Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de octubre de 2009 Num: 764

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El tono de la vida
ERNESTO DE LA PEÑA

Dos poemas
THANASIS KOSTAVARAS

Nicanor Parra: “Ya no hay tiempo para el ajedrez”
JOSÉ ÁNGEL LEYVA

Brandes y Nietszche: un diálogo en la cima
AUGUSTO ISLA

Treinta años de danza mexicana
MANUEL STEPHENS

Maestro Víctor Sandoval
JUAN GELMAN

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Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Enrique López Aguilar
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En recuerdo de César Rodríguez Chicharro (III Y ÚLTIMA)

En la secundaria del Vives, Chicharro fue muy amigo de Francisca Perujo y Enrique de Rivas. Luego se hizo amigo de José Pascual Buxó, quien recuerda que ambos eran identificados como un “dúo dinámico”. Sobran pruebas de esta amistad: Chicharro se reveló como poeta en Ideas de México, la revista que Pascual Buxó comenzó a dirigir desde 1953 y en la que Chicharro publicó reseñas, traducciones, relatos y poemas. Luego trabajaron juntos en la Universidad de Guanajuato y en Xalapa: al fundarse la Facultad de Letras Españolas, Pascual Buxó fue su primer director y don César uno de sus primeros profesores de literatura. Más adelante, cuando Pascual Buxó dirigió la Facultad de Letras en la Universidad del Zulia, en Maracaibo, Chicharro fue llamado por su amigo y allá cometió algunas descortesías y violencias que luego le serían conocidas como “marca de la casa” (fruto de algo entre arrogancia, una ética peculiar, un narcisis mo no siempre bien disimulado, intransigencia a modo, descortesías permanentemente justificadas por él mismo y subjetividad en ristre), como abandonar un curso de licenciatura a medio semestre porque “el clima de Maracaibo no le sentaba bien al papá del poeta” (entre padre e hijo siempre fluyó un enorme afecto), ya que Chicharro había viajado a Venezuela en compañía de su progenitor para atender los compromisos docentes.

Fue en la Universidad del Zulia donde Chicharro publicó su segundo poemario, Aventura del miedo, con prólogo de José Pascual Buxó y un magnífico retrato a tinta realizado por Myrna Soto, esposa de éste. Ella recuerda, en otro contexto, que una noche ambos esperaban a Chicharro para cenar. El tiempo pasaba y del invitado no se veían ni sus luces. Finalmente, a ella se le ocurrió llamar a casa de Chicharro para saber qué pasaba, el porqué de la tardanza. Chicharro descolgó el auricular y, ante la pregunta de: “¿Por qué no has llegado?”, el invitado sólo respondió: “Porque no me da la gana ir a cenar con ustedes.” De manera que el poeta, maestro y cervantista también era todo un personaje: resultaba más confortable ser su alumno o su compañero de labores que su amigo, pues esta última condición poblaba la relación con malos entendidos, enojos inexplicables y distanciamientos fulminantes.

Ser amigo de don César resultaba una verdadera ascesis, no exenta de felices recompensas. Al cabo de un homenaje a Rodríguez Chicharro en la Facultad de Filosofía y Letras, alrededor de enero de 1985, Pascual Buxó comentó con tristeza y certidumbre: “Pues sí, ya murió nuestro conflictivo amigo.” Y ése era él: un gran amigo, un gran maestro y un personaje extremadamente conflictivo. El mismo Chicharro me contó que, alguna vez, por alguna tontería editorial ocurrida en la UNAM, Huberto Batis –otro gran amigo suyo– le dijo algo como “no seas pendejo, César”, a lo que el indignadísimo interpelado respondió, lleno de cólera: “¡Discúlpate, Huberto, porque ni tú ni nadie me pendejea!”

Ese magnético maestro –tan seguido y apreciado por muchos de sus alumnos– simultáneamente neuras, cervantista, editor e investigador, también era un poeta. Me parece que su calidad como tal es sobresaliente y que debe figurar en la primera línea de los poetas hispanomexicanos, al margen de que autores como José Emilio Pacheco se hayan mostrado escépticos, en su momento, frente a la calidad de la obra chicharriana. Alguna vez, Arturo Souto me comentó que, estrictamente hablando, Chicharro había sido el único de todos los escritores hispanomexicanos que, coherente con su herencia republicana, se había ocupado de temas como 1968, que habían sido puestos de lado por autores como Segovia, García Ascot o Rius. El poema al que aludió Souto es “Tlatelolco” y es muestra de una poesía social a la hispanomexicana con los característicos tintes chicharrianos: persistencia de algunos tonos españoles y apropiamiento de formas mexicanas; ese “poema social” nada tiene que ver con los desarrollados por los poetas españoles de la Generación del Medio Siglo (no obstante el uso de peninsularismos como “retrete”, “lerdamente”, “críos”, “sea por Dios”, “grifo”), ni con los creados por los poetas mexicanos del mismo horizonte generacional.

Paquita Perujo, una de las amigas más cercanas y queridas de Rodríguez Chicharro durante toda la vida, me dijo, hace muy poco tiempo: “César, bajo su apariencia gruñona y a pesar de sus desplantes, era un buen hombre, una persona frágil.” Ese quebradizo puercoespín es, además de todo, un originalísimo poeta que merece ser leído y releído.