Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de agosto de 2009 Num: 755

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Pérez-Reverte: con el corazón desbocado
JORGE A. GUDIÑO

El alfabeto de Babel
SALOMÓN DERREZA

Sergio Ramírez: de una tierra de pólvora y miel
RICARDO BADA

Siete mujeres y Picasso
HÉCTOR CEBALLOS GARIBAY

Rius: 75 años en su tinta
JUAN DOMINGO ARGÜELLES entrevista con EDUARDO DEL RÍO

Juana de Ibarbourou: 80 años de Juana de América
ALEJANDRO MICHELENA

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Columnas:
La Casa Sosegada
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ALONSO ARREOLA

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Juana de Ibarbourou: 80 años de Juana de América

Alejandro Michelena

Hace ochenta años tuvo lugar en Montevideo, en el entonces flamante Palacio Legislativo o del Congreso –en el suntuoso, solemne e inmenso Salón de los Pasos Perdidos– la consagración de la poetisa Juana de Ibarbourou como Juana de América. Los sumos sacerdotes de esta ceremonia laica fueron los escritores Juan Zorrilla de San Martín y Alfonso Reyes (por ese entonces, año 1929, cumpliendo funciones diplomáticas en Argentina). Este evento inusitado catapultó a nivel continental y mundial la notoriedad ya creciente de la autora de Las lenguas de diamante.

Hace treinta años, igualmente en Montevideo, se iba de este mundo una anciana que hacía mucho tiempo se había aislado del mundo y cuya obra –en parte al menos– había caído para algunos críticos y nuevas generaciones de lectores en cierto descrédito. Era Juana de Ibarbourou, para quien figuras menores y mediocres que al final de su vida merodeaban en su torno, lograron el dudoso honor de homenajes póstumos por parte de la dictadura que por esos tiempos gobernaba el país.

El doble acontecimiento –centrado en este año 2009– impulsó al Centro Cultural de España en Montevideo a auspiciar una muestra conmemorativa, organizada por dos estudiosos de la obra de Juana, los escritores Jorge Arbeleche y Andrés Echeverría. Los mismos organizaron además una serie de encuentros académicos en torno a su obra poética en la Biblioteca Nacional.

¿Esplendor en la hierba?

No era raro en aquellos años de su juventud, cuando era una belleza que cautivaba los círculos poéticos montevideanos, verla pasear con su pequeño hijo por la plaza Giró, en el barrio montevideano de La Unión , asistir a misa en la Iglesia de San Agustín y luego recorrer el paseo dominical de Avenida 8 de Octubre. Todos admiraban su serena prestancia y envidiaban una felicidad que sus biógrafos más cercanos confirmaron como aparente y engañosa (mujer golpeada por su marido, un militar que nunca comprendió su sensibilidad y que a regañadientes aceptó su fama).

Porque Juana de Ibarbourou fue mucho más que una escri­tora. En aquel Uruguay democrático, próspero y progresista de los años veinte, resultó una figura emblemática, icono de una sociedad afirmativa, segura de su identidad. Y más allá de sus valores indudables, aquella consagración significó el espaldarazo a una concepción del quehacer cultural que en todo el continente valoraba lo poético por encima de todas las artes.

Luego de su casamiento con el capitán Lucas Ibar­bourou en la ciudad de Melo (en el norte uruguayo, donde había nacido), recorrerá varias partes del país acompañando las etapas de la carrera militar de su marido. La familia se instalará por fin en Montevideo en 1918, al tiempo que nace el único hijo, Julio César.

Más allá de sus pesares secretos, sufridos siempre puertas adentro, Juana pasó en la zona de La Unión –tal como lo ha dejado consignado en varios testimonios– los que tal vez fueran los mejores años de su vida. Desde esa casa pequeña pero cálida da a cono­cer libros claves de su producción, como Las lenguas de diamante y Raíz salvaje.

El marco consagratorio

Cuando llega esa culminación, que significó la consagración en el palacio de las leyes, ya la genial Delmira Agustini había si­do asesinada por su, más que despechado, desconcerta­do marido, mientras que la talentosa María Eugenia Vaz Ferreira se había ido silenciando y replegando has­ta apagarse como una llama tenue. Juana de Ibarbourou vino a llenar un vacío, en un tiempo –fin de los veinte y principio de los treinta– en donde no era aceptable la audacia novecentista de una Delmira, ni la profundidad filosófica de una María Eugenia. Era el momento justo para que se valorara y aplaudiera a una poeta más amable en su panteísmo juvenil, más medida en su leve audacia para cantarle al amor y a la sensualidad.

Los homenajes de entonces marcaron un punto de in­flexión. En adelante ya sería para siempre algo más que una escritora: un arquetipo de la cultura del Uruguay batllista y laico (pese a su declarado catolicismo).

Juana será un personaje celebrado y celebratorio, que recibe en Ginebra nada menos que la Orden Universal del Mérito Humano, la Medalla de Oro de Francisco Pizarro en Perú, la Orden del Cóndor de los Andes en Bolivia, la del Sol en Perú, la de Cruceiro do Sul en Brasil, la Cruz del Comendador del Gran Premio Humanitario en Bélgi­ca, y un largo etcétera. También fue integrante de la Academia Nacional de Letras, que le otorgó a su vez una “medalla de oro”, y presidenta de la Asociación Urugua ­ya de Escritores.

El paulatino retiro y el silencio

Los años de su madurez fueron de paulatino alejamiento de la profusa actividad social que llevó adelante hasta pasado el medio siglo, de encierro en su casa y de creciente silencio. Fueron años donde públicamente su estrella seguía emitiendo un potente brillo, pero su vida había entrado en un crepúsculo nada sereno donde se amalgamaron la soledad afectiva, los amores impares, la adicción a la morfina, la siniestra férula de un hijo playboy y jugador –que siguiendo los pasos de su padre castigaba a su madre– que casi la lleva a la ruina. No obstante, fue en ese período cuando pu­blica La pasajera (1968), libro mediante el cual se reconcilia con su mejor y más profundo lirismo.

En sus años postreros, Juana se transformó en un oráculo silencioso, para el que surgieron varias aspirantes a pitonisas. Y proliferaron los amigos literarios que decían tener acceso exclusivo al sancta sanctorum de su casa. La rodeó –lamentablemente– un núcleo de poetas y poetisas anacrónicos y poco calificados que intentaron apropiarse de su figura y lo que ella simbolizaba.

Pocos escritores genuinos la frecuentaron en esa larga ceremonia del adiós que comenzó ya a fines de los años sesenta. El poeta Jorge Arbeleche, el dramaturgo Ricardo Prieto y pocos más. Algunos críticos de la Generación del '45 la habían estigmatizado como poetisa oficial, como emblema de una concepción de la literatura que había que desmoronar, tornando más agudo el ostracismo de una gran poeta que hubiera merecido otro destino en sus años de ocaso.

Ahora, a tantas décadas, llegó por fin la hora de los justos homenajes y las necesarias revaloraciones.