Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de julio de 2009 Num: 751

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El lenguaje erótico y lo humano
JUAN MANUEL GARCÍA

La igualdad de los muertos
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con JUAN GOYTISOLO

Ricardo Garibay: cómo se escribe la vida
RICARDO VENEGAS

Buscar la aventura
J. M. G LE CLÉZIO

50 aniversario del movimiento ferrocarrilero
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

Haruki Murakami: el adolescente que fuimos
JORGE GUDIÑO

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
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Buscar la aventura

J. M. G Le Clézio

Durante la fiesta que ellos llamaban ixnextiua, lo que quiere decir, buscar la aventura, ellos decían que todo los dioses bailaban, y así todos los que bailaban se disfrazaban de diversos personajes, unos de pájaros, otros de animales y así algunos se metamorfoseaban en colibríes, otros en mariposas, otros en abejas, otros en moscas, otros en escarabajos. Otros además cargaban sobre su espalda un hombre dormido, y decían que era el sueño.

Fray Bernardino de Sahagún, Historia General de las cosas de Nueva España.

Cae la noche y con ella viene el recuerdo de los pueblos nómadas, los pueblos del desierto y los pueblos del mar. Este es el recuerdo que obsesiona a la adolescencia en el momento de entrar en la vida, el recuerdo que es su genio. La muchacha lleva en ella, sin saberlo verdaderamente, la memoria de Rimbaud y de Kerouac, el sueño de Jack London o bien el rostro de Jean Genet, la vida de Moll Flanders, la mirada extraviada de Nadja en las calles de París.


Ilustración de Kristian Donaldson, tomada de: www.ffffound.com

Verdaderamente, es tan difícil entrar en el mundo adulto cuando todos los caminos conducen a las mismas fronteras, cuando el cielo está tan lejos, cuando los árboles ya no tienen ojos y cuando las majestuosas riveras están cubiertas de placas de cemento gris, cuando los animales no hablan más y cuando los mismos hombres han perdido sus signos.

La muchacha de quince años sube lentamente el camino que la conduce cada mañana a la escuela, entre los acantilados de los edificios, entre el ruido de los camiones y de los autos que van y vienen. Ella piensa: hoy, tal vez, llegaré a lo alto de la pendiente y del otro lado, de un solo golpe no habrá nada, solamente un gran hueco practicado en la tierra.

La muchacha de quince años camina entre la muchedumbre, a mediodía, como si hubiera dejado la escuela algunas horas, sólo algunas horas de escapada robadas a los maestros de matemáticas, de ciencias naturales o de historia y geografía, y como si ella fuera un gran tren oxidado al que hubiera saltado en marcha y que la condujera al otro lado de la tierra, verdaderamente a los confines, a Havre o a Rotterdam, quizás incluso a Yokohama. Ella camina, busca algo en los ojos que cruzan con su mirada, una exaltación, un resplandor nuevo, justo antes de la sonrisa y las palabras que la arrastrarán hacia una vida nueva.

O bien a media noche, vestida con su chamarra de cuero comprada en el Monte de Piedad, y que tiene escrito sobre el cuello schott. La noche fría es un estremecimiento sobre su piel, la noche brilla como obsidiana en sus ojos, la noche hormigueante de luces, de estrellas, de semáforos, de nombres de neón magníficos y extranjeros, nombres peligrosos, nombres que rugen desde el fondo de la vida, que dicen,

    change

hasard

Maccari & Franco

locust
soleda

Su corazón late al ritmo de palabras lejanas, de aires insensatos. La muchacha de quince años camina sola en la noche, a la búsqueda de una imagen, de un reflejo, de un destello. Está al fondo de ella, hay ese vacío, esa ventana que bate, un viento que sopla, un murciélago que la roza, y su corazón que bate, que bate. Ella no sabe lo que busca. ¿Por qué ahonda la ola sobre la ciudad y se abren las puertas infinitas del horizonte, más allá de las explanadas y los periféricos? ¿Qué hay allá, del otro lado? ¿Es que uno no muere allá?

Pero el recuerdo de los tiempos nómadas es más fuerte que todo. Cada tarde hace batir el corazón adolescente, hace un hueco en el vientre. El recuerdo de tiempos Arapaho, Cheyenne, Lakota, Texas. Entonces no había muros, ni nombres. No había números. No había licencia, ni ficha central de policía, ni libretas de familia, ni actas notariales, ni las terribles marcas sobre los brazos, bajo la planta de los pies, ni los hoyos de las agujas en el brazo, ni nada de esto, los timbres, las fotos, las huellas de los pulgares y los brazaletes de plástico rodeando las muñecas de los bebés y los tobillos de los muertos.

Entonces la luna ascendía enormemente sobre montañas, empujada por el aullido de los lobos. La noche era joven, se tomaba el mundo de un solo golpe, era inmensa y helada, las pupilas de los dioses resplandecían.

La muchacha de quince años camina hacia las encrucijadas, siente la noche contra sus sienes, apretada contra sus mejillas, apoyando sus palmas frías sobre sus párpados. Ella escucha resonar el sonido de sus pasos en el fondo de su cuerpo, no sabe lo que busca, lo que viene y la toma.

Tal vez alguien la acecha, en el fondo de la sombra, en los rincones de las puertas, en los huecos de los patios de los edificios. A lo lejos, la cinta de caminos rojos fluye como la lava. Los gritos de las ondas hertzianas chocan y se repercuten, animales enloquecidos, los gritos de las palabras del fondo del espacio, del fondo de la historia. Alguien la empuja sobre ese camino, apoyando sus dos manos abiertas sobre los hombros, y ella no sabe en dónde se abre el pórtico de la noche.

Los niños sueñan hechos bola, son los erizos del invierno. Los niños escuchan rugir a los tigres y aullar a los lobos, ellos lo recuerdan bien. ¿Acaso en los sótanos de los edificios no hay manadas del mundo subterráneo, como antes las liebres devoradoras de muertos? ¿Acaso en los cuadrángulos de las explanadas en donde fluye la noche no hay el galope de los nómadas devoradores de caballos, sus sables brillantes de luna, sus lanzas adornadas con cintas apuntadas hacia la estrella Sirius? Es su respiración lo que ella siente sobre el rostro, el frío de su mirada, y en su corazón late el ritmo de su carrera, sus cabellos de noche, sus caricias de hierba bajo el viento.

Para ver eso, para escuchar eso, la muchacha sale de su habitación a media noche, ella se pone los jeans ajustados y la chamarra de cuero que son sus armadura, se deja resbalar a lo largo del canalón de desagüe, huye del hueco tan suave de su infancia, del nido rosa y de los cojines con flores, del aliento de su infancia, de las fotos y de los álbumes de Mickey, de las conchas rebuscadas sobre las playas húmedas de lluvia y de las piñas del pino, ella huye del sueño que fluye como un hilo de rivera demasiado tranquilo.

Ella se va, porque allá, ante ella, al final del camino que lleva al colegio, hay verdaderamente de golpe un hueco desconocido que la llama, y sus nombres, sus nombres peligrosos que dicen,

      marble memo

            Emporio

                  Auvers-sur-Ois

            rive

      Saturne

como si cada una de esas palabras fuera un secreto, un secreto atesorado, un instante liberado que salta, que brota, presto a morder, un relámpago.

La noche fría es un estremecimiento sobre su piel. La noche es su vestimenta. El cielo está apretado contra la tierra, los ojos de las tijeras deshacen los nudos de las telas, cortan las agujetas de los zapatos, las hebillas de los cinturones. La noche está desnuda. Caen las barreras, las insignias y las banderas, los libros demasiado escritos y los códices donde fueron grabadas las leyes de los hombres. La noche los encierra, los borra. La ciudad se ahueca como una gran ola que estallara. Las raíces de los edificios están al desnudo, uno ve cosas rojas, brillantes, vísceras. Hay un silencio que mata los relojes de péndulo. Hay un frío que entra en ella, en ti, una aguja de abismo.

La muchacha de quince años siente la noche sobre su rostro, sobre la piel de su vientre, sobre su pecho, cada uno de sus pelos se eriza. Cada poro de su piel es un ojo, ella siente todas esas estrellas, todas esas palabras, todas esas miradas que la esperan. Ella camina en medio de manos, ella escucha su corazón rebotar al fondo del espacio, en su garganta, en su cerebro, ella siente la lengua que se desenrolla entre sus muslos, hasta el fondo, hasta el punto más ardiente, el más secreto, el más doloroso, el punto donde comienza la vida, el punto que la une a su madre, a su abuela, el punto al centro de su vientre donde pulsa continuamente la sangre.

Ella no sabe lo que es la memoria, no hay nada detrás de ella, nada en su nombre, nada en su saliva. Sólo ese punto que palpita, se retracta y pulsa una vez más. La noche cerca su piel. La noche cruje sobre sus huellas digitales.


Ilustración de Indi, tomada de: www.ffffound.com

Ella no sabe quién la sigue, qué seguirá. Quizás escucha la música, venida de lejos. Una mujer negra que grita en la noche, y su vientre se desgarra y expulsa sobre el suelo un niño rojo que brilla como un astro. Después la leche le fluye de los senos y se derrama y traza un camino blanco en el cielo, fluye en la boca del niño vivo. Y las horas tan largas, casi hasta el día. Cuando el sol reaparece, ya ardiente, la caravana ha vuelto a caminar, hombres con el rostro impenetrable, niños ya viejos, viejos quejándose como bebés. Pájaros de presa en el cielo, los tejones y los zorros se reparten la placenta desenterrada.

Ella camina en la noche, con sus vestimentas apretadas, sus ojos están endurecidos. La ciudad se ahueca como una ola que estalla: El mal aparece por todas partes, en los corredores de los hoteles de putas, en los salones burgueses donde sobre las pantallas gigantes los sexos de mujer son abiertos como almejas “¡Vuela!” “¡Rompe!” “¡Aférrate!” “¡Goza!” “¡Arranca!” Las palabras de una sola sílaba brotan del corazón mascullante de la ciudad, se precipitan hacia los periféricos, corren como animales, braman y gritan como los animales en el matadero.

En la noche la muchacha de quince años tiene miedo, ella escucha el ruido de sus pasos, ella siente la respiración sobre su piel. Pero ella continúa avanzando, sin saber lo que busca, lo que la busca. Un nombre puede ser, una mano, un olor de muchacho, una voz que se hunde casi hasta ese punto ardiente que la une al mundo.

Es un muy grande claro bajo la luna. La noche brilla sobre el hielo. La voz de los lobos se congeló suspendida en cristales de escarcha en su hocico. Desde donde se para, la muchacha de quince años puede ver el corazón rojizo de la ciudad: el cielo es invisible, es un aliento. No hay demonios. No hay muertos vivientes. Hay asesinos y drogadictos: pero nada ha cambiado. Los pueblos nómadas, los pueblos de los desiertos de arena y de los desiertos del mar, los pueblos de los caminos bajo las nubes errantes, dibujando sus huellas en círculos de piedras y en gotas de cobre sobre la piel, los pueblos con máscaras de antílope y con alas de mariposas salieron del sueño que los contenía.

La muchacha de quince años debe entrar en la vida dejando su cuarto: lo sabe. Los ve, los espera. Están dentro de su vientre: salen de su mirada. Son sus criaturas. Ella no tiene ningún saber, ninguna memoria. Su cuerpo es duro como la noche, sus ojos, sus senos, sus hombros, su cabellera como un río negro. Se desliza afuera sobre las palabras de Rimbaud. Va adelante de lo que la mira, va hacia lo que la llama. En su vientre hay un hambre muy grande, el hambre de vivir, de agarrar, de ser tomada, de nacer, de hacer nacer. Escucha en la noche el crujido de los coches que tocan la Mejorana, la Malagueña, que repiten su nombre una vez y otra. Ella es ella. Pertenece a los viejos pueblos de los desiertos del mar y de la arena, a los pueblos de las cuevas y de los valles, a los pueblos de los bosques y de los ríos.

Se desliza en la noche, es libre. Se va.

Traducción de Humberto Rivas

Tomado de La Nouvelle Revue Française