Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de diciembre de 2009 Num: 772

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Dos poemas
MARCO ANTONIO CAMPOS

Monólogo de Electra
STAVROS VAVOÚRIS

Cargado de razón: Schiller, 250 aniversario
RICARDO BADA

Superar la autocensura
ÁLVARO MATUTE

La enseñanza de Martín Luis Guzmán
HERNÁN LARA ZAVALA

Martín Luis Guzmán Las dos versiones de La sombra del caudillo
FERNANDO CURIEL

La serenidad y el asombro
ARTURO GARCÍA HERNÁNDEZ entrevista con HUGO GUTIÉRREZ VEGA

In memoriam Manuel de la Cera (1929-2009)
DAVID HUERTA

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Columnas:
Prosa-ismos
ORLANDO ORTIZ

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


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DE LECTURAS Y ENTUSIASMOS

AUGUSTO ISLA


Las águilas serenas,
Hugo Gutiérrez Vega,
Biblioteca Mexiquense del Bicentenario,
México, 2009.

En un pequeño libro que antologa expresiones aforísticas de Paul Valéry, leí una frase que parece retratar la vida de Hugo Gutiérrez Vega: “Jadea el árbol bajo la carga de sus frutos...” Pues en el tumulto de sus setenta y cinco años, ha sido director y actor de teatro, poeta y ensayista, promotor cultural, dirigente y maestro universitario, diplomático y conferenciante, militante, tribuno y periodista. Un torrente de vida o de muchas vidas, vividas en una sola, intensa, comprometida a su manera, valerosa y, a la par, prudente, enemiga de las disputas que ponen en riesgo una bien cultivada elegancia del espíritu. Por doquier ha dejado la huella de su libertad, de su cortesía, de su buena semilla. Es dueño de una presencia poderosa; envidiable y envidiada es la sonoridad de su voz, y amplísimo el caudal de su memoria. Es ese árbol jadeante de Valéry.

Lo conocí cuando él tenía apenas veinticinco años; fue mi maestro de Literatura en la escuela secundaria por breve tiempo, pues cambió la enseñanza por la carrera diplomática. Ha vivido en Roma, Londres, Washington, Madrid, Atenas, Río de Janeiro, San Juan de Puerto Rico. En cada residencia su vocación literaria ha crecido. Su poesía lleva la impronta de ese peregrinar. A pesar de su tono intimista, unas veces melancólico, otras rebosante de humor e ironía, es también un trasunto de los paisajes físicos y humanos recorridos con los ojos y los oídos siempre alertas: las nieblas londinenses, las cadencias del jazz, la fuerza del alma hispana, los soles griegos, la vitalidad de Brasil. Nunca faltó un canto para cada singularidad. Su experiencia griega lo sorprendió sencillo, maduro, en la plenitud de sus figuraciones poéticas, en la cima de su ideal: “Lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece”. De Buscado amor a Una estación en Amorgós, han transcurrido medio siglo y una veintena de poemarios.

De su periplo diplomático –como consejero cultural, cónsul y embajador– no sólo sacó provecho para aprender otras lenguas, sino para leer, comentar y conocer a cuantos escritores le fue posible. Me consta que cumplió con discreción y sentido de responsabilidad sus labores administrativas pero, en cambió, brilló en la amistad literaria y en la propagación de las letras de México. Como diplomático fue, ante todo, un misionero cultural en tierras extranjeras.

Hugo ha ejercido la crítica literaria, pero no en sentido convencional: no juzga ni pierde el tiempo en polemizar, aunque sus aseveraciones puedan suscitar polémicas en ocasiones, con motivo de sus preferencias. Por ejemplo, Paz no es una de las suyas. En esto es explícito: “yo sólo hablo de lo que amo y admiro. Lo que no me gusta sale de mi campo visual y evito detenerme a analizarlo o condenarlo”. Viaja por la obra de otros con amor y respeto, aunque lo haga, por momentos, de manera coloquial y con un desenfado consecuente con su actitud vital, como defendiéndose de cierta solemnidad académica. Me atrevo a afirmar que su método se acerca a lo que Tzvetan Todorov llama “crítica dialógica”. Hugo dialoga con la obra del otro, conversa amablemente, sin aspirar a verdad alguna. En la irremediable asimetría de su diálogo –pues se trata de un discurso abierto que se engarza a otro ya cerrado– elude toda ventaja: su crítica es un gesto de simpatía, cuando su palabra fluye solamente dentro de los cauces literarios, pues a menudo trasciende lo literario y da pie a enunciados sobre la vida. Y nada hay de extraño en ello, pues la crítica no sólo versa sobre libros, sino también sobre la realidad que los fecunda. Así, Hugo deja entrever sus convicciones: la libertad del cuerpo, la tolerancia, el justo odio ideológico al yugo político y moral que oprime a los seres humanos.

En Las águilas serenas, que reúne textos sobre escritores mexicanos, se entreveran el crítico y el humanista; la reverencia literaria y el grito de protesta. Habitan en sus páginas vivencias teatrales, conversaciones con poetas entrañables, homenajes, reseñas, recuerdos, palabras de aliento, deslumbramientos. Lo mejor de Hugo está aquí: el lector atento, el amigo solidario, el excavador que pone en relevancia poetas marginados o convertidos en polvo de recelos o modas literarias. Dice Mircea Eliade que, a veces, las obras necesitan otras experiencias estéticas para iluminar su grandeza. A Hugo le viene como anillo al dedo esta afirmación cuando sale al encuentro de la poesía erótica de Efrén Rebolledo, de la profundidad lírica de González Martínez, más allá de lo admonitorio; de la gloria escondida de Francisco González León y de Alfredo Placencia, del injusto destierro histórico de un Amado Nervo y sus erasmianas meditaciones poéticas sobre la vida y la muerte.

Por eso, la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario se honra en publicar esta antología de crítica en su Colegio de Letras. Letras, sí, porque es una obra de creación, como lo es toda la crítica, al decir de Oscar Wilde, cuando esta es libre e independiente.

Hugo nació en Lagos de Moreno, Jalisco, ya lo dije, hace tres cuartos de siglo. Creció en Guadalajara bajo el mando tutelar de su abuela materna, a quien así evoca en un hermoso poema:

Has pasado diez años en la tumba hablando con tus/ ángeles/ percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras/ “La muerte es grande”, dices y la vida se concentra en tu/ trenza./ No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando a la casa;/ entrando sin cesar./ Si nada cesa tú nunca cesarás./ La muerte grande te besó en las mejillas/ y nosotros lloramos y reímos./ Estábamos contigo./ Tu memoria no se detuvo nunca.

Su mundo ha sido poblado por la figura femenina: la abuela, cuya sombra se repite no lo abandona; Lucinda su compañera, anfitriona sin par, dotada para el fogón y los idiomas; y sus tres hijas, Lucinda, Fuensanta y Mónica que se ha ido en la edad más jubilosa. Merecidamente, le llueven los afectos y los reconocimientos, que no dejan de gustarle. Humano es. Mentiría si dijera que no lo veo cansado de tanto vivir, amar, sufrir por los que se han ido, por este país que se hunde cada mañana. Y sin embargo, su presente es un ir y venir constante, lleno de entusiasmo por las pequeñas cosas: las charlas en los pueblos más recónditos, los amigos, los goces culinarios... Y cuando llegamos a tocar el tema del momento decisivo, cita siempre a esa alma sabia que es una de nuestras afinidades, el gran Epicteto: “no soy el primer hombre que va a morir”