Editorial
Ver día anteriorMartes 17 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hambre: cumbres mundiales, nulos resultados
C

on nuevos llamados a reducir el número de personas que viven con hambre en el planeta arrancó ayer en Roma la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria. En un documento titulado Declaración final de Roma, los representantes gubernamentales ante la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) fijaron nuevos principios en la materia: la necesidad de invertir en planes nacionales para canalizar recursos a asociaciones y programas bien diseñados y basados en resultados; el fomento de la coordinación nacional, regional y mundial para fortalecer la gobernabilidad, promover una mejor asignación de recursos, evitar la duplicación de esfuerzos y dictaminar la insuficiencia de propuestas; la instauración de medidas directas para ayudar a los individuos más vulnerables a eludir el hambre, y de programas agrícolas y desarrollo rural sustentables de mediano y largo plazos; mejorar la eficiencia y capacidad de respuesta de las instituciones multilaterales y garantizar el compromiso de los países que pertenecen a la FAO para invertir en agricultura, seguridad alimentaria y nutrición. Por último, los firmantes acordaron implantar medidas orientadas a que deje de aumentar el número de personas que sufren hambre, malnutrición e inseguridad alimentaria.

Como puede apreciarse en la simple enunciación de sus contenidos, el documento es un nuevo monumento al barroquismo burocrático, y el encuentro de Roma, un nuevo y costoso ejercicio de simulación ante una realidad lacerante, inocultable y sumamente peligrosa.

Como se recordará, hace nueve años los gobiernos miembros de la ONU, en una reunión realizada en Nueva York, codificaron unos llamados Objetivos del Milenio, entre los cuales se encontraba reducir a la mitad el número de hambrientos en el mundo para el año 2015, así como lograr el pleno empleo y la enseñanza primaria universal para la población planetaria. Al año siguiente, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el gobierno estadunidense alteró la agenda mundial, dejó el cumplimiento de esos objetivos en un lugar secundario y fijó como prioridad absoluta lo que denominó la guerra contra el terrorismo. La mayor parte de los gobiernos se plegaron vergonzosamente a ese designio de la administración encabezada por George W. Bush, y el desarrollo humano, social y económico fue relegado a una posición meramente discursiva.

Con independencia de ese desastroso viraje mundial, ya hace nueve años era evidente la imposibilidad de alcanzar las metas fijadas en el encuentro neoyorquino si no se abandonaba el modelo económico basado en el denominado consenso de Washington, el cual vendría a hacer crisis en 2008. En efecto, tanto en lo mundial como en lo nacional, el neoliberalismo genera, de manera inevitable, desigualdades que se traducen en la concentración desmedida de la riqueza en unas cuantas manos y en el empobrecimiento de los sectores mayoritarios de la población, o bien en el agravamiento de su pobreza. Y no hace falta constatar estas tendencias en las realidades de países africanos: basta con voltear la vista a lo que ocurre en México para comprobar que la receta económica insinuada en el sexenio de Miguel de la Madrid y aplicada de manera desembozada e implacable a partir de la administración siguiente, y hasta la fecha, conduce, de manera natural y lógica, al tránsito a la pobreza de personas originalmente situadas en la escala social media, y a la conversión de millones de pobres en miserables. En la lógica impuesta por ese modelo, la erradicación de la pobreza y de la miseria deviene imposible y queda, como único objetivo social posible, su atenuación mediante un esquema asistencialista (que deriva rápidamente en mecanismo de cooptación de apoyos políticos y electorales) y de beneficencia privada.

Ahora que el neoliberalismo hace agua por todas partes y que ha quedado fehacientemente demostrada su inoperancia, sería deseable descartar las hipocresías contenidas en los Objetivos del Milenio y determinar que, con una política económica centrada en las necesidades humanas y no en las del capital, no sólo es posible reducir, sino también erradicar la pobreza. El desafío no es, pues, técnico –y mucho menos tecnocrático– ni económico, sino político.