Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de julio de 2009 Num: 748

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Por qué menos es más
RICHARD MEIER

Esperábamos...
ANDREAS KAMBÁS

José Emilio Pacheco y los jóvenes
ELENA PONIATOWSKA

Carta a José Emilio Pacheco, con fondo de Chava Flores
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Michael Jackson (1958-2009)
ALONSO ARREOLA

Leer

Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

La maldición del chéquin

Últimamente los aviones se han vuelto algo peligroso: corre uno el riesgo de subirse a uno y que estalle en el cielo. También corre uno el riesgo de no subirse. Hace poco viajé a La Paz , Baja California, amablemente invitada por el Instituto de Cultura. Cuando registré mi equipaje en el aeropuerto, las señoritas del mostrador del chéquin (así le dicen) de Aeroméxico se miraron misteriosamente y se cuchichearon cosas, oscuro presagio que no atendí. Había yo llegado con las dos horas de anticipación de rigor y me acompañaba mi niña de diez años; estaba preocupada porque, al haber comprado yo su boleto aparte, no habíamos quedado juntas. Las señoritas me prometieron que al subir al avión me asignarían asientos, otra mala señal. Así, cuando llegó la hora del abordaje, otra señorita más me dijo que no había lugar. Habían sobrevendido el vuelo, pero ella me trató como si fuera mi culpa. Compramos los boletos hace más de dos semanas, insistí con la mandíbula descontrolada, no pueden decirme que no tengo lugar veinte minutos antes de despegar. Lo siento, me decía, tendrá que esperar a ver si quedan lugares. Eran las nueve de la noche, había cumplido con el trámite del chéquin (así le dicen), aparte de dar vueltas, mirar perfumes, comer sándwiches y leer revistas, y tenía que llegar a presentar mi libro al día siguiente y empecé a considerarme víctima de alguna maldición aeroportuaria. Lo peor era que la empleada me trataba cada vez peor; hubiera llegado antes, me decía, mientras recibía a unos pasajeros que llegaban tardísimo con gran entusiasmo, como si fueran sus parientes. Yo trataba de recordar, como en una pesadilla, la llegada al chéquin y estaba segura de que no había nadie en la fila: los adelantados, ¿habrían dormido en el aeropuerto? ¿estarían disfrazados de maleta? ¿O de diablito, o de alfombra, o de laptop? ¿Serían aquellos uniformados que le dicen a uno “pase a la fila dos”? Me sentía como un invitado a una fiesta a quien el portero insiste en tratarlo como colado. Finalmente, luego de algunos gritos y sombrerazos, nos hicieron pasar sin asiento asignado. Temí que viajaríamos paradas, agarradas de algún tubo o acostadas en el compartimiento portaequipajes. A lo mejor nos tocaría servir los refrescos. Me sentía como si estuviera tomando el viejo camión Santa María la Ribera y me acabé de sentir así cuando, a punto de subir por la escalerilla del pequeño avión, el hombre del carrito que lleva los equipajes nos avisó: quién sabe si lleguen sus maletas, porque el avión viene con exceso de peso y no hemos podido subir todo el equipaje.

En el vuelo conseguimos con mucho trabajo unos asientos junto al baño, atrás de los muchachos del equipo de tae kwon do que regresaban de un campeonato y, por lo visto, habían logrado que la compañía les asignara cuanto asiento se podía e hiciera a un lado a los que ya creíamos tener boleto, como hace Jack Nicholson con lo que hay en la mesa en El cartero llama dos veces, cuando se va a acostar con Jessica Lange. Los atléticos mozalbetes a duras penas cabían en sus pequeños asientos y se miraban lacónicamente, mientras escuchaban sus aipods. Todos cenamos nuestras bolsitas de cacahuates japoneses con un apetito que rebasaba en mucho su tamaño.

Lo padre fue que por la ventanilla vimos las estrellas encima de las nubes: son de las cosas más bonitas que hay.

La continuación de lo malo fue que, al llegar, no venía nuestra pequeña maleta verde (menos mal que el avión no se precipitó en el Mar de Cortés, agobiado por el peso de nuestros cepillos de dientes). El empleado de Aeroméxico encargado de hablar con los pasajeros desmaletados dedicaba su atención a los entrenadores del famoso equipo de tae kwon do, cuyas maletas también estaban rezagadas. La pasión por el deporte, que le dicen; me sentía la cándida escritora con su niña desvelada. La próxima vez usaré las máquinas para sacar el pase de abordar; seguramente serán más amables y con suerte hasta me dan asiento, sin cuchicheos.

La maleta verde logró llegar con todo y el texto de la presentación. A partir de ahí todo fue, como dicen, miel sobre hojuelas: la gente del Instituto Sudcaliforniano de Cultura y los amigos que encontramos ahí se ocuparon de despejar la mala impresión y convertir la visita en un viaje caluroso y muy grato, en medio de paisajes cambiantes y de un mar que no conocía y es, creo, el más hermoso que he visto. Pero la verdad, a veces me pregunto si hice bien en titular mi primera novela Travels and Adventures. O será el karma, tú.