Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 31 de enero de 2010 Num: 778

Portada

Presentación

Haití en el epicentro
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

“Me quedo en Haití”
BLANCHE PETRICH

Corazón atado
ARTURO OREA TEJEDA

Del amarillismo como motor de ayuda
JORGE MOCH

¡Oh infelices mortales!
ANDREAS KURZ

Sonidos de y para Haití
ALONSO ARREOLA

El infierno de este mundo
ROBERTO GARZA ITURBIDE

Haití, año cero
JEAN-RENÉ LEMOINE

Toda tierra es prisión
GARY KLANG

Cuatro poetas haitianos

Haití y la brutalidad del silencio
NAIEF YEHYA

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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¡Oh infelices mortales!

Andreas Kurz

Mi pueblo natal se llama Zwettl, tiene 4 mil habitantes y es el mejor de los mundos posibles con el que fantaseaba Leibniz: no hay criminalidad, sus nativos gozan de bienestar económico, seguro social eficiente, buenas pensiones, infraestructura de ciudad grande y viven en casas sólidas. Hay inviernos con mucho frío y montones de nieve, pero las casas se construyen con calefacción integrada. La tierra no tiembla pero, si se le ocurriera temblar, habría, por lo menos, resistencia.

¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!
¡De inútiles dolores la eterna conversación!
Filósofos engañados que gritan: “Todo está bien”,
¡vengan y contemplen estas ruinas espantosas!

En 2002, el clima de Zwettl se volvió loco. El pueblo se inundó, sólo los techos de las casas sólidas sobresalían del agua. La estadística del desastre: un muerto, un anciano en sus ochenta víctima de un ataque al corazón, mi padre resfriado porque decidió nadar a casa para no perderse la cena, las casas sólidas reconstruidas y habitables al cabo de unas semanas.

Esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas,
esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados,
debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados…

Me acuerdo de mi escuela en Zwettl, de un maestro de geografía: alto, gordo, con cara porcina de felicidad y satisfacción. Me acuerdo de sus frases favoritas: “La gente del tercer mundo es pobre, pero feliz”; “los indios de América andan desnudos y son felices”; “los negros en África viven en cabañas y son felices”. Así mis primeras nociones de geografía extra-europea. La pobreza te da la felicidad, las riquezas y la seguridad sólo son estorbos: olvidas lo que verdaderamente vale. ¿Por qué, entonces, mi maestro no emigró del mejor de los mundos posibles a los peores?

Cien mil desventurados que la tierra traga
ensangrentados, desgarrados, y todavía palpitantes,
enterrados bajo sus techos, sin ayuda, terminan
en el horror de los tormentos sus lamentosos días.

Me acuerdo de las frases favoritas de mis tías y tíos: “Nosotros, que no tenemos nada, siempre donamos a los negros e indios, cuando algo pasa”; “y es su culpa. ¿Por qué no construyen mejores casas? Como nosotros, que también somos pobres”; “¿y por qué se procrean tanto? Hay demasiados allá.”

¿Dirán ustedes, al ver ese montón de víctimas:
“Se ha vengado Dios; su muerte paga sus crímenes”?
¿Qué crimen, qué culpa cometieron esos niños,
sobre el seno materno aplastados y sangrientos?

Mis tías y tíos en sus casas sólidas, con calefacción y seguro social, con servicios que funcionan a la perfección porque el dinero los impulsa, con servicios que los rescatan del agua y del viento y del temblor; mi maestro en su casa sólida, con porcina cara feliz; yo en mi casa sólida, con sueldo fijo y seguro médico. Somos estúpidos porque somos incapaces de entender e incapaces de expresar nuestro enojo, e incapaces de escupir a los que acompañan las noticias sobre Haití con música tétrica, a los que dicen que la violencia y la muerte desde siempre gobiernan Haití, a los que exigen que no se ayude porque así más se ayuda, a los que buscan la estructura del desastre, y sobre todo a los que celebran el milagro de la vida en medio de la muerte bajo los escombros, sobre todo a ellos, porque no comprenden que la vida declara su bancarrota, no ante la arbitrariedad de la naturaleza, como Voltaire temía, sino ante la ineptitud de siglos, de gobernantes, hombres de negocios, artistas, intelectuales, burgueses con caras porcinas casi todos ellos, todos nosotros, la ineptitud de construir casas sólidas en todo el mundo.

Este mundo, ese teatro de orgullo y de error,
lleno está de infortunados que hablan de felicidad.
Todo se queja, todo gime buscando el bienestar:
nadie quisiera morir, nadie quisiera renacer.