Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 27 de septiembre de 2009 Num: 760

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Dos cuentos
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

La hora nada
KRITON ATHANASOÚLIS

El cuarto jinete
LEANDRO ARELLANO

El liberalismo desquiciado
ANGÉLICA AGUADO HERNÁNDEZ y JOSÉ JAIME PAULÍN LARRACOECHEA entrevista con el doctor DANY-ROBERT DUFOUR

Variaciones de una indignación: cinco poetas de Kenia

Taibo I y Taibo II con semana negra
MARCO ANTONIO CAMPOS

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Adiós, libro, adiós

Por lo que alcancé a leer en prensa sobre el Congreso Internacional del Mundo del Libro, que organizó el Fondo de Cultura Económica, más pronto que tarde sobrevendrá la muerte del libro como soporte de nuestras letras, a causa de la inevitable digitalización de los textos impresos, la crisis de la industria editorial, la falta de lectores que compren libros, etcétera. Como perspectiva para quienes escribimos libros me parece muy desconcertante: una cosa es estar acostumbrado al uso y abuso de la letra fantasma que surge en la pantalla de la computadora –especialmente en la escritura: ya no recuerdo cuándo aporreé por última vez una máquina de escribir checoslovaca de color verde que guardo como herencia de la casa materna–, y otra muy distinta hacerse a la idea de que la letra fantasma seguirá fantasma por el resto de sus días, si es que logra cumplir algunos.

Quizá contribuye a este desconcierto la sensación de fragilidad que sigue produciendo (por lo menos para alguien de mi generación) lo electrónico: eso que resulta tan portentoso, mágico incluso, de repente despierta, por lo mismo, una especie de desconfianza. No sólo en lo que atañe a la forma, a la concreción material, sino a la posibilidad de que el libro que uno escribe se pierda en un mundo sin forma o pueda ser intervenido por innumerables lectores, de que el modo de lectura haya cambiado y sea mucho más activo en un sentido, aunque menos detenido y profundo en otro. “El universo de los textos electrónicos significará entonces necesariamente un alejamiento de las representaciones mentales y las operaciones intelectuales que están específicamente ligadas a las formas que ha tenido el libro en Occidente, desde hace diecisiete o dieciocho siglos. Ningún orden de los discursos es, en efecto, separable del orden de los libros que le es contemporáneo”, escribió el historiador Roger Chartier en su texto Del códice a la pantalla (en Sociedad y escritura en la Edad Moderna, Instituto Mora, 1995). ¿Es entonces para un escritor simple veleidad o desadaptación a los cambios este desconcierto ante la llegada de las nuevas bibliotecas virtuales y, más que nada, a la desaparición anunciada del libro de papel?

De hecho ya nos hemos adaptado sin sentirlo: desde siempre entrego estos textos por internet y muchas veces, por falta de tiempo, los leo publicados el domingo en la misma pantalla donde los escribí. Al igual que algunos escritores jóvenes todavía escriben a mano, los hay mayores muy diestros y cómodos con el baile de los caracteres en la pantalla y el pon, quita, pega y manda de internet. Si me he habituado a escribir en esta página blanca que es pura luz, y muchas veces leo en ella por cuestiones de trabajo, no será tan difícil habituarme a leer en otro aparato –el famoso ibook– ni ver mis libros en él, con tal de que se encuentren dignamente formados y presentados. Pero no deja de ser muy, muy extraño, como los audiolibros que incorporan al libro la voz de un narrador que pocas veces concuerda con aquella silenciosa que sugieren las páginas.

Supongo que en lo que atañe a nuestras vidas los libros seguirán estando ahí un buen tiempo, para leerlos y escribirlos. De todos modos, cada vez que leo un libro nuevo, acabado de salir, no dejo de pensar que la experiencia de acariciar sus páginas, de marcar con un trozo de papel o un boleto la parte en que me he quedado, de mirar la cubierta, se parecerá cada vez más a aquella tan antigua y entrañable de estudiar con detenimiento las cubiertas del lp mientras lo escuchaba. Independientemente de que tengo mi modesta biblioteca y cuento con aumentarla mientras viva, me pregunto cuándo llegará el día en que los libros se lean, principalmente, en pantalla.

Sea, pues, que venga el ibook, con su supuesta página acogedora, que ya no mueran árboles por mor de la creación; a cambio, que nos dejen de repartir sucia y estúpida propaganda de toda índole en mártir papel couché, que la burda autoayuda vuelva al lodo plástico al que nunca ha dejado de pertenecer y que las bibliotecas de papel se conserven para todos. Y que no se incorporen a los libros electrónicos las raudas e impensadas opiniones de quienes medio los leyeron hace dos minutos, pues los únicos que salvaremos a los libros seremos los lectores: es una dura responsabilidad.

La verdad, no sólo los libros se pierden cada vez más en un mundo sin forma; a uno mismo le pasa muchas veces, sin necesidad de ser libro.