Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de marzo de 2010 Num: 784

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Ojos
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

Nota ilegal
ARIS ALEXANDROU

El secreto de su cine
CARLOS ALFIERI entrevista con JUAN JOSÉ CAMPANELLA

Dos poemas
NATALIA LUNA

Mil 200 noodles: la deportación de niños no judíos de Israel
ROLANDO GÓMEZ

Reconstrucción
GASPAR AGUILERA DÍAZ

El Manifiesto comunista y el papel de la izquierda
MACIEK WISNIEWSKI

Al pie de la letra
ERNESTO DE LA PEÑA

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
JAVIER SICILIA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Ana García Bergua

Rodillas

Qué articulación tan sufrida, la rodilla, cuántas cosas pasa y nosotros sin pensar en ella. De niños vivimos pendientes de la rodilla: cómo se hiere cuando nos caemos, de qué manera despiadada mana de ella la sangre y el modo casi mágico en que cicatriza. La rodilla es, para los niños, la lección de anatomía, el cuaderno en el que se dibujan los dorados moretones, el misterio del líquido rojo y espeso que corre por nuestras venas y la costra que aparece y se cae sola. Eso cuando no la tiramos primero a fuerza de levantarla por ansiosa curiosidad para que vuelva a sangrar la herida. En la rodilla descubren los niños la benignidad de las curitas, sufren tragedias por el cruel mertiolate y saben del amor de los padres que les lavan pacientemente las heridas entre gritos y llantos.

Y pensar que luego hay quien se castiga caminando sobre las rodillas como sobre muñones, para dar ejemplo de sufrimiento y sacrificio. O quien se humilla caballerosamente, arrodillándose en busca del sublime amor o el perdón inconseguible, o quien ruega de rodillas cosas que lo valen y otras que no tanto. Pareciera que las rodillas vinieron al mundo a padecer y sangrarse, a ofrecerse en prenda de felicidades futuras o pecados cometidos, a golpearse, enfermarse, torcerse, debilitarse, operarse y curarse. La prueba más fehaciente de este destino se obtiene con sólo buscar la palabra “rodilla” en Google: uno se puede marear de mirar páginas y páginas de ortopedia que detallan la complicada conformación de los huesos y tendones con que se arma una rodilla, sus posibles enfermedades, torceduras, deformidades, desgastes y padecimientos sin fin. De hecho, existe una población en Dakota del Sur que se llama, sin ir más lejos, Wounded Knee rodilla lastimada (donde por cierto el gobierno de Estados Unidos masacró a los indios sioux en 1890)

Y en español la rodadora palabra rodilla es desafortunada: hace pensar en carnicerías, en cerdos y chuletas, por lo menos a mí, por aquello del solomillo y los codillos. Los codos tienen la oportunidad de una connotación egoísta, aunque no nos guste a nosotros o nos haga quedar mal con ella: se puede decir que Fulano es un codo, pero no una rodilla.

Pero no sólo son desdichadas las rodillas, no sólo están para postrarse “en adoración o sumisión”, como dice una vieja edición del Diccionario de la Real Academia. Tam bién Jean-Claude Brialy las llamaba, en la película Le genou de Claire, “polo magnético del deseo”, todo lo cual sería muy sensual si Claire, el personaje de que se enamora el treintón interpretado por Brialy, no fuera una chamaca de dieciséis años más gimnástica que lolitesca. Hasta en esa película en la que la rodilla aparece en el título, su dueña delataba cierta afición por los deportes con las vendas y el árnica que los acompañan. Y la rodilla no dejaba de ser algo infantil o adolescente, un poco impertinente, como siempre ha sido.

Pero bueno, todavía en 1970, cuando Eric Rohmer filmó esa película, la rodilla era frontera misteriosa, linde del que la falda no podía pasar, preámbulo de los muslos y otras oscuridades. Al pensar en esa época no puedo evitar recordar el procedimiento de levantar la altura de la falda a la salida de la escuela, enrollando la pretina con cuidado de que no quedara dispareja, todo para verse un poco mayor. Pero aquello no duró mucho: la rodilla como misterio, como aduana, como gozne, se perdió con la minifalda. Literalmente, las faldas dejaron atrás a las rodillas, como si fueran una curiosidad o una perversión de viejos, y más bien terminamos esforzándonos por estirar aquellas minifaldas para que regresaran hasta la rodilla y evitar que nos molestaran en el camión. Todavía veo al mediodía a las niñas de las secundarias públicas que salen de la escuela con la falda del uniforme bajo la rodilla y me preguntó en qué parte estarán de aquel subibaja un poco agotador.

Y eso que las rodillas son la sonrisa de las piernas, un rostro curioso, entre el muslo y la pantorrilla, sobresaliente como una nariz, fruncido a veces como un ceño. Una rodilla es grácil cuando sus huesos son finos, como las rodillas de los bailarines o las de los niños: al ver rodillas así nos acordamos de que las piernas son una máquina hermosa y delicada, hecha para el salto, la carrera y el baile. Pero pasan los años y nos empezamos a quejar de nuestras rodillas: se vuelven boludas, extrañas, corresponden a nuestro desconcierto con el suyo, cuando nos miran desde el espejo. Y a los bailarines, hélas, se les desgastan las rodillas.