que ya no mata las horas. Gala sabe lo que significa el espacio personal, la piel que se pega a los muros, la insistencia de las miradas que se posan siempre en lo mismo. “Yo soy mi casa”, escribió Pita Amor y tuvo razón. Somos lo que colgamos. Casa y cuerpo, muros y piel son lo mismo, una ventana es un órgano y la llave de agua que se abre es un fluido como la lágrima pero sin sal. Todo lo que Gala retrata es una entraña, una creación minuciosa a la que hay que cuidar como al cuerpo humano.

Supongo que los habitantes de la Roma ven pasar a Gala como a la Beatriz Portinari de Dante, sobre el puente del Arno, porque ella es la cronista de sus horas y de sus días, ella es la que va a dejar constancia de que la máquina de coser, el torno, la cubeta que fueron razón de vida, y que su genealogía está en todos esos objetos enigmáticos que nadie ve y que a nadie le importan.

En México, los rascacielos han asfixiado no sólo a las iglesias barrocas, sino a todas las misceláneas. La ciudad del futuro destroza a la del pasado y hace pedazos a la comunidad. Las casas de tezontle que fueron palacios virreinales se van encogiendo y temen la puñalada trapera, el cambio, la despiadada demolición, la ignorancia que es barbarie. “Escóndete, escóndete, no te vayan a meter la piqueta.” La modernidad destruye la que fue la ciudad de los palacios y arrasa con sus costumbres, su íntimo decoro, sus ilusiones de ayer. En la colonia Roma casi ya no hay mercerías y tras de los balcones, los postigos permanecen cerrados. Hace sesenta años, Doloritas, la que remendaba las medias de seda, tuvo que cambiar de oficio porque hoy las medias se tiran a la basura. Y los cerebros también. Y los corazones. No hay una sola mujer que diga como antes: “¡Ay, se me fue el hilo de la media!” Antes las dulces señoritas de la mercería vendían hilos, agujas y dedales, estrafor y tijeras volantonas y se llamaban Águeda y Fuensanta, pero ahora las amas de casa van al mall. La sastrería que don Beto le heredó a sus dos hijos, Beto y Lalo, porque él la heredó de su padre, la zapatería de Germán que pone tapas como nadie, se cierran de un día al otro porque la renta ha subido tanto que ya no pueden pagarla. “Tengo que irme, señorita Gala, dicen que aquí van a poner un Oxxo. ¿O será un Seven Eleven? Sólo ellos pueden con los millones de pesos de renta que ahora exigen.” Con su partida, se pierde no sólo la vergüenza, sino la historia de la colonia. Los Wal-Mart derrotan nuestra convivencia. Así como Alfonso Reyes preguntaba: “¿Qué habéis hecho con mi alto valle metafísico?” al dar su visión de Anáhuac, los habitantes también podrían inquirir qué se ha hecho con su posibilidad de elegir, con su interpretación del espacio. ¿Les preguntaron siquiera qué querían? Sin personalidad, sin historia, sin trato humano, ahora la gente hace cola frente a las cajas registradoras del súper para pagar su compra sin intercambiar dos palabras acerca de la calidad del aceite, el frescor de la lechuga y los rábanos, el aumento del precio en la leche o la buena calidad de la cerveza mexicana. Ya no hay tiempo y en las tienditas la alarma no se hace esperar. “Ya nos vamos porque nos avisaron que aquí van a poner un Office Depot.” “Es la última vez que nos vemos, señorita, porque vamos a cerrar.” Gala se siente doblemente huérfana. Familias que llevaban sesenta años en la colonia Roma tienen que emigrar para que entren los elefantes blancos y las hienas que conservan restos de carne cruda en sus encías depredadoras: el súper, el mall, la tienda de autoservicio, el automatismo, los robots que ya no te pueden indicar si el pescado está fresco y si las manzanas llegaron esta mañana de Zacatlán.


Bodega de acopio, Puebla 58

La historia personal de cada uno, la tuya, la mía, la del que corrió el maratón, la del que se fue de mariachi a McAllen, la del señor que le ponía vestiduras a los coches, ya no cabe en la bolsa del mandado.

Con su cámara al hombro y su ojo tierno y crítico a la vez, Gala Narezo supo asomarse a las vidas de los artesanos que pueden ponerle remedio a roturas y descalificaciones. En la vida de los hombres, se ignora si hay zurcidos invisibles (porque para eso son invisibles), pero al penetrar en una colonia como la Roma se sabe quiénes son los habitantes, qué les molesta, qué esperan de los demás, cuál es su modo de vivir, y Gala ha logrado conservar todo eso con una paciencia amorosa. Al entrar a esas tiendas diminutas, como si entrara a pinturas del renacimiento; al sacar del claroscuro espejos, llaves, estados de ánimo, protestas y abandonos, Gala Narezo teje una tela de araña, la misma que muchas veces aparece colgada entre el retrato de la Virgen de Guadalupe y la botella de Coca-Cola, entre objetos que nada tienen que ver y sin embargo son vasos comunicantes. Algún despistado podría preguntar por qué está Gala documentando el caos y la mugre, los cables eléctricos y la miseria de tres chinches y dos hojas de papel estraza, pero son una memoria, el recuerdo de la dueña de la mercería que pregunta: “¿Ya mejoró su hijito de la tos? Quiero regalarle un jarabe que hace maravillas.” El diálogo entre usted y yo, entre el hombre y la mujer, entre el niño y el anciano, entre el soldador y el que cubre asientos de automóvil es el único que puede enfrentarse al poder del dinero que es, por esencia, cobarde.