Directora General: CARMEN LIRA SAADE
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Domingo 5 de julio de 2009 Num: 748

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LA CONCIENCIA ESPAÑOLA Y SUS OSCUROS RECOVECOS

RAÚL OLVERA MIJARES


Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro,
Elena del Río Parra,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2008.

En un mundo, producto de la Ilustración, la Revolución francesa, la revolución industrial, las dos grandes guerras, la revolución tecnológica y el internet es difícil pintarse los rasgos más oscuros de una época en que el fundamentalismo religioso dominaba la vida cotidiana de las entonces naciones civilizadas. Cuestiones tan incidentales y tan comprometedoras como qué debía hacerse en caso de que una forma consagrada, una hostia, se desprendiera por accidente de las manos del oficiante y fuera a parar en el suelo, a fin de preservar la pureza y virtud del rito.

Unos tratadistas señalan que el sacerdote debía agacharse en el acto y con la lengua tratar de sorber todos los fragmentos, aunque si caía sobre madera o lienzo, había que roer el palo o bien quemar la carpeta, teniendo buen cuidado de guardar las cenizas en el sagrario. Si se descubría que el sacramento estaba poluto o contaminado se seguía una indagación muy rigurosa, corriendo el implicado peligros mayores ante el Santo Oficio. Si se probaba que era por accidente no había consecuencias, pero si se sospechaba una intención blasfema, el precio iba desde la pública disciplina hasta perder la vida. Un sacerdote, además, no podía ser contrecho ni deforme: lo mismo daba si era cojo, manco, ciego, mudo, sordo, gafo, renco, con partes del cuerpo llagadas o hediondas, de continente espantable a la vista, en esas condiciones no podía decir misa.

Temas como la hechicería, los judaizantes, la pureza de sangre, la exclusión del sacerdocio de negros, mulatos y mestizos, la doctrina sobre el purgatorio, los nonatos muertos sin bautizar y el limbo, los hermafroditas y la conservación de su nombre de pila por el bautismo ya se hicieran varones o hembras, los ayunos cuaresmales rotos o no por percibir el olor tan vivo de un chorizo o un potaje, si la leche, el agua de coco, el chocolate o el tabaco violaban la abstinencia de alimento sólido, si un animal engullía por accidente una sagrada forma había que sacarle las entrañas, si a una hostia en el sagrario le caía gusano a causa de la humedad había que quemarla y conservar los restos en lugar sacro, en fin, si hablar en lenguas era cosa del demonio o más bien manifestación del Espíritu Santo, estas y otras curiosidades eran objeto de detenido análisis y discusión por parte de unos pocos iniciados e imaginativos autores.

Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro es un volumen que aborda el tema de la casuística, en el sentido de conjunto de diversos casos particulares que pueden preverse en una determinada materia. Elena del Río Parra, la autora, señala que caso se define como suceso, hecho regular o azaroso, contingencia, suerte, fortuna o hado, un concepto que habría de dejar profundas huellas en la conciencia de la gente de la época renacentista y barroca en el mundo de expresión española.


Y VICEVERSO

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ


¡Salve, Spes!,
Carlos Germán Belli,
Laberinto Ediciones,
México, 2008.

Entre el elogio inocuo de quienes asumen su belleza como condición sine qua non y la elaborada alquimia de esos críticos para los que el género es ocasión de probar redes de significancia (imanes de imágenes dóciles a un análisis casi siempre ininteligible), la poesía, quizá por ser el recinto menos visitado por el lector común, goza de buena salud en nuestra lengua. En nuestros países, en efecto, la poesía joven merece antologías, ediciones virtuales o impresas, premios y una atención presupuestal nada desdeñable si tomamos en cuenta que, en términos generales, no es mercancía lucrativa.

Por lo que respecta a los poetas maduros (o muertos no hace mucho), la situación es aún mejor, y esto se lo debemos a la solidez incontestable de su obra: José Emilio Pacheco (recientemente distinguido con el Premio Reina Sofía), Deniz, Deltoro, Zaid, Gutiérrez Vega, en México; Olga Orozco, Juarroz, Gelman, en Argentina; Gonzalo Rojas, Lihn, Hahn, Zurita, en Chile; y, con ellos, Álvaro Mutis, Gil de Biedma, Eielson, Eugenio Montejo, Hinostroza, Valente, Cisneros, Gamoneda, Ida Vitale y una suma de etcéteras que nunca se saciaría, constituyen un catálogo de eficiencia poética que difícilmente se encontrará en otra lengua viva. Sin embargo, ocurre que en nuestro medio, sencillamente, nadie lee poesía. O que la leen unos pocos y que esos pocos son –lamentable, naturalmente– también poetas. (La gran pregunta, en este caso, es ¿por qué sobrevive el género? La respuesta, se sabe, la formuló mejor que nadie Jean Cocteau: ocurre que “la poesía es imprescindible, pero no sé para qué”.)

Dentro de este grupo de desestimados, inestimables activadores del lenguaje, tiene un lugar esencial Carlos Germán Belli, el octogenario poeta peruano de quien los editores señalados en la punta de esta nota tuvieron a bien seleccionar algunos textos y reproducir otro, ¡Salve, Spes!, publicado hace nueve años, para integrar una breve antología de su trabajo. Este poema, de título latino y que da nombre a la reunión, es un texto largo –al mismo tiempo extravagante y tradicional– que vaga, transita entre la libertad de la silva y la sujeción de la lira para resolverse en una colección de cien décimas, mil versos inverosímiles que en algo se asemejan, nada menos, a la Comedia, del Dante.

Asumo que la terminología invocada en el párrafo previo resulta muy específica, pero para calibrar la calidad del texto central del volumen es preciso recurrir a ella, pues Belli, modestamente belicoso, ha querido saludar a la esperanza en latín, ¡Salve Spes!, con el ánimo de recordarnos que la complejidad vigente no es sino la antigua sencillez vista del otro lado del espejo –y viceversa. Es decir, que su dominio de la poesía latina y de la versificación barroca del siglo diecisiete no son estatutos tatuados en su obra por mera presunción, sino dominios de una forma que el poeta sabe resucitar para amalgamarlos con el habla cotidiana.

Naturalmente, un lector no habituado a lidiar con la poesía encontrará estas explicaciones como un alegato inútil. Pero quiero pactar con ellos: lo esencial, en poesía, no es entender, sino gustar de. Y se puede gustar, asimismo, de una explicación. Lo que hace astutamente Belli es endilgarnos una forma (se llama silva y se basa en la combinación libre de líneas de siete y once sílabas) para emparejarla a otra (su nombre es lira y consiste en agrupar ese fraseo en fragmentos de cuatro a seis versos), pero extendiéndola a estrofas de diez renglones, para así asumir que se trata de décimas, décimas raras, en todo caso, pues combinan medidas distintas (siete y once sílabas, recordemos), cuando la décima pura es, por lo regular, octosilábica. Belli, en un alarde de composición que lo emparienta con el Dante, construye diez poemas de diez décimas cada uno (un total de mil versos), así como el poeta toscano escibió su Comedia articulando cien cantos endecasílabos: treinta y tres para el Purgatorio, otros tantos para el Paraíso y los treinta y cuatro del Infierno.

La comparación no es ociosa: un logro inestimable de la poesía es el de rejuvenecer el habla de la tribu, es decir, el de incorporar a su lenguaje las formas de la conversación, por más que sea difícil, para el lector no avezado, reconocerse en ellas. No muchos poetas lo consiguen (o lo intentan) y de ahí que la poesía, hoy por hoy y de manera sumaria, resulte ajena hasta a lectores avezados. Pero no sé qué musculoso molusco o modesto escarabajo se genera en los grandes poemas que terminan por traducir, a su manera, el habla diaria, y al mismo tiempo consiguen llevar al idioma a sus últimas consecuencias. En tiempos de Dante, lo habitual era escribir en latín, pero él eligió la norma de su tribu, la tosquedad del toscano, para urdir un poema que terminaría por ser lo que es: la asombrosa y razonable amalgama de saberes de una época. Belli, menos beligerante que decoroso, habla en sus textos como un cholo (pasa por sinónimo de peruano) que chanclea en lenguas muertas (el latín) y medio occisas (nada menos que el español del Siglo de Oro) para dar con su propio lenguaje, con el habla inmutable de una Lima que rima consigo misma a través de sus versos. Lo cual no es poca cosa.


A esta redacción llegó un paquete de libros editados por la Universidad Autónoma de Coahuila, que forman parte de la segunda serie de la colección titulada Siglo XXI. Escritores coahuilenses. Con un total de catorce volúmenes, algunos de los autores son bien conocidos, mientras otros están trascendiendo, precisamente en virtud de colecciones como ésta, su ámbito local. Enhorabuena por este esfuerzo de la UAC , que otras instituciones harían bien en emular.


Kilómetro cero,
Jorge Valdés Díaz-Vélez,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Poesía.


Poliéster,
Dana Gelinas,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Poesía.


Registro de causantes,
Daniel Sada,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Cuento.


Dolor de ser isla,
Gilberto Prado Galán,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Poesía.


Casa de entonces,
Gloria Lozano-Castrejón,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Cuento.


La dispersión,
Marco Antonio Gómez del Campo,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Poesía.


José Tercero,
José Luis Luna,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Guión cinematográfico.


Praga como un cuerpo,
Carmen Ávila,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Ensayo.


Duende de luna y noche,
Haidy Arreola Semadeni,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Poesía.


La invitación. Alfonso Reyes y la literatura fantástica,
Édgar Valencia,
Universidad Autónoma de Coahuila,
México, 2009,
Ensayo.