Directora General: CARMEN LIRA SAADE
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Domingo 20 de diciembre de 2009 Num: 772

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MARCO ANTONIO CAMPOS

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Cargado de razón: Schiller, 250 aniversario
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Superar la autocensura
ÁLVARO MATUTE

La enseñanza de Martín Luis Guzmán
HERNÁN LARA ZAVALA

Martín Luis Guzmán Las dos versiones de La sombra del caudillo
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La serenidad y el asombro
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Goethe y Schiller en Weimar

Cargado de razón: Schiller, 250 aniversario

Ricardo Bada

Algo que me entristeció mucho ipso fuckto, y aún más post fuckto (pero ya sabemos que post coitum omne animal triste, así que no se trató de ninguna anomalía), es el hecho de que en el mundo de habla española pasara prácticamente inadvertido el segundo centenario de la muerte de Friedrich Schiller, en mayo 2005. Sálvese quien pueda, y ojalá no suceda lo mismo ahora que se cumplirán 250 años de su nacimiento.

Rememoremos, pues, al joven Schiller, pelirrojo, bastante pecoso y estudiante de Medicina, carrera que no le gustaba y que le impuso la voluntad omnímoda de su déspota. Pese a ello, terminó sus estudios con veinte años siendo el mejor alumno de la Escuela Ducal de Stuttgart, bajo el mecenazgo de boa constrictor del citado déspota, y recibió el título de manos del consejero áulico Goethe, quien acompañaba a su señor, el Duque de Sajonia-Weimar, invitado por su “primo” de Württemberg a la ceremonia académica.

Fue la primera vez que se encontraron Goethe y Schiller. La última sería en Weimar, en el monumento de Ernst Rietschel delante del Teatro Nacional, el motivo de la tarjeta postal más emblemática de la ciudad, y que los muestra en amor y compañía. Y donde no sé si debido al protocolo o como mensaje subliminal, Goethe ocupa la derecha y Schiller la izquierda del dúo.

Pero a despecho de aquel primer encuentro en Stuttgart, y de varios que siguieron al correr de los años, en Weimar y en Jena, y a despecho de que Schiller era entretanto el aclamado autor de Los bandidos, de Intriga y amor y de un prodigioso Don Carlos, la amistad con Goethe iba camino de no cuajar nunca, hasta que un buen día, en 1794, acuden por separado a una conferencia sobre botánica en la Sociedad Naturalista de Jena, y al salir juntos coinciden en la crítica de la misma. A partir de ese momento, el lazo que los une se anuda de un modo indestructible, y es mucho lo que ambas obras se benefician de la mirada del otro. Para poner un solo ejemplo: es a Goethe a quien se debe la organización del casi inabarcable material de la trilogía Wallenstein, lo que no disminuye un ápice la grandeza de la obra escrita por Schiller.

Una grandeza que en ocasiones alcanza alturas shakespearianas, sobre todo en aquellos instantes en que el catedrático de Historia e historiador Schiller (tras unos estudios que hizo después de los de Medicina) se rinde con armas y bagajes al artista Schiller, y diseña y lleva a cabo escenas imposibles. No ya el diálogo entre Felipe II y el Marqués de Posa, en Don Carlos, que es imposible desde el punto y hora que ese Marqués nunca existió... lamentablemente para España, dicho sea de paso. No es tampoco el encuentro de Isabel II con María Estuardo en el parque de Fotheringhay, una entrevista que jamás tuvo lugar. ¡Es que Juana de Arco, en La doncella de Orleáns, no muere en Ruán, achicharrada en la hoguera inglesa, sino en el campamento francés y en brazos del rey, ese rey a quien ella había ayudado decisivamente a coronar en Reims! A la hora de la verdad escénica, la verdad histórica cedía la vez, y Schiller ni siquiera se entretenía en disculparse por semejantes fruslerías.

No es la corte del rey Felipe II, por cierto, el único tema español objeto del interés dramático de Schiller quien, como historiador, dedicó un texto paradigmático a la rebelión de los Países Bajos. Amén de ello, según aduce Alejo Carpentier en una de sus crónicas parisinas, tanto Schiller como Schlegel profesaban gran admiración por Numancia, la tragedia de Cervantes.

A Schiller le deben los alemanes casi una locución habitual por cada una de sus obras, frases que forman parte del tesoro del habla popular sin que sus usuarios sepan en la mayoría de los casos que detrás de ellas está el poderoso genio verbal del suabo: “A ese hombre se le puede echar una mano”, (Los bandidos); “El moro ha hecho su tarea”, (La conjuración de Fiesco en Génova); “Los bellos días de Aranjuez ya tocan a su fin”, palabras iniciales de Don Carlos; “Contra la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano”, (La doncella de Orleans), y desde luego el “En eso reconozco a mis Pappenheimer” que dice Wallenstein y los alemanes usan en el sentido del castizo español: “Yo sé quiénes son los míos.” Pero, siendo yo extranjero, confieso que mi predilección se decanta por alguno de sus versos más bellos, como éste de Don Carlos: “Un instante vivido en el Paraíso no será expiado demasiado caro con la muerte.”

Se comprenderá bien, por lo tanto, por qué la efeméride del segundo centenario de su muerte disparó todos los resortes siempre bien engrasados de la industria cultural alemana, y que la inauguración oficial del “Año Schiller” motivase al presidente federal para solicitar que se represente la obra completa del autor. Empero, y en honor a la verdad, no todo fueron loas y ditirambos al gran Schiller. El respetado crítico Burkhard Müller escribió un ensayo, “El rey ha llorado”, donde sostuvo, con argumentos difíciles de rebatir, que al releer sus baladas –con la sola excepción de una (“El guante”)– nos parecen un acervo cultural requetemuerto, que sus escritos teóricos –a pesar de su deslumbrante elegancia– son bastante discutibles, y que sus dramas tan complejos ya no imponen sus valores en el estado actual del teatro alemán. Aunque habría que puntualizar que esta última observación más bien habla en contra del teatro alemán actual, o del estado en que se encuentra, que en contra de los dramas de Schiller, tan complejos.

En su preñadísimo libro Las máscaras, que es una obra de siniguales desenmascaramientos, Ramón Pérez de Ayala señaló que “en las obras clásicas como en el teatro de tesis, se deduce la libertad como corolario lógico y fatal, como condición para la vida armoniosa del grupo, de suerte que la fallada de una tecla no descomponga el instrumento y lo inutilice para sus más delicadas funciones”. Pero, añade Pérez de Ayala, “ha habido otro linaje de teatro en el cual se ha predicado la absoluta libertad para el individuo, por amor de su plenitud personal. Esta manera de teatro es la romántica, caracterizada por el culto del ‘héroe': el hombre a quien no le impiden adaptarse circunstancias adversas, sino su propia voluntad enérgica de no adaptarse, de descollar con eminencia sobre el medio, de asumir en sí la existencia universal”. Pérez de Ayala concluye con la certificación de que “el arquetipo del teatro romántico lo fijó Schiller en Los bandidos, desentrañando la lógica inmanente a que obedece y el fracaso a que está destinado el héroe romántico”.

En cierto sentido, las palabras de Pérez de Ayala pueden aplicarse al propio Schiller. En quien las circunstancias adversas las resume el estado calamitoso de su cuerpo, mientras lo sostiene en pie –y es aquello que le hace seguir escribiendo una obra maestra detrás de otra– la voluntad indomeñable de expresar las verdades que lo habitan. Todas las cuales convergen a un punto: la libertad del ser humano, la libertad de pensar, la libertad de decir en voz alta lo que piensa.

No hay quizás documento más conmovedor, en ese cierto sentido, que el informe de la autopsia practicada al cadáver de Schiller, cuyas últimas palabras fueron contestando a la pregunta de su cuñada Caroline cuando le preguntó cómo se sentía: “Cada vez mejor, cada vez más sereno.”

El 10 de mayo de 1805, el día siguiente a su muerte, se procedió a hacerle la autopsia en su propia casa de la Esplanade. Además de constatar una infiltración en la pleura, así como pus en el pericardio y los riñones, “se encontraron los pulmones necróticos, hechos un engrudo y completamente desorganizados; el corazón sin sustancia muscular”. Otra versión dictamina que el pulmón derecho se había adherido a la pleura y que el pericardio se hallaba podrido y gangrenoso; que el corazón era una bolsa vacía, carente de sustancia muscular; la vesícula biliar era dos veces más grande y el bazo dos tercios mayor que lo normal, y los riñones se habían disuelto. Y el médico de cabecera del Duque de Sajonia-Weimar, Christian Huschke, quien el mismo día de su muerte le había recetado a Schiller “tintura de yodo y aceite de ricino”, añade: “En estas condiciones hay que asombrarse de cómo el pobre hombre ha podido vivir tanto tiempo.” Tanto tiempo... Recién contaba cuarenta y cinco años, cinco meses y veintinueve días. Su amigo Goethe, doce años mayor que él, y que no acudió al entierro alegando estar enfermo (segura y piadosamente para no apropiarse el protagonismo del acto), le sobreviviría nada menos que veintisiete más.

En 1825, dos décadas más tarde, su viuda quiso para él una tumba individual, y se procedió a exhumar sus restos de la bóveda común donde se hallaban. Allí, antes que a Schiller, habían enterrado a cincuenta y dos personas, y desde su muerte a veinticuatro más. Según el burgomastre de Weimar, en el lugar reinaba “un caos de enmohecimiento y putrefacción”. Pero él, al parecer, logró identificar los huesos de Schiller, cuya calavera fue a parar a la casa de Goethe, que la conservó en un recipiente hecho ex profeso para ella.

El olímpico lo cuenta en un poema, “Reflexión sobre la calavera de Schiller”, donde se jacta de haberla descubierto él mismo en un pudridero, resplandeciente enmedio de las otras, cual una epifanía, y cierra su relato de este modo: “¡Oh vaso misterioso! Tú, de oráculos fuente,/ ¿cómo puedo ser digno de tenerte en mi mano?/ Tesoro tú el más alto, con piedad del osario/ habré de escamotearte al aire libre , y luego/ inclinarme devoto ante la luz del sol./ ¿Cuánto más puede el hombre ganar en esta vida/ sino que a él se revele ese Dios-Naturaleza?/ Cómo a lo duradero licua hasta hacerlo espíritu,/ cómo hace que perdure del espíritu el fruto.”

Quien se tome la molestia de cotejar mi traducción, hecha sobre la marcha, con la que figura en las Obras completas, de Goethe, de la colección Obras Eternas, Aguilar, Madrid 1974, comprobará que allí se han convertido en quince los nueve versos del original. Pero Cansinos Assens acierta en la nota a pie de página cuando dice que el poema de Goethe constituye un contraste a las cínicas glosas de Hamlet, sopesando la calavera del pobre Yorick en su mano.

Lo cierto es que, por fin, el 10/ IX /1827, los pocos vestigios que testimoniaban osteológicamente el paso del autor de Don Carlos por este valle de lágrimas, fueron inhumados en la cripta de los príncipes, del cementerio nuevo. Cinco años más tarde, recibió compañía: la de su amigo Goethe. Sólo que en 1911, durante una nueva exhumación, se encontró en la bóveda común de antaño otra calavera asimismo identificada como la de Schiller. Y esta es la hora en que no se sabe cuál de las dos es la auténtica.

Comentaré al respecto que “Schiller” –según Jürgen Udolph, profesor de la única cátedra de Onomástica que hay en Alemania, en la Universidad de Leipzig– significa der Schielende, es decir, entre otras cosas, “el que mira de reojo”; y al saberlo me dije muy convencido que desde aquel lugar donde se encuentre , Schiller nos debe de estar mirando, de reojo, bastante divertido al ver nuestro desconcierto. Y es posible que, para su capote, haya recordado las palabras con que terminó su presentación de Wallenstein cuando la reapertura del Teatro de Weimar en octubre de 1796: “Grave es la vida, ¡pero el Arte es alegre!”

Pues el grave Schiller, al menos cuando joven, sabía reírse de sí mismo. En su autocrítica de Los bandidos dejó escrito: “Parece ser que [su autor] es médico en un batallón de granaderos de Württemberg, y si es así deberá ser tan amigo de unas fuertes dosis de eméticos como de la estética, y antes le confiaría diez caballos que la cura de mi esposa.”

Recordemos para terminar la sutilísima observación de Eugenio d'Ors acerca de un héroe recreado por el autor que he tratado de evocar en esta semblanza: “A los ojos de la vulgaridad romántica, Guillermo Tell, tal como nos lo presenta Schiller, hará siempre un efecto un poco disminuido. El público, al verle aparecer en escena, quisiera que plantease inmediatamente la revolución. Resulta duro esperar, durante cinco actos, la caída y muerte del tirano. No todo el mundo es capaz de comprender el heroísmo que existe en cargarse de razón.”