12 de septiembre de 2009     Número 24

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

opiniones, comentarios y dudas a [email protected]

Campesinos famélicos
y obesos

Abelardo Ávila Curiel

Durante milenios las hambrunas han asolado a la población campesina generando cientos de millones de muertes asociadas con la desnutrición. Países enteros, como Irlanda en el siglo XIX y numerosos países africanos en pleno siglo XXI, han sido devastados por la imposibilidad de los trabajadores del campo de acceder a satisfacer los mínimos requerimientos nutricionales.

Hace 500 años en México las hambrunas y epidemias asociadas causaron la muerte de 90 por ciento de la población indígena en uno de los mayores holocaustos que ha olvidado la humanidad. En el no muy lejano año de 1974 se registraron oficialmente 140 mil defunciones en niños menores de un año. Si consideramos el subregistro de mortalidad infantil y la proporción de fallecimientos en niños menores de cinco años, no es exagerado estimar que en ese año murieron en México más de 200 mil niños, la mayoría de ellos desnutridos del medio rural. Los 120 mil fallecimientos infantiles registrados un año antes motivaron la puesta en marcha del primer programa nacional de alimentación y la realización de la primera encuesta nacional de alimentación y nutrición en el medio rural.

También en 1974 la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) celebró la Primera Conferencia Mundial de la Alimentación, la cual concluyó con la promesa de erradicar la desnutrición del planeta en diez años, basada en que la producción mundial de alimentos era ya suficiente para satisfacer los requerimientos nutricionales de la población mundial. El programa nacional mexicano se canceló en diciembre de 1976, la encuesta nacional de alimentación no se procesó sino 15 años después, y al llegar el fatídico 1984, las profecías de Orwell se cumplieron con más exactitud que las promesas de la FAO, la cual tuvo que reconocer su fracaso total en el cumplimiento de las metas trazadas: el hambre y la desnutrición se extendían sin control en los países subdesarrollados no obstante que las expectativas de crecimiento en la producción de alimentos habían sido rebasadas en el plazo.

La contradicción entre la creciente producción de alimentos por arriba del crecimiento poblacional y la presencia de grandes grupos campesinos en condiciones de desnutrición, frecuentemente al extremo de la hambruna, se ha interpretado como consecuencia de la especulación del mercado de alimentos para obtener ganancias extraordinarias y de la manipulación estratégica de los mismos con fines de dominación geopolítica. Sin duda éstos han sido en el pasado y seguirán siendo en el futuro, mecanismos privilegiados en la lógica de la producción y el comercio de alimentos. Sin embargo, en las décadas recientes ha emergido, en la misma lógica, un nuevo mecanismo que ha alterado las condiciones de alimentación y nutrición de las capas populares. Este mecanismo consiste en generar un creciente consumo de alimentos industrializados de alta densidad calórica con base en azúcar y harinas refinadas, así como grasas y productos de origen animal, lo cual se ha traducido en una devastadora epidemia de obesidad y enfermedades asociadas a ella, la cual permea paulatina pero constantemente hacia las capas más pobres de medio rural.

La actual epidemía de obesidad en el mundo se empezó a generar al término de la Segunda Guerra Mundial afectando en primera instancia a las clases altas del medio urbano de los países industrializados. En 1965, más de medio millón de estadounidenses murieron a causa de infarto cardiaco, casi el doble de los fallecidos en la guerra. En ese mismo año, México alcanzaba paradójicamente, en forma paralela, la suficiencia alimentaria (dos mil 600 calorías alimentarias diarias por habitante) y la pérdida de la autosuficiencia alimentaria: en la balanza comercial pasó a ser importador neto de alimentos. La modernización de la agricultura se subordinó progresivamente a un modelo agroexportador basado en cultivos rentables y en la importación de alimentos, lo que con el tiempo generó simultáneamente una disponibilidad muy alta de energía alimentaria (hasta alcanzar tres mil 200 kilocalorías per cápita desde 1989) y una pauperización extrema de los campesinos productores de granos básicos. Las encuestas comunitarias del Instituto Nacional de Nutrición reportaron en esa época que 70 por ciento de los niños del medio rural se encontraban desnutridos y uno de cada cinco niños nacidos vivos moría antes de cumplir un año de edad. En las comunidades rurales residía 60 por ciento de la población del país.

La epidemia de obesidad se inició como un proceso de polarización alimentaria: sobrepeso, diabetes, hipertensión, aterosclerosis, infartos, accidentes cerebrovasculares en el medio urbano, y persistente desnutrición infantil, enfermedades carenciales, diarreas e infecciones respiratorias mortales en el medio rural. Paulatinamente la obesidad y los padecimientos asociados han ido afectando a las clases medias y bajas del medio urbano, a las clases altas del medio rural y finalmente a las clases bajas del medio rural.

Durante siglos, el niño campesino desnutrido, si sobrevivía estaba condenado de por vida a ser un adulto desnutrido. Sólo los ricos podían ser gordos; en Chiapas todavía se da por antonomasia la equivalencia de gordo y finquero. En las dos décadas recientes se ha producido una extraordinaria transformación en el estilo de vida de la población mexicana. Los procesos de trabajo, los sistemas de transporte y el ambiente urbano favorecen el sedentarismo extremo; aunado a esto, los sistemas alimentarios dominantes cada vez más imponen una disponibilidad, oferta, promoción y costo de alimentos que promueven patrones alimentarios obesigénicos dañinos para la salud.

La epidemia de obesidad ha permeado al conjunto de la población a un ritmo inusitado; ya no es raro encontrar en una misma familia rural pobre a un niño de dos años con desnutrición grave y a su madre con obesidad extrema, pero con talla extremadamente baja. Se ha creado así la ilusión de que gracias a los programas de gobierno se ha abatido la desnutrición infantil en México al grado de que ha dejado de ser un problema de salud pública. Si bien la desnutrición infantil en México ha disminuido las dos décadas recientes, su tasa de descenso es similar a la de los países pobres de América Latina que carecen de programas eficientes de combate a la desnutrición, y está muy por debajo de la de países que desarrollaron políticas adecuadas y lograron abatir la desnutrición infantil hace más de 25 años como Cuba, Costa Rica y Chile.

Existen actualmente alrededor de un millón de niños desnutridos en México, la mayoría de ellos en el medio rural. Si proyectamos la tasa de descenso reciente, las comunidades rurales pobres tardarían 50 años en abatir la desnutrición y las comunidades indígenas 70 años, ya que en la actualidad todavía presentan prevalencias muy altas de desnutrición y una tasa de descenso muy lenta.

Acerca de la pretendida eficacia de los programas gubernamentales, baste señalar que el procesamiento específico de las bases de datos de encuestas nacionales recientes (Ensanut, Enal, Encvi), documentan que a igualdad de nivel socioeconómico, la prevalencia de desnutrición infantil es similar o incluso ligera pero sistemáticamente mayor en las familias beneficiarias del programa Oportunidades respecto de las no beneficiarias. Hace cinco años se documentó, para la población escolar beneficiaria del programa nacional de desayunos escolares, un mayor riesgo de obesidad en los niños de ocho años de edad que sufrieron desnutrición grave durante sus primeros años de vida. Este hallazgo ha sido documentado también a escala mundial como comprobación de la denominada Hipótesis de Barker: los niños que sufrieron desnutrición durante el periodo fetal y los primeros años de vida tienen entre dos a cinco veces más riesgo de presentar obesidad de adultos y también los padecimientos asociados a ella cuando acceden a una alimentación abundante. Muchos de estos estudios derivan del análisis de cohortes de niños europeos nacidos durante la Segunda Guerra. En más de un sentido, la población adulta mexicana que creció en el medio rural es equiparable con estos niños.

La desnutrición se genera principalmente entre los seis y los 24 meses de edad; este periodo, que ha sido denominado metafóricamente “el valle de la muerte”, representa la etapa de mayor riesgo para la sobrevivencia del niño desnutrido y es cuando se produce el mayor daño a su organismo, con secuelas, frecuentemente irreversibles, que limitan en forma importante el desarrollo futuro de las capacidades del individuo. Los hijos de madres desnutridas y los que no reciben una adecuada lactancia materna sufren desnutrición desde el nacimiento e incluso durante la vida fetal. Que esta situación no se ha modificado sustancialmente en México en los años recientes, e incluso que pudo haberse acentuado, se atisba en el análisis comparativo de la prevalencia de desnutrición por talla baja en los niños menores de seis meses del medio rural en la serie de encuestas nacionales de nutrición (ENN, Ensanut). Dicha prevalencia, utilizando el patrón de referencia de la Organización Mundial de la Salud OMS-2005, fue de 9.8 por ciento en 1988, de 13.3 en 1999 y de 21 por ciento en 2006.

En las siguientes etapas de la vida la diferencia urbano-rural en la prevalencia de obesidad se ha cerrado en los años recientes. En 2006 el 69 por ciento de los hombres y el 73 por ciento de las mujeres adultas del medio urbano padecían sobrepeso u obesidad, en tanto que en el medio rural esta prevalencia ya ascendía a 59 y 68 por ciento respectivamente. Es decir dos de cada tres adultos del medio rural padece sobrepeso u obesidad; sólo el decil más pobre de la población rural parece ajeno a este proceso “protegido” aún por la miseria y la carencia extrema de alimentos; en los otros nueve deciles se observa ya la progresión de la epidemia.

Hace tres años me llamó la atención en una de las localidades más pobres del país, ver como una mujer en evidente pobreza extrema compraba cinco botes de sopa instantánea a un precio cinco veces mayor al que se podía comprar en un supermercado de la ciudad de México, gracias a que acababa de cobrar su apoyo monetario de Oportunidades. En los breves minutos que estuve en la bien abastecida tienda rural fui testigo de una cuantiosa compra de alimentos chatarra, incluyendo grandes cantidades de refresco, buena parte del cual fue destinado a llenar biberones de lactantes. Este tipo de situaciones las he seguido observando cada vez con mayor frecuencia en localidades rurales a lo largo y ancho del país. Asimismo, en la evaluación mencionada del programa nacional de desayunos escolares se estimó un gasto anual de 20 mil millones de pesos que los niños destinan en un 90 por ciento a la compra de refrescos y golosinas en cooperativas y tiendas del entorno escolar.

Tanto la desnutrición como la obesidad están teniendo graves consecuencias sobre el bienestar de la población y la economía nacional. Los daños a la salud y al desarrollo de las capacidades de la población que son ocasionados por estos padecimientos imponen serias limitaciones a la viabilidad social y económica de la nación. Una condición particularmente grave en México es que los factores de riesgo alimentario para el desarrollo de las enfermedades crónicas asociadas con la obesidad se presentan en una población especialmente vulnerable tanto por la intensidad de los daños a su salud, como por sus limitados recursos para acceder a servicios de salud y a un diagnóstico oportuno, así como financiar los costos para el manejo adecuado de estos daños una vez producidos. La ausencia de políticas públicas eficientes para prevenir y atender tanto la desnutrición como la obesidad en la pobreza, así como regular a la industria productora de alimentos chatarra evitando prácticas comerciales y publicitarias dañinas, no nos permite avizorar una mejoría a corto o mediano plazo en la grave situación nutricional de los habitantes del campo mexicano.

Investigador del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán

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Mala nutrición en el campo

Julieta Ponce

El abandono del campo es causa de mala nutrición, pobreza y pérdida de identidad con la tierra. El modelo alimentario globalizado empobrece al campesino y violenta el derecho a la alimentación porque promueve a las grandes compañías de alimentos dejando desprotegida la producción en pequeña escala. Esto, a la vez, genera la adopción de patrones diferentes de consumo en las familias del campo.

Ante abundancia de opciones alimentarias, parece que hoy los campesinos serán los que sufran las consecuencias más graves del hambre y –paradójicamente– de la obesidad como resultado de la pobreza alimentaria. En la globalización donde todo aparenta ser perfectamente “alcanzable”, adquirir y beber un refresco de cola de la misma marca, tanto en la montaña de Tlapa en Guerrero como en cualquier otra parte del mundo, es una realidad; lo inaceptable es cómo las redes de promoción, publicidad y distribución de ese refresco llegan a los hogares más pobres y ocupan un lugar privilegiado en la mesa de las familias campesinas desplazando a las personas, sus alimentos regionales y sus tradiciones.

La adquisición de productos industrializados obliga a que las familias del campo destinen hasta 80 por ciento de su ingreso en alimentos y paguen el sobreprecio de empaques, conservadores, saborizantes, transporte y publicidad, entre otros; además padecen la contaminación que se produce tanto por el uso de combustibles como por la basura generada. Una sopa instantánea por ejemplo, tiene cuatro tipos de empaque (emplayado, cartón, aluminio y unicel) además de la bajísima calidad nutrimental del alimento que contiene, basura en el medio y carencia de nutrimentos dentro del cuerpo.

El consumo de alimentos industrializados en las zonas rurales con sabores intensificados como botanas fritas, pastelería, bebidas azucaradas y cereales refinados, ocasiona complicaciones metabólicas que cobran la vida de más de medio millón de mexicanos cada año y merman la vida de quienes sobreviven.

En México se compran los alimentos por precio y disponibilidad. Sin embargo, existen tantas opciones para elegir un alimento que se reducen las posibilidades de tomar una buena decisión al comer. Para que un alimento llegue al estómago debe pasar por la mente. La publicidad compite entonces con la memoria histórica de los pueblos y su identidad con la tierra.

Otro factor es la televisión. Según el Observatorio de Medios, la industria alimentaria es el principal anunciante en la televisión, 39 por ciento del total de anuncios en el canal 5 de Televisa, 24 por ciento en el 2 de Televisa y 21 por ciento en el canal 13 de TV Azteca. Además de la publicidad, el incremento de precios en la canasta básica que tan sólo en lo que va del año se ha disparado en 40 por ciento, orilla a necesitar más dinero para comprar comida. Si hay poco dinero, las familias optan por alimentos que satisfagan al máximo la sensación de apetito lo más rápido posible. Los azúcares, sales y grasas, como ingredientes son mucho más baratos que las proteínas y provocan mayor saciedad, por esta razón se encuentran concentrados en algunos productos a un precio accesible. El costo viene después ya que estos excedentes suelen convertirse en depósitos de grasa en el abdomen y en las arterias.

Si en las ciudades se demanda el consumo de más carne roja, la producción de granos en el campo se destina a la engorda de ganado que además requiere agua en abundancia. En promedio una res se sacrifica a los 40 meses de vida, es decir, se destinan más de tres años a producir una proteína de carne con un precio muy elevado en el mercado. Si en las ciudades se demandara más maíz, frijol, verduras y semillas, este ciclo comercial sería más corto, más productivo y sin lugar a dudas, más nutritivo.

Los campesinos cada vez producen menor cantidad de alimento, dejan de consumir lo que producen sus tierras y cuando quieren comercializar sus productos se ven acorralados por no poder competir con los mercados voraces globalizados. Terminan por abandonar el campo, no ganan por lo que producen y lo que ganan no alcanza para comer y mantenerse en buen estado de salud para producir. Padecer hambre u obesidad en el campo es más costoso que padecerlo en la ciudad. La dieta desequilibrada puede provocar enfermedades crónico-degenerativas e implica un nivel de atención a la salud especializado, así como cuidados dietéticos y medicamentos de por vida. Esto desgasta a la persona, su entorno y el ingreso familiar.

Se estima que en América Latina las familias de personas con diabetes desembolsan entre 40 y 60 por ciento del ingreso para el cuidado de su salud. En México, mensualmente una familia llega a erogar un salario mínimo para pagar medicamentos y el monto llega a cuatro mil pesos cuando aparecen complicaciones relacionadas con la obesidad. Según la Procuraduría Federal de Defensa del Consumidor (Profeco), la Secretaría de Salud destina 34 por ciento del presupuesto de servicios sociales del país para el tratamiento de la diabetes y esto implica más de cien millones de dólares anuales en costos directos y 300 millones de dólares en indirectos cada año.

La falta de servicios médicos de alta especialidad se suma a la lista de factores de riesgo en la pobreza alimentaria como la carencia de agua, la siembra de semillas transgénicas, la producción de agrocombustibles y el cambio climático. Si no llueve no hay siembra, no hay maíz ni frijol, no hay tortillas y en cambio habrá hambre. El pasado julio ha sido el de mayor sequía desde 1941 y se estima un déficit de 18 por ciento en lluvias en general. El retraso en el temporal no sólo incrementa el costo del alimento, también el riesgo de una crisis alimentaria y genera hambre. En una lista de 20 estados, Aguascalientes es el de mayor pérdida de hectáreas de cosecha por falta de agua. El impacto de pérdida que se vive se estima de 15 mil millones de pesos por la estrechez hídrica. Es probable entonces que este modelo –que favorece únicamente una globalización sin protección del campo– no ha resuelto el problema de la nutrición en México, porque hay más obesidad, más deficiencias alimentarias y más pobreza que nunca. La desnutrición está relacionada con la frustración y la escasez de iniciativas comunitarias; la nutrición puede hacer la diferencia en las personas y sus grupos.

¿Dónde está la alternativa? Rescatar el modelo alimentario auténtico en México puede salvar el campo y a los campesinos. Cada persona que le apueste a consumir los alimentos que se producen en su región estará apoyando la nutrición de todos los mexicanos. Basar los modelos de comercialización de los alimentos producidos por campesinos en la cooperación más que en la competencia; cuando se coopera sólo se consume o vende lo necesario y se evita el acaparamiento. En las ciudades mucho puede hacerse para apoyar la nutrición en el campo; por ejemplo que los consumidores se acerquen a los productores en los mercados locales en lugar de adquirir los alimentos en las tiendas de grandes superficies. La producción de autoconsumo para vender sólo el excedente protege a las familias del campo y mejora la expectativa de salud. La socialización de estas alternativas fortalece la identidad y la unidad ante la carestía alimentaria y la falta de ingresos.

Alimentarse es el acto natural más básico para vivir, y de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el derecho a la alimentación es tener acceso, individual o colectivamente, de manera regular y permanente, a una alimentación cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente, y a los medios necesarios para producirla, de forma que se corresponda con las tradiciones culturales de cada población y que garantice una vida física y psíquica satisfactoria y digna. Por lo tanto, nadie tiene el derecho a manipular la elección de los alimentos en el campo ni en la ciudad, así como ningún alimento deberá ser causa de muerte o enfermedad, ningún alimento debe ser utilizado como combustible en lugar de ser comida, ningún alimento debe ser manipulado genéticamente para ser acaparado o utilizado como estrategia de poder.

La nutrición es una y única, es saludable y está a favor de la vida de los pueblos.

Nutrióloga del Centro de Orientación Alimentaria, SC

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