Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de marzo de 2010 Num: 783

Portada

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las ciudades de Carlos Montemayor
MARCO ANTONIO CAMPOS

Montemayor: regreso a las semillas
RICARDO YÁÑEZ Entrevista con DANIEL SADA

La autoridad moral de Carlos Montemayor
AUGUSTO ISLA

Carlos Montemayor: ciudadano de la República de las Letras
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Recuerdo de Carlos Montemayor
LUIS CHUMACERO

In memoriam
Carlos Montemayor
MARÍA ROSA PALAZÓN

Ser el otro: Montemayor y la literatura indígena
ADRIANA DEL MORAL

Quiero saber
CARLOS MONTEMAYOR

Parral
CARLOS MONTEMAYOR

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

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ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


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Carlos Montemayor, en febrero de 2007.
Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada

Las ciudades de Carlos Montemayor *

Marco Antonio Campos

En su famoso poema “Le ricordanze”, Giacomo Leopradi con triste amargura evoca –reclama– los espinosos días de juventud: “Nè ni diceva il cor che l'età verde/ Sarei dannato a consumare in questo/ Natio borgo selvaggio, intra una gente zotica, vil”. Recanati, el lugar natal, es visto como incivilizado y su gente como vulgar y vil.

Umberto Saba amó a su hermosa Trieste, la vio áspera y no muy tratable (scontrosa), y la llamó así, y la amó por eso o a pesar de eso; Jerez representó para Ramón López Velarde un pequeño edén perdido donde no quiso –no se decidió– a vivir una vida inocente y quieta y a donde lo mejor fue no volver; para Kavafis la ciudad fue Una y no podía el hombre salirse ni escaparse de ella para rehacer la vida, porque la ciudad lo seguiría y donde quiera el hombre volvería a echar a perder su vida como la echó a perder allí.

La vida en ciudad da sentido y significación especiales a palabras como familia, casa, amor, cultura, civilización, que en la poesía de Carlos Montemayor (Parral, 1947) se convierten en casa, esposa, hijos e hijas, amigos no siempre leales, la mujer que es ara y lecho, el aire milenario de los libros para vivir en los años. La ciudad es el centro de su poesía, o más preciso, cuatro ciudades se levantan en ella: la ciudad de fundación, la ciudad de los años de infancia, la Ciudad de México, y una ciudad, resumen de ideal y belleza, que se halla exactamente en el fin de la tierra. Todas estas ciudades se unen en Una de la que él ha querido ser –de la que es– ciudadano.

La ciudad de fundación, como la intuyeron Teseo o Eneas, es la primera piedra y el primer basamento que puede llegar a ser una república, un reino, un imperio. Buscarla es explicarnos a la vez, y en alguna medida, explicar la raíz del linaje y la raíz de la tierra. La ciudad primordial se vuelve así una historia y un mundo.

La segunda ciudad, la de los años de infancia, tiene nombre y perdura: Parral. Recordar es reconocer y reconocerse. Parral no es un sitio hostil, ni es hermosamente intratable, ni es un paraíso perdido, ni es una ciudad que se traslada cruelmente para ver la destrucción de uno de sus hijos: es un sitio privilegiado y único para quien lo vivió alguna vez y el cual debe revisitarse para saber lo que se vio, oyó, gustó, olió y tocó en los años en que todo era nuevo y blanco. Desde la punta de los cerros el hombre contempla e l sitio natal y recoge imágenes como espigas: hilos de las conversaciones de la madre, la figura del padre, la mina, el color negro de la plata, el polvo caliente del verano, las voces lejanas, el golpe del río, el viento con sus armas numerosas, el viento, el viento, el viento. ¿Qué es todo eso que ahora está y llama?, parece preguntarse Montemayor.

Poetas como Efraín Huerta, Rubén Bonifaz Nuño y Jaime Sabines han descrito Ciudad de México con una caligrafía donde se unen en el papel el amor y el horror. Montemayor, cuya visión de las calles no es ajena a la de ellos, se ha visto en sus calles, plazas, edificios, almacenes, y ha visto también la vida de sus habitantes y la ha querido nombrar. Ha buscado comprender la megaurbe, pero el horror apenas admite comprensión. Ante aquel pequeño pero claro orbe de infancia, las imágenes de la gran ciudad son oscuras , tristes, oprimentes. Para los poetas que vinieron de sitios hermosos de tierra adentro, Ciudad de México representa un círculo fascinante a donde sólo es dable caer. Es un sucio laberinto del que es casi imposible huir y donde se tocan y golpean inútilmente muros desolados creyendo que son puertas.

Pero lejos, más lejos, en la última lejanía, están la ciudad última y la última tierra. A ese lugar llamado Finisterra, el poeta llega, y allí, en el cuerpo desnudo de una mujer y en la ardiente contemplación múltiple del paisaje, mira y descubre en un ahora y siempre, en un instante y para siempre, todas las orientaciones, todas las navegaciones, todos los hechos y todas las cosas del mundo. “Finisterra” –en el que llamean y pueblan voces del Walt Whitman planetario, del Fernando Pessoa de la “Oda marítima”, del Lêdo Ivo de respiración versicular– es el gran poema de Montemayor, y es una pieza que no se parece a lo que ha escrito antes y ha escrito después. “Finisterra” es un solo y eléctrico verso exaltado que canta glorias y esplendores del mundo, de la vida, de los hombres.

Oigámoslo un momento: “Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la dulzura,/ la permanencia de las rocas o el sol de tu verano,/ la firmeza del cielo sobre los mares./ Déjame, con ella, entenderlo ./ Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde con todo,/ acariciarlo como los veleros que se remontan sobre el mar/ y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas,/ como la gaviota que besa tu cuerpo/ en el menor suspiro de la brisa marina./ No quiero ser ya el dolor para siempre,/ no quiero oír el paso del verso que se lamenta de no ser/ más cuando ya se ha dicho./ Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se reconcilian con todas las cosas/ y contemplan desde su océano convulso la luz de la totalidad inmóvil,/ la belleza de la dulzura inmortal de las cosas.”

Como la ciudad que se levanta piedra a piedra, Montemayor ha levantado una obra poética verso a verso hasta hacer una ciudad de música.

* Prólogo a la antología de poemas que se publicó en las ediciones Material de Lectura de la UNAM en 1989.