12 de diciembre de 2009     Número 27

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Comisión Agraria de Yautepec.
Marte R. Gómez, segundo de derecha a izquierda
 

AGRIOS.
porque la vida es un tecorral

Los alumnos de la Escuela Nacional de Agricultura (...) nos sentimos orgullosos de haber puesto al servicio de la (Reforma Agraria), ideas, datos y actos. Y nos sentimos orgullosos, también, de no haber deshonrado nuestra vocación, ni deshonrado nuestro gremio, ni defraudado a los campesinos de México. Porque formamos parte de brigadas que tuvieron que manejar al mismo tiempo el teodolito y el fusil.
Marte R. Gómez. Las Comisiones Agrarias del Sur

Cuando la ingeniería genética y otras disciplinas duras creen que en la tarea de instaurar una agricultura “científica” pueden prescindir de las filigranas ecosistémicas, cuantimás de la experiencia de los labriegos, vale recordar que hasta mediados del siglo XX las ciencias agrícolas eran en gran medida desarrollo de las artes del cultivador, y los agrónomos –con lodo en las botas y curtidos por el sol– compartían la tortilla, la sal y el aguardiente con los campesinos.

En México, los que hicieron de la agricultura una profesión no sólo abrevaron en las prácticas productivas de los rústicos, también los acompañaron en sus menesteres societarios. Compromiso del que son emblema las Comisiones Agrarias: grupos de pasantes y maestros de agronomía que en la segunda década del siglo XX marcharon a los campos de batalla a para poner su ciencia al servicio de una recuperación de tierras que aún se hacía a punta de mauser.

De San Jacinto a Chapingo. En 1832 había fracasado el proyecto de organizar estudios agrícolas en el hospicio y huerta de Santo Tomás y tres años después se frustra también el intento de emplear en este fin la herencia del presbítero Miguel Guerra. En 1845, en el Olivar del Conde, San Ángel, se crea una escuela agrícola respaldada por el Ateneo Mexicano, plan frustrado por la invasión estadounidense de 1847, y no es sino hasta 1849 que el Colegio de San Gregorio incorpora a sus estudios un programa de enseñanza agrícola, proyecto que para 1851 es apoyado con becas por el gobierno. En 1853 el Ministerio de Fomento adopta los estudios, y en terrenos de la finca de San Jacinto crea la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria (ENA), que comienza a funcionar en 1856 y si bien decae con la intervención francesa, resurge en 1867, pero ahora dependiendo de la Secretaría de Justicia e Instrucción Pública. Y así funciona, con altas y bajas, hasta que en 1907, el ministro Justo Sierra la reintegra a Fomento.

En la primera década del siglo XX egresan de la ENA, popularmente conocida como San Jerónimo, cientos de ingenieros. Y al parecer eran alebrestados: en abril de 1911 la escuela se va a la huelga por malos tratos en el internado, pero en un mitin realizado en la Alameda, los estudiantes gritan vivas a Madero y demandan la renuncia de Porfirio Díaz, hasta que los reprime la fuerza pública.

De ahí que a principios de 1915 casi un centenar de jóvenes agrónomos de la ENA sean reclutados por el Gobierno de la Soberana Convención Revolucionaria de Aguascalientes, que domina la capital, para conformar comisiones agrarias encargadas de los trabajos técnicos necesarios para deslinde y reparto de tierras. Pero el gobierno de los “soberanos” pronto cede al embate de los “carranclanes”, y sólo 41 maestros y pasantes logran salir rumbo a Morelos, armados de teodolitos, estadales, cintas y balizas y encabezados por su maestro de mecánica analítica, el ingeniero civil Ignacio Díaz Soto y Gama, cuyo hermano Antonio había sido delegado zapatista a la Convención.

El reparto agrario era parte del Plan de Ayala, proclamado por el Ejército Liberador del Sur, que encabezaba Emiliano Zapata, y lo operaba el general zapatista Manuel Palafox, ministro de Agricultura de la Convención. Decía Palafox: “Se llevará a cabo esta repartición de tierras de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo”. (Citado por Gildardo Magaña, Emiliano Zapata y el agrarismo en México, tres tomos, 1934-41, IV, p. 314). Y esa era la tarea de los jóvenes agrimensores.

Así lo cuenta el entonces pasante de agronomía Marte R. Gómez: “A nosotros nos tocaba celebrar juntas de avenencia, hacer deslindes, levantar planos en que cristalizara lo que en el Plan de Ayala se había prometido y que el general Zapata quería cumplir. Más tarde, localizar lo que los pueblos habían tomado, con su aprobación tácita (...) No había hacendados, ni se organizaban todavía guardias blancas que dispararan sobre los ingenieros de la Agraria, como sucedió después. (Pero) porque la tradición oral y los viejos planos coloniales no daban datos exactos, se originaban discusiones interminables (entre pueblos colindantes) a fin de localizar referencias tan poco precisas como las de “una piedra grande”, “un amate frondoso”, “un cerro boludo”, o “una barranca honda” (...) Con los pueblos indígenas había hasta dificultades de idioma, porque sus representantes no siempre entendían bien el castellano. Más de una vez, ya a punto de firmarse de conformidad el acta de deslinde, el representante del pueblo que se creía perjudicado exclamaba de pronto: “no somos su pendeja”, y se iba con sus compañeros”. (Marte R. Gómez. Las Comisiones Agrarias del Sur, Librería Manuel Porrúa, 1961, p. 62, 63).

El desencuentro entre el espacio euclidiano del agrimensor y la territorialidad campesina dramatiza la tensión entre las convenciones de la ciencia formal y los sobreentendidos de los saberes prácticos. Contradicción donde por lo general se impone el autoritarismo tecnocrático... salvo cuando los presuntos ignorantes están armados y exigen que se tomen en cuenta sus criterios. Romper con la habitual sumisión del lego al experto es cuestión de justicia, pero también de real cientificidad, la que supone diálogo entre saberes académicos y no académicos. Relación horizontal que se establece con facilidad si el sobajado de siempre porta un –real o simbólico– mauser.

En el caso de los deslindes morelenses, la inversión copernicana resultó de la autoridad de Zapata y la buena disposición de los jóvenes agrimensores. Así relata Marte R. Gómez, los prolegómenos de la fijación de unos linderos: “Llegamos al lugar en que se había convocado a los representantes, (Zapata) hizo llamar a los viejos que habían sido llevados como expertos y escuchó con particular deferencia, por respeto a sus canas y a sus antecedentes como luchadores en defensa de las tierras de Yautepec contra la hacienda de Atlihuayán. Después se dirigió al ingeniero y a mí y nos dijo: Los pueblos dicen que este tecorral es su lindero, por él se me van ustedes a llevar su trazo. Ustedes los ingenieros son a veces muy afectos a sus líneas rectas, pero el lindero va a ser el tecorral, aunque tengan que trabajar seis meses midiéndole todas sus entradas y salidas (...) Me di cuenta entonces de que, sin perjuicio de la sencillez campirana con que el general Zapata expresaba sus ideas, en el fondo lo que pedía era lo mismo que querían todos sus coterráneos: linderos justos y, en la medida de lo posible, accidentes naturales del terreno que evitaran problemas futuros”. (Marte R. Gómez, ibid, p. 76, 77).

Los agrimensores, a quienes la gente conocía como “los agrios”, trabajaron al servicio de los pueblos por convicción más que por salario: tres pesos diarios, casi siempre pagados con pilones de azúcar del Ingenio de Zacatepec, intercambiables por otros víveres. Y resistieron hasta fines de 1915, cuando el cerco carrancista hizo imposible su labor. El de los agrios del sur no fue un trabajo de campo más: en la aventura perdieron la vida Enrique Ursúa, Ezequiel Catalán, Alberto Lares y Javier Lara, quien se quedó con Zapata ya no como ingeniero sino como escolta, y murió en una emboscada protegiendo la retirada del general.

El zapatismo y con él los repartos de tierra en que participaron las Comisiones Agrarias no prevalecieron a las sucesivas campañas de cerco y aniquilamiento. Pero la semilla estaba sembrada. “Nuestros trabajos topográficos –concluye Marte R. Gómez– no fueron suficientes para que cristalizara una nueva situación territorial que el gobierno de la República –que presidía don Venustiano Carranza–, quisiera respetar; pero habíamos puesto en duda todo lo que los hacendados habían creído consolidar con mojoneras que los vecinos de los pueblos se apresuraron a demoler (…), los intereses de los pueblos ya no podían pasarse por alto”. (Ibid, p. 82).

Como hombre de campo, como jinete, como estratega y como enamorado, Zapata sabía que la línea recta nunca es la mejor, que son preferibles las estrategias oblicuas y los cursos sinuosos. Falto de instrucción escolar, el general tenía un pensamiento naturalmente cualitativo, complejo, holista, visionario; el reverso del razonamiento cuantitativo, simplificador, analítico e instrumental que los agrónomos habían adquirido en las aulas. Hay mucha miga en sus instrucciones: “Ustedes, los ingenieros, son muy afectos a sus líneas rectas, pero el lindero va a ser el tecorral”. Y es que la vida no es camino real ni trazo de agrimensor, la vida es vereda y serpentea como el tecorral de Yautepec.

Armando Bartra