Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 7 de marzo de 2010 Num: 783

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Las ciudades de Carlos Montemayor
MARCO ANTONIO CAMPOS

Montemayor: regreso a las semillas
RICARDO YÁÑEZ Entrevista con DANIEL SADA

La autoridad moral de Carlos Montemayor
AUGUSTO ISLA

Carlos Montemayor: ciudadano de la República de las Letras
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

Recuerdo de Carlos Montemayor
LUIS CHUMACERO

In memoriam
Carlos Montemayor
MARÍA ROSA PALAZÓN

Ser el otro: Montemayor y la literatura indígena
ADRIANA DEL MORAL

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CARLOS MONTEMAYOR

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CARLOS MONTEMAYOR

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Carlos Montemayor:
ciudadano de la República de las Letras

Luis Hernández Navarro


Con José Sotelo, agosto de 2009
Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada

De acuerdo con su voluntad, no hubo funerales. Fue cremado el mismo día de su muerte. Las cenizas de Carlos Montemayor fueron trasladadas en una urna de porcelana blanca a las instalaciones de la Academia Mexicana de la Lengua, donde familiares, colegas, amigos y admiradores le rindieron un emotivo y sencillo homenaje.

En un acto lleno de simbolismo a su identidad como escritor, el intelectual escogió como última estación de paso, antes de que sus cenizas sean depositadas en la Sierra de Atoyac en Guerrero y en la ciudad de Parral en Chihuahua, la Academia Mexicana de Lengua, sede no oficial de la República de las Letras.

Elegido como su integrante desde el 30 de agosto de 1984, Montemayor consideraba la Academia como una institución cultural única en el país. Fundada en 1875, veía como un verdadero milagro su sobrevivencia al margen de los recursos presupuestales del gobierno. Según dijo en su respuesta al discurso de entrada de Víctor Hugo Rascón Banda a la institución, “la autonomía e independencia de la Academia no le han aportado bonanza, pero sí dignidad ante muchas orientaciones científicas y sociales en los cambios de la Revolución y de las burocracias políticas”.

Polígrafo fecundo, ciudadano distinguido de la República de la Letras, la obra de Carlos Montemayor está atravesada, entre otras muchas facetas, por tres carreteras creativas: la poesía, la novela de no ficción y la difusión de la literatura indígena.

LA AMARGA FORJA DEL POETA

Entre las múltiples actividades a las que se dedicó, Carlos Montemayor fue, fundamentalmente, un literato. Estudió leyes en su natal Chihuahua y letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Encontró allí las herramientas para desarrollar su vocación y talento para la escritura.

En Ciudad de México, a finales de la década de los sesenta, el estudiante Montemayor visitaba semanalmente a Rubén Bonifáz Nuño, en sus antiguas oficinas universitarias de la Coordinación de Humanidades de la UNAM. Allí le mostraba a su maestro sus trabajos en prosa, sobre todo los que años después integrarían el libro Las llaves de Urgell. Juntos comentaban, también, las lecturas de poetas clásicos franceses, españoles e italianos, muchas de las cuales eran sugerencias de su mentor.


Con el pianista Antonio Bravo, marzo de 2007
Foto: Carlos Ramos Mamahua/ archivo La Jornada

Para Montemayor, la literatura era una forma de conocer el mundo, una recreación de la realidad que no es un mero reflejo sino una toma de conciencia. Después de muchos años de trabajo con escritores mayas y de varios recorridos por Yucatán, comprendió –al igual que Borges– que la lengua constituye una forma de entender el mundo y no una sucesión arbitraria de símbolos.

Montemayor comenzó a escribir poesía en 1968, pero no fue sino hasta un año después, cuando comenzó su trabajo de poeta, a raíz de una de esas visitas a Bonifaz. Gracias a su maestro –escribió– “empecé a entender que el verso brota como una música, como un canto libre en su ritmo, capaz de expresar lo que quiera pero apoyado en su ritmo, no sordo a él”.

Confiado, le presentó al académico dos sonetos que a Bonifáz Nuño no le gustaron. Al terminar de leer las páginas le preguntó, sorprendido y descorazonado: “¿Qué es esto? No, no sé qué sea esto. No comprendo. Perdóneme que se lo diga, pero aquí no hay asomo de algo que pudiera ser un soneto. Primero –dijo–, los versos están mal medidos.”

Desazonado y sorprendido, Montemayor empezó a marcar con los dedos de su mano derecha las sílabas del verso, hasta que, con cierta violencia, su tutor lo interrumpió:

–¿Qué está haciendo usted?

–Contando las sílabas –replicó.

Fulminante, el filólogo le dijo: “Por eso no sabe hacer versos. Deben medirse con el oído. No se pueden contar como las cajas o las monedas. Necesita medirlos con el oído. Si está sordo para eso, entonces no haga versos.”

El futuro escritor vivió allí, en un minuto largo y opresor, cubierto de vergüenza, uno de los peores momentos de su existencia. Con dificultad le preguntó a su maestro cómo podía escucharse un verso. Bonifáz Nuño le respondió:

–Deben sonar como los versos que más le gusten. Debe sentirlos bajo el ritmo de los versos que más admire. Hay que saber identificarlos por su ritmo, por su cadencia, por su sonoridad. Todo esto es por el oído, no por los dedos de las manos.

Ante nuevas preguntas de su estudiante, el maestro siguió: “independientemente de lo que usted quiera decir, si se propone escribir poemas, debe saber construirlos. Y los versos deben oírse y medirse con el oído. No importa lo que usted quiera o pueda decir: un verso es un trabajo de oído y un trabajo que requiere el mismo cuidado y esfuerzo que el mejor cuento o la mejor novela”.

A partir de ese momento –cuenta Montemayor– “empecé a entender, a escuchar el ritmo con que se mide un verso, el ritmo que los convierte en lo que son, independientemente de que sus acentos estén o no en la sílaba justa, o de que las palabras o ideas sean o no importantes; la corriente de ritmo que en una estrofa o en un poema los hace versos, no sólo ideas o metáforas, sino versos, unidades de un ritmo que no se cuenta con los dedos, sino que se escucha como canto”.

NOVELA DE NO FICCIÓN

Una parte muy importante de la producción literaria de Carlos Montemayor es histórica.

Margo Glantz, su compañera en la Academia Mexicana de Lengua, considera a Guerra en el paraíso, su libro sobre la guerrilla de Lucio Cabañas, “una de las novelas políticas históricas más importantes que se han escrito”.

Para elaborar la novela, Montemayor realizó un exhaustivo trabajo de campo, una investigación antropológica, hemerográfica y bibliográfica, y recopiló múltiples testimonios de historia oral, sobre todo de los protagonistas directos, los sobrevivientes y los familiares de las víctimas fallecidas. Con la misma orientación y similares herramientas escribió Las armas del alba, la novela sobre el asalto al cuartel Madera el 23 de septiembre de 1965, hecho que marca el inicio del surgimiento de la guerrilla socialista en México.


Con Miguel León Portilla, diciembre de 2007.
Foto: María Melendrez Parada/ archivo La Jornada

Ninguno de estos dos libros, al igual que Los informes secretos, puede ser considerado como ficción ni como reportaje. No son producto del nuevo periodismo. Los personajes de la historia de ambas obras aparecen con sus nombres reales. La estructura literaria está construida desde la fuerza y objetividad de los hechos, pero hay mucho más en ellos. Los hechos que relatan estaban vivos en la memoria popular, en los recuerdos de algunos de sus participantes y en unos cuantos trabajos escritos. Formaban parte de una leyenda cultivada en la izquierda radical, pero no eran, en lo esencial, hechos explicados por historiadores.

Al analizar la relación existente entre literatura e historia en su obra, Montemayor explicaba que “la literatura es una de las formas de conocimiento de la realidad, no una forma de ficción. Cuando los trabajos del historiador y del novelista se hermanan, se aproximan, no se debe a la pasión por la historia, sino a la pasión por la realidad humana, a la pasión por lo humano”.

Desde esa lógica, Montemayor rechazó ubicar su obra exclusivamente dentro de la novela histórica. Desde su punto de vista, la mayor parte de las novelas así llamadas modifican la perspectiva o replantean una visión historiográfica previamente dilucidada. Es decir, las novelas históricas suelen ser el vehículo artístico de una historiografía ya consolidada o el enfrentamiento con esa historiografía académica u “oficial” previa. Pero este no era, desde su punto de vista, su caso.

El autor de La violencia de Estado en México no se propuso escribir novelas que reformulen una visión historiográfica ya establecida. Sus novelas no son un replanteamiento de períodos históricos ya analizados previamente por especialistas. No produce novelas históricas que ofrecen sólo nuevas interpretaciones. El tipo de novela que se propuso hacer es una que constituye en sí misma el primer relato histórico y narrativo de hechos poco conocidos para el gran público e, incluso, para los especialistas. Sus novelas buscan ser la primera formulación de los procesos históricos que trata; abordan conflictos sociales relevantes que han sido poco –o mal– tratados por historiadores o por especialistas.

Montemayor se pensaba a sí mismo como continuador de una formulación histórica y literaria nacida con Tomóchic, de Heriberto Frías, y las Memorias de Pancho Villa o El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán. Ambos autores –según él– “crearon novelas que no confrontaban ni reformulaban una historiografía previa, sino que formaban parte de la primera expresión historiográfica y de la primera y profunda expresión literaria”.

EL DEFENSOR DE BABEL

Hay quien ve en Babel una desgracia, el castigo divino por la pretensión de conquistar el cielo por asalto. Hay, en cambio, quien lo considera una bendición. Montemayor ocupa un lugar privilegiado en la lista de los segundos. Se lamentaba de lo aburrido y parcial que sería de un mundo en el que la humanidad sólo hablara el idioma inglés. Defendía un mundo que en su hablar fuera más allá del negro y el blanco. “Si acercáramos nuestro oído a toda esta diversidad lingüística –decía– y escucháramos todo lo que saben, sienten y dicen sus poetas, tendríamos una imagen del mundo más cabal, completa, aprenderíamos más del ser humano, porque nos acercaríamos a la memoria que todos esos pueblos conservan, defienden y de la cual se enorgullecen.”


En 2008 con los poetas Juan Gelman, Hugo Gutiérrez Vega y Alí Chumacero

Este amor por la diversidad lingüística tenía en los idiomas y la literatura india de América Latina una de sus principales referencias. Estudioso del griego y el latín, traductor de obras clásicas, en 1980 quedó cautivado por la riqueza y potencia de las lenguas indígenas. Descubrió que ellas, y particularmente en las de la Sierra Norte de Oaxaca, tenían estructura y valores tanto métricos como vocales, similares a los que había conocido, de manera teórica, en el griego clásico.

Enemigo de la imposición de una lengua única, Montemayor cuestionó seriamente la tendencia a “identificar las lenguas desarrolladas como aquellas que hablan los países hegemónicos de la Tierra y a los dialectos como las lenguas que hablan los pueblos sojuzgados en todo el mundo: por ejemplo, las lenguas de los pueblos indios de América”. Sostuvo que “el náhuatl es un sistema lingüístico tan completo como el alemán; el maya es un sistema tan completo como el francés; el zapoteco lo es también como el italiano, y el purépecha como el griego, o el español y el inglés lo son como el otomí y el mazateco”.

Esta riqueza de las lenguas originarias, sin embargo, apenas ha comenzado a aflorar nuevamente en el continente. Según Montemayor, “durante cinco siglos, la voz de los indígenas de América ha sido suplantada. Otros –no indígenas– han dicho, en su nombre, qué creen, qué piensan, qué sienten, qué quieren, cómo son. Ahora eso está cambiando de manera profunda, y una faceta del cambio es la aparición sin precedente de una efervescencia literaria en lengua indígena”.

El origen de esta opción preferencial del narrador por los indios tiene diversas pistas. El escritor indígena Natalio Hernández relata que, en 1990, Montemayor le dijo: “los sabios mayas me han cambiado la visión del mundo, ahora me siento como un pequeño sol dentro del universo; somos tan insignificantes en este mundo, que a veces nos olvidamos y pensamos que somos grandiosos”.

En 1990, junto con Natalio Hernández, el autor de La voz profunda organizó el primer Encuentro Nacional de Escritores Indígenas. Dos años más tarde coordinó una antología de varios escritores en lenguas indias. Consistentemente promovió varios encuentros de creadores y talleres de literatura en lenguas indígenas con zapotecos, purépechas, nahuas, mixtecos y tzeltales.

A pesar de realizarse en una entorno desfavorable, esta labor fructificó. Para José Emilio Pacheco “la aportación de Carlos Montemayor a la literatura indígena es muy importante. Antes decíamos poesía mexicana y ahora debemos decir poesía mexicana escrita en español, porque el autor de Guerra en el paraíso tuvo una importancia decisiva en que hubiera poesía contemporánea en lenguas indígenas”.

Decía William Faulkner que “lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte”. Hasta el final de su vida, el ciudadano de la República de las Letras Carlos Montemayor no permitió que nada alterara su labor literaria.