Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 21 de junio de 2009 Num: 746

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Hijo de tigre
ORLANDO ORTIZ

Ángel bizantino
OLGA VOTSI

José Emilio Pacheco: la perdurable crónica de lo perdido
DIEGO JOSÉ

Jaime García Terrés: presente perpetuo
CHRISTIAN BARRAGÁN

Las andanzas de Gato Döring
MARCO ANTONIO CAMPOS

La cultura y el laberinto del poder
OMAR CASTILLO

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

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ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

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GERMAINE GÓMEZ HARO

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Ana García Bergua

Por omisión

Hace poco leí una noticia que me llamó mucho la atención, sobre un expresidente de Corea del Sur que, tras ser acusado de corrupción, se suicidó tirándose desde lo alto de una montaña. Suicidarse no es exactamente enfrentar las responsabilidades, pero, bueno, no se puede negar que el hombre asumió haber hecho algo malo. Me impresionó la noticia, más que nada porque, al contrastarla en mi mente con las cosas que ocurren en nuestro país, la diferencia se reveló como algo abismal: aquí los políticos no sólo no se suicidan –tampoco es que se lo pidamos–, sino que, incluso cuando son descubiertos en terribles fraudes y peligrosísimas machincuepas, siguen en sus puestos como si nada, como si el hecho de seguir lanzando sonrisas al respetable los exonerara automáticamente de cualquier mal. ¿Cuántas veces no hemos dicho, cuando sale a la luz algún escándalo en el que se involucra a personajes de cualquier partido que ocupen puestos en la administración de cualquier lugar, que por una cosa así en otros países un político ya habría renunciado, de perdida para que se le investigue? Ya nos hemos acostumbrado a decir que aquí nunca pasa nada, que la prensa puede revelar historias verdaderamente escandalosas que serán neutralizadas con una rapidez indignante, como si se apostara a un olvido que carcome la realidad y la transforma en nada, una nada como la que amenazaba al niño de La historia interminable, el libro de Michael Ende. Y esa clase política parece apostar siempre a estirar la nada hasta la eternidad.

Es curioso que, ante ese vacío, haya surgido un movimiento que amenace a los políticos con lo mismo, con nada, con anular el voto, y que esa nada sea justamente lo que los haya puesto tan nerviosos. Yo escribo con diez días de anticipación, pero por lo menos en esta semana es notorio el escándalo que está creando la tendencia a votar en blanco, que no significa más que corresponder a la omisión en el cumplimiento de los deberes de gobierno con la omisión en el supuesto cumplimiento de nuestros deberes ciudadanos. Existe la impresión generalizada entre los aspirantes a ciudadanos de que, al votar por cualquier aspirante a funcionario de cualquier partido, no estamos haciendo otra cosa que entregarle una gran bolsa de dinero que administrará como se le dé la gana: hará lo que pueda, en el mejor de los casos, y en el peor robará o transará con lo indeseable. Y de que si los funcionarios de cualquier nivel meten la pata, no se harán responsables, ni de sus errores, ni de sus delitos en los casos más graves. Independientemente de su utilidad en términos electorales y públicos, pienso que el movimiento por el voto en blanco significa dejar a esta clase sola frente al espejo. Por eso, mientras más desesperados los veo, más ganas me dan de votar en blanco.

Yo no pensaba hacerlo, la verdad; mis intenciones iban más por el lado del voto de castigo: quitar el gobierno a unos, para darle una oportunidad a otros, a ver si así se espabilaban un poco –claro, dentro del espectro que corresponde a mis convicciones y afinidades: no votaría ni siquiera pragmáticamente por quien nos quitara el derecho a las mujeres de decidir sobre nuestros cuerpos o aboliera el matrimonio entre homosexuales, pues ambas cosas me parecen el termómetro básico de las libertades civiles. Sin embargo, me parece muy importante el mensaje que el voto nulo está lanzando a un grupo que se ha constituido en una clase, en una especie de nomenklatura apoyada en el voto ciudadano: el tránsito a la democracia no significaba, a mi modo de ver, una prolongación de la eterna corrupción priísta (ésa que sonríe cínicamente detrás de Elba Esther Gordillo o de los gobernadores tétricos e inamovibles), pero ahora avalada por las urnas. Y ese es un mensaje que hay que dar.

No se crean; soy una señora y tengo mis temores: a la violencia que no sirve más que para generar más violencia, a que por la omisión gane el Lobo Feroz, a que este movimiento no provoque una reacción digna, una respuesta responsable por parte de quienes deberían sentirse verdaderamente observados y juzgados. Pero por primera vez en mi vida me siento portadora, junto con muchos ciudadanos, de un mensaje que, me parece, ha surgido literalmente de la nada. Quizá el silencio que dejó esa Ley de Medios que a tantos indigna nos ha dejado un hueco para pensar, a falta de más información, sobre las campañas que el gran museo de monigotes sonrientes en que está convertida la ciudad. Y muchos ciudadanos pensaron: a la nada se la puede combatir con nada, y a la omisión con la omisión.