Guerra de despojo
y reivindicación de tierras ancestrales:

herencia de los pueblos pipiles

en El Salvador

 

Ricardo Martínez Martínez, Izalco. Tras 78 años, Catalina Cortez rompe el silencio y habla sobre una masacre sumaria poco conocida en territorio americano, el holocausto de 1932 en Izalco, El Salvador, que dejó en tres días 30 mil cadáveres amontonados en siete regiones de los pipiles nahuátl, al occidente del país.
“Mataban al que encontraban. Nos decían a los del pueblo ‘vayan a la iglesia’, los escogían y a machetazos o con pistola en la nuca los ejecutaban de uno en uno”, recordó una de las sobrevivientes que vio como fueron atrapando a su familia para golpearla y colgarla en troncos en el cementerio, donde iban arrojando a los indígenas hasta formar montañas de cuerpos.
“Que no quede ni un solo indio”, rememora y dice: “vociferaba la misma muerte”. Tenía 12 años cuando vio la suerte que corrieron pueblos y comunidades indígenas y lo recuerda nítidamente como un tatuaje imborrable.
Su padre pasó cuatro días encerrado en la cárcel del pueblo, previo a los sucesos, y mientras ejecutaban al quinto día a sus compañeros de celda, algunos de ellos tíos de Catalina, supo la suerte que correría toda su familia. Sus dos hermanos fueron asesinados en la calle y siete mujeres al recoger los restos de ellos fueron tomadas, ultrajadas y también colgadas.
Mientras escuchaba lamentos y gritos de desesperación, ella escapó hacia las montañas donde sobrevivió por días en un lugar inhóspito y con el miedo de ser encontrada. Como ella, otras seis niñas lograron esconderse y callar por décadas la hecatombe. Poca gente sobrevivió.
De las sobrevivientes que aún viven y a la edad de 90 años, la doña Cortez señala al general Federico Trompa, entonces jefe del ejército salvadoreño bajo la feroz dictadura, de estar al mando de la “reprimenda” y responder a la salvaje política del general y presidente Maximiliano Hernández Martínez.
Catalina Cortez supo y guardó en todos estos años los nombres de otros jefes ejecutores que ya no viven: Silvestre Morán, José Pachaca, Carlos Morán, Antonio Pachaca y Federico Trompa. Ella los conoció y supo sus señas, toda vez que su madre en aquel entonces vendía sopa de pata a las afueras de la iglesia y los verdugos vestidos de civil, pero armados, comían del producto, platicaban entre ellos y se burlaban de la gente pobre.
Cuenta que esos días fueron tan terribles que además de la orden de disparar a todo aquél o aquélla que tuviera rasgos indígenas, los perros y los chanchos (cerdos) comían de los cuerpos rotos.

La reivindicación de tierras ancestrales. El silencio se fue apoderando del lugar donde se conmemoró por primera vez la masacre del 32, justo en el cementerio donde fueron arrojados los restos, y a un lado de la iglesia donde fueron aprehendidos cientos de hombres, ancianos, mujeres y niños.
Miles bajaron del 18 al 23 de enero de los montes y cerros pequeños donde asentaron sus hogares tras ser expulsados de sus tierras de origen. Y es que las causas de la masacre de los pipiles de Izalco fueron las ansias de poder y arrebato de tierras colectivas por parte de terratenientes algodoneros y cafetaleros, que formaron fincas en tierras que no les pertenecían.
En estas fechas de memoria,  luego de tres días de caminata y peregrinación, los indígenas se fueron congregando para el acto de la reivindicación y lucha por la defensa de la tierra, el más importante y masivo de la lucha indígena de este país en los últimos tiempos.
Por primera vez en público, Tito Reyes, alcalde del común, forma de representación comunitaria no reconocida institucionalmente, se refirió a la vigencia de la lucha: “No es justo que mucha gente se haya venido a aprovechar de nuestras riquezas, de nuestros valores. Nos robaron absolutamente todo y hoy en día tratamos con sufrimientos, como siempre, de mantener lo poco que tenemos”.
Se refirió a la situación de marginación en que se encuentran. “En esta ocasión  y quisiéramos que los gobiernos realmente se interesaran por lo poco de la verdadera sangre indígena, que fuera bueno no sólo con campañas políticas, sino que realmente se dieran cuenta de lo que vivimos, necesitamos, porque nuestras tierras fueron arrebatadas.”
Tito Reyes adquirió hace 2 años el cargo de jefe indígena, síntesis de la colectividad, por los 128 pueblos y caseríos del municipio. Se vincula a las necesidades locales y cotidianas de los pueblos que en comunidad buscan resolver sus problemas. Los Tatas y Nanas le dieron el voto de confianza para reactivar la lucha por las tierras y defensa de la cultura indígena aún irresuelta desde hace casi 80 años.

La defensa de riquezas naturales. Ante el despojo masivo por allá de los años 20 y 30 del siglo XX, las familias de terratenientes alemanes y españoles confinaron a los sobrevivientes y a campesinos traídos de otras regiones, a las haciendas para trabajar de sol a sol, morir lentamente por mal comidos y sufrir jornadas de semiesclavitud y azotes de caporales y guardias.
De 1932 hasta los años 50, los indios del occidente salvadoreño perdieron sus tierras con despojos, engaños, asesinatos y masacres. En la siguiente mitad de siglo se formalizó y legalizó el robo, hasta llegar a la actualidad en que los ricos y potentados crearon centros acuáticos, fincas modernas, granjas de producción de huevo y ganado de empresas agroexportadoras, al mismo tiempo que vendieron terrenos para edificar casas-habitación, carreteras, puentes y presas. La modernidad se levantó sobre la tumba indígena.
Alfredo Tovar, analista en tema agrarios y juventud de la Asamblea Legislativa, sostiene que los pueblos indígenas tienen el derecho inalienable de reclamar: “Mucha de esta tierra en manos de los terratenientes, que por cierto están cultivadas de café, no tiene un respaldo legal, son traspasos que hicieron al hacer firmar por la fuerza, a punta de cañón, a esos pueblos”.
Dice que muchos de los supuestos dueños no cuentan con escrituras. “Yo creo que si hay voluntad por parte del gobierno de revisar eso, muchas de estas tierras que fueron arrebatadas, deberán de regresar a los legítimos dueños.” 
Actualmente, los pueblos y comunidades mantienen formas de organización que les permite resistir y, en su horizonte está la defensa del agua ante los intentos privatizadores, la recuperación de sus tierras y el racismo.
Una de las demandas principales es elevar a rango constitucional el ser reconocidos como sujeto de derecho y respeto a su autonomía. Juliana Amas señala que exigen al Estado salvadoreño cambios constitucionales. “Esta reforma la tenemos enmarcada en el Convenio 169 de la OIT, que El Salvador no ha ratificado. Nosotros los indígenas seguimos en el anonimato, con discriminación, con cierta acciones que como pueblos tenemos derecho a reclamar.”
La lucha de los pueblos izalqueños se concentra en la recuperación de sus tierras ancestrales, autonomía y reconocimiento a su cultura. Y para eso conmemoran a sus muertos, que están debajo de la tierra donde nacieron. 

 

Mecos de Sasaltitla, municipio de Chicontepec, Veracruz. Foto: José Carlo González